Categorías: Opinión

Un vehículo ardiendo

La imagen de un vehículo ardiendo ha pasado a formar parte del paisaje cotidiano de nuestra Ciudad. Durante este año, en más de doscientas ocasiones se ha repetido este hecho. La exagerada proliferación convierte un acto vandálico en un fenómeno social. La anécdota deviene en dinámica, y la ciudadanía muta su semblante hacia un incipiente sobrecogimiento. Nadie es capaz de ofrecer una explicación razonable, y sobre todo convincente, de lo que está sucediendo. El primer diagnóstico circunscribía el asunto al ámbito de la delincuencia, interpretándose los atentados como ajustes de cuentas. La opinión pública no se mostraba excesivamente preocupada porque no se sentía concernida. Saltaron las primeras alarmas cuando las víctimas comenzaron a ser agentes de la autoridad. Pero aún así, se podía entender como un daño colateral inherente a una profesión de riesgo. Indignación limitada. El problema estalla, con tintes de convulsión, cuando los vehículos arden indiscriminadamente sin más criterio que el azar y, por tanto, incluyendo a todos los ciudadanos en esta infernal lotería. El temor y la perplejidad se apoderan de una opinión pública expectante que busca respuestas que hasta el momento no han llegado. A penas balbuceos y lugares comunes carentes de sentido.
Amanecer todos los días con la foto de un vehículo calcinado infunde una sensación de inseguridad y malestar difícil de digerir. El desasosiego es uno de los peores enemigos de la convivencia, porque incita al recelo e invita a cuestionar los propios cimientos del armazón social. Por ello la ciudadanía demanda una información fiable y una explicación solvente que transmita la tranquilidad que supone saber que las autoridades tienen controlada la situación.
Los gobernantes deben conocer los motivos que provocan la inseguridad, y aplicar con diligencia, rigor y eficacia los medios necesarios para combatirla.
Sin embargo, y como viene siendo habitual, desde los centros de poder sólo se emiten dudas y vacilaciones que, lejos de reconfortar a la opinión pública, contribuyen a reforzar el sentimiento de indefensión, generando inquietud y el nerviosismo.
La ineptitud mostrada por los responsables políticos para apaciguar los ánimos con un discurso creíble, desata la lógica especulación entre la opinión.
Porque los ciudadanos no se conforman con la ignorancia por ilustre que sea. Lo terrible es que las alternativas barajadas son a cual peor.
Es posible que esta ola de actos vandálicos obedezca a un plan trazado por organizaciones delictivas (directa o subcontratadamente) con la intención de distraer y ocupar a los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado, buscando aliviar la presión que éstos están ejerciendo sobre sus actividades. Esta primera opción deja en muy mal lugar a la Delegación del Gobierno, en tanto que garante de la seguridad Ciudadana. Sería inconcebible que los servicios de información de la Ciudad con la mayor densidad de agentes policiales por metro cuadrado del mundo, no fueran capaces de controlar estos movimientos. Eso significaría que la delincuencia desborda al Estado. Estupor. Alguien (o quizá más de uno) no se está ganado el generoso sueldo que cobra. Están pidiendo a gritos un relevo.
La otra tesis, quizá la más probable, sostiene que es muy difícil reprimir estas conductas porque se trata de inconexos brotes antisistema, protagonizados por sujetos no identificados de diversa procedencia y condición, que sólo persiguen crear malestar. En este caso estaríamos ante un conflicto social.
Desde hace mucho tiempo se viene insistiendo en que la diabólica mezcla de fracaso escolar, paro y marginación, que se está afectando a un sector muy amplio de la juventud ceutí, es el germen de un estallido social inevitable. Abstraerse de esta situación es un ejercicio de indecente irresponsabilidad.
A pesar de ello, el Gobierno de la Ciudad sigue haciéndose trampas jugando al solitario. Su asfixiante poder sobre los medios de comunicación, les permite esconder todo aquello que le incomoda y piensan que el hecho de borrar los problemas de la “parrilla de los informativos” los hace desaparecer.
Pero la realidad es sumamente obstinada y escribe sus propios dictados al margen del voluntarismo gubernamental. En este caso, con fuego.

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