Nuestro país está plenamente inmerso en un proceso de cambio político. El modelo de democracia formal, que sirvió para superar la sangrienta dictadura franquista, está absolutamente periclitado. Así lo percibe la sociedad. Lo que ocurre es que las transiciones siguen rutas insondables y tienen ritmos impredecibles. No sabemos cuánto durará la agonía. Pero lo que nadie duda es que el sistema político actual está agonizando. Dos datos pueden ayudar a comprender mejor este fenómeno. Ningún español menor de 52 años ha tenido la oportunidad de expresar su opinión sobre la Constitución. La Ley Electoral que se aplica en España es pre-constitucional. Dos piezas claves del sistema son anacronismos inservibles. Las coordenadas sociales son radicalmente diferentes. Es otro tiempo. Todo ha cambiado. Menos la vida política. Algo falla.
Todos los defectos de un sistema notoriamente imperfecto, alumbrado en una coyuntura histórica angustiosa, y practicado durante treinta años sin desarrollar la cultura democrática, han terminado por concentrarse y cristalizar en lo que se ha dado en llamar el “bipartidismo”. Esta perversa versión de la democracia, se fundamenta en reducir la política a la mera gestión de las instituciones dentro de un orden inmutable, establecido por un poder económico omnímodo, omnipresente e incontestable. La nobleza primigenia de la política, entendida como la lucha de ideas por hacer un mundo mejor; ha evolucionado hacia un sórdido combate por el poder, que atiza las más bajas pasiones humanas. El resultado ha sido que la corrupción ha invadido todos los espacios de la vida pública hasta hacerlos insoportables. Nada funciona de acuerdo con unos principios éticos mínimamente exigibles en una sociedad moderna.
Los duros efectos de la crisis económica han destapado una verdad que sólo una minoría se afanaba en denunciar ante el escepticismo generalizado. Los gritos en el desierto, ahora se clavan como punzadas en las conciencias. Frotándose los ojos, la ciudadanía asiste perpleja a la incontenible riada de miserias que nos desborda y apabulla. Y se buscan soluciones de manera improvisada y desordenada. La explosión de movimientos sociales, de todo tipo y condición, son la clara expresión de una voluntad de cambio, tan firme como aún indefinida.
Necesitamos imperiosamente una revolución. Que consiste en recuperar las señas de identidad de la democracia. Eso significa, en esencia, volver a creer en la política. Los ciudadanos tienes el derecho y el deber de participar en la vida pública. Por ello es preciso extinguir el actual sistema de partidos y sustituirlo por otro modelo adaptado a los nuevos tiempos. Empezando por la erradicación de la figura del “político profesional” que tanto ha dañado el concepto de la política. El PP y el PSOE tienen que desaparecer. Deben ser conscientes ambas formaciones política que son fósiles convertidos en un pesado lastre. Sus complejos entramado de intereses, tejidos durante décadas, los inhabilita como factores de cambio. Mientras estas maquinarias de poder, trituradoras de principios y valores, sigan existiendo, será imposible plantearse seriamente una alternativa creíble. Los actuales debates entre PP y PSOE provocan vergüenza ajena. Son como zombis ensimismados en una disputa histérica y estéril, alejados por completo de la ciudadanía.
PP y PSOE actúan como un cepo sobre la conciencia del pueblo. Porque aún conservan un porcentaje de votos muy elevado. Es lógico que así sea. Las revoluciones son lentas porque la vanguardia siempre es minoritaria y la masa muy conservadora. Los sectores más retrógrados e ignorantes de la sociedad, y por tanto los más fácilmente manipulables, se refugian en los partidos “del poder”. Este hecho ralentiza y dificulta el proceso de cambio, pero no lo detiene. Es una cuestión de tiempo. Lo que ocurre es que el tiempo nunca es inocuo. Nos apremia el porvenir para limpiar la vida.