Un respiro. Una reflexión. La dinámica infernal que caracteriza la vida pública en nuestra ciudad deja muy poco espacio para el pensamiento sosegado. Vivimos en un retorcido y confuso enjambre de intereses particulares, dominado por un egoísmo feroz, en el que apenas queda tiempo para alzar la mirada hacia el horizonte. Es una vida pequeña.
Siempre pendientes de esquivar las miserias que, sin remisión, mordisquean los tobillos en un permanente ejercicio de maldad, inspirado en una pavorosa pobreza de espíritu, que invita indefectiblemente a la desconfianza como actitud vital. La desconfianza es la consecuencia más directa y perniciosa del egoísmo. Ahí nos hemos instalado. Parece que de manera definitiva.
¿Existe en Ceuta gente suficiente dispuesta a renunciar a algo en aras a una causa común? Es una pregunta terrible, cuya respuesta intuitiva provoca vértigo. La inmensa mayoría de quienes deciden participar en la vida pública, lo hacen estimulados por un interés personal, directo o indirecto, inmediato o diferido; pero siempre latente. Esta es una triste realidad. Lo que debieran ser proyectos altruistas movidos por ideales, son psicodélicos puzles de intereses casados con mayor o menor acierto, y expuestos con mayor o menor fortuna. Prima el envoltorio sobre el contenido.
¿Es posible en este escenario afrontar el colosal reto de construir una sociedad intercultural? El mero enunciado estremece. Una opinión pública acostumbrada a rehuir su responsabilidad, no se siente capaz de abordar este debate con la sinceridad y profundidad que requiere el momento. La cobardía disfrazada de un falso anhelo de estabilidad, está aplazando indefinidamente una obligada reflexión colectiva que debe marcar el rumbo futuro de Ceuta. Lo contrario, la inacción, deviene en deserción y con ella el caos.
Resulta ciertamente desesperante que una obviedad haya que explicarla tantas veces. Y, sin embargo, así es en nuestra Ceuta. La interculturalidad, concebida como un proyecto de vida en común, sustentado en una ética pública definida desde las síntesis de las diversas culturas que configuran su tejido social, es el único camino posible para Ceuta. Quienes se aferren a la delirante idea de imponer un orden jerárquico de una cultura sobre otra, han quedado desterrados por la fuerza de los hechos. La radicalidad, en cualquiera de los sentidos, es un quiste que nos aprisiona, nos convierte en peores personas y hunde en la sima del odio la legítima aspiración de una nueva generación, que debe crecer liberada de ancestrales prejuicios insanos. Pero en este asunto debemos ser más exigentes y beligerantes. El término radical se identifica instintivamente con conductas pública virulentas. Esta es su expresión más extrema; pero no la única. El radicalismo modosito es menos estruendoso, pero igual de dañino. Los que insisten con su comportamiento cotidiano en mantener distancias, alimentar recelos o repudiar al diferente, también forman parte de ese ejército invisible enemigo de la vida, de las personas y de Ceuta como concepto. Es en este punto en el que debemos centrar la reflexión. El silencio y la inhibición no son neutrales, aunque los puedan parecer. Si queremos de verdad a esta Ciudad, y creemos en ella, debemos ensanchar el espacio de los militantes de la interculturalidad. Más allá de la hueca e insulsa retórica; y de la cobardía exhibida como prudencia. Es preciso impedir que los incondicionales de la intransigencia, habiten donde habiten, sigan constituyendo la referencia. Debemos reducirlos a la categoría de fósiles. Es necesario un paso más. Urge el compromiso.
A veces, un hecho anecdótico, se puede convertir en un indicador fiable la magnitud de un conflicto social. La semana pasada, un concejal de confesión musulmana estuvo presente en la romería de San Antonio, formando parte de la representación institucional. Por primera vez. Fue noticia de fuerte impacto y amplio recorrido. Suscitó todo tipo de opiniones, comentarios y valoraciones. En Ceuta. 2014. Hora de pensamiento introspectivo.