Estamos en un momento especialmente crítico. Desde hace ya mucho tiempo (acaso demasiado), Ceuta está sumida en un proceso de imparable decadencia. En todos los órdenes de la vida social se registran retrocesos de diversa intensidad. Lenta, pero inexorablemente, todo se va desconfigurando. La ciudad se nos escapa de entre los dedos como un deseo inasible.
Lo que ocurre es que esta descomposición se fraguaba en sustratos invisibles, o sólo relativamente visibles, y sin embargo, diversos hechos coincidentes han provocado una irrupción de sentimientos y frustraciones ocultas que muestran de manera descarnada una realidad sobrecogedora. La “inseguridad” se ha instituido como el corolario del diagnóstico popular sobre la Ceuta actual. El paro, la pobreza o el fracaso escolar, lacras lacerantes que nos azotan con furia pertinaz desde hace décadas, se han convertido en problemas menores y tolerables con los que es posible convivir. Ahora toda la capacidad de preocupación e indignación de la sociedad está absorbida por la inseguridad. La “amenazante invasión” de inmigrantes, el esperpéntico infierno del Tarajal, y el terror psicológico instalado en la conciencia colectiva por la “paranoia de los mena”; están generado una atmósfera irrespirable. Un escalofriante “aquí no se puede vivir”, recorre todo el sistema nervioso decantando actitudes y reacciones extremas, ya sean escapistas (“huyendo” de la Ciudad física o psicológicamente), o violentas (físicas o psicológicas). Hemos entrado en una dinámica de consecuencias funestas, porque en el origen de todos estos fenómenos existe un factor común: “el odio al diferente”, capaz de sublimar las aberraciones más inimaginables. Y este es un sentimiento que se propaga indiscriminadamente y de manera incontrolable. Estamos “dejando caer la espada de Damocles de Ceuta”.
Ante esta complicada tesitura cabría exigir a quienes ostentan posiciones de relevancia social (ya sean partidos políticos, medios de comunicación o entidades ciudadanas) un ejercicio de cordura para consensuar pautas de comportamiento colectivo y una estrategia de intervención conjunta capaz de revertir la situación. Pero esto es imposible. El sentido de la responsabilidad ha desaparecido de la vida pública de Ceuta. No existe ni un atisbo de algo parecido a una conciencia de grupo. Vivimos en una singular “jaula de grillos” en la que siempre prevalecen el interés particular a corto plazo (a menudo mal concebido) y el ensañamiento con el rival o adversario (real o imaginario) como la forma de relación social por excelencia. Nadie repara en las consecuencias de sus actos. Es una masiva huida hacia adelante, sin ser conscientes que delante sólo se abre un profundo abismo.
Desechada la unidad, deseable (imprescindible) pero impensable, no cabe más remedio que reordenar los diferentes grados de responsabilidad. Y aquí la del PP es más que evidente. No en vano gestiona (domina) todas las instituciones. Su amplia hegemonía política, y la influencia que de ello se deriva, convierten sus postulados en referencias fundamentales. La forma de abordar los problemas de Ceuta por parte del PP (es decir de los Gobierno de la Ciudad y de la Nación) condiciona fuertemente el devenir de esta Ciudad. Por ello resulta muy inquietante (e inexplicable) el paso que han dado en su reciente congreso. Reforzar orgánicamente a la quintaesencia del pensamiento islamófobo, racista y xenófobo en la Ceuta de hoy, es de una irresponsabilidad muy difícil de asimilar. Esta decisión sólo puede responder a dos motivos. Que la intención sea domesticar a esta corriente de opinión incluyéndola bajo el paraguas de la moderación. Hipótesis excesivamente débil por ilusoria. O que el PP, definitivamente, haya optado por instalarse en la “línea dura” (fanáticos de la exclusión). Si es así…
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