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Un ex Mena con chapela

{jaimage crop="TC" /}Huyó de Marruecos en busca del sueño europeo bajo un autobús
y cumplió el suyo propio: ayudar a los que lo necesitan a través del centro que le acogió con diferentes proyectos de cooperación

Jamal Anejdam nació en Khenifra hace 27 años, una ciudad ubicada en pleno Atlas marroquí, con la misma población que hay en Ceuta, similar en pertenencia portuguesa hace unos siglos pero donde las oportunidades de mejorar en la vida son mucho más reducidas que aquí. Cuando tenía tan sólo un año de vida, sus padres decidieron irse a vivir a la ciudad imperial de Fez. Ambos bereberes, él era militar y ella ama de casa de un hogar con nueve hijos. Jamal es el antepenúltimo. Siempre le gustó estudiar “pero no las diferencias que establecían entre unos y otros en función de los apellidos que dejaban claro si eras de origen judío marroquí o pobre. A los pobres siempre nos dejaban de lado para participar en actividades interesantes que estaban destinadas a ellos o a los alauís por ponerte un ejemplo”. Ahí comenzó a gestarse dentro de él un espíritu revolucionario que no le ha abandonado todavía. Su infancia era normal, sin pasar hambre. Familia humilde pero con educación recta para poder labrarse un futuro y estudiar. “Y simplemente un día unos amigos vinieron de Casablanca diciendo que querían viajar a España y uno de ellos regresó a los tres meses con un Mercedes”. El sueño europeo. “Entonces ahí piensas que ni estudios ni ostias. Que tú también te quieres ir a España”. Jamal tenía entonces 16 años y empezó a practicar estrategias para poder meterse en el habitáculo del autobús, por debajo, en el que las escaleras de la entrada te dejaban un espacio relativamente cómodo para pasar horas de camino fuera de peligro. “Y un día me subí y llegué hasta Tánger. Pero me pillaron varias veces intentando cruzar”. Entonces volvía a intentarlo y el 29 de diciembre de 2001, se metió bajo un autobús, cruzó el Estrecho de Gibraltar en el garaje del barco y llegó a Algeciras. “Tenía un euro en el bolsillo y estaba negro por el humo”. Los pasajeros del autobús al verle salir le dieron dinero. “Conseguí unos 30 euros y con eso me iría a Barcelona que tenía allí un tío así que le llamé y estaba en Marruecos, me dijo que regresaría en dos días  y le esperé durante 38 horas en una cafetería para viajar con él hasta Cataluña”.
Tras pasar dos meses con la familia, se fue a un centro de acogida de menores. “Me dijeron que allí sería más fácil conseguir regularizar los papeles... pero no estuve mucho tiempo. Por las noches nos tutelaba la Cruz Roja y luego por el día íbamos a un centro de día que llevaban unos curas pero que cerraba los fines de semana, así que teníamos que buscarnos la vida para comer los sábados y los domingos aunque dormir teníamos el centro del a Cruz Roja. Pedíamos fruta a unos pakistaníes que siempre nos ayudaban, pero nunca robé”.
Jamal apenas piensa las respuestas. Él habla con naturalidad. Quería irse a Inglaterra porque allí vivía su hermana mayor que se había casado con un inglés y estudiaba biología. “Pero allí para conseguir papeles tenía que esperar 14 años, en España con la Ley del Menor sabía que tenía más ventajas y por eso me quedé ”.
Escuchó que en el País Vasco los centros eran mejores y sacó un billete de autobús y se fue. Allí directamente se presentó en comisaría “dije que era menor y me llevaron al centro. Estaba mucho mejor”, reconoce. Además de acudir a clases, recibían refuerzo de castellano. Al alcanzar la mayoría de edad pasó a un piso tutelado y aprendió carpintería metálica y electricidad “pero a mí eso no me gustaba. Yo quería ser educador y comencé a colaborar como voluntario en una asociación que ayudaba a los saharauis y luego comencé a hacer cursos, seminarios, proyectos... hasta conseguir hacer lo que me gustaba”. La gran oportunidad de su vida se la dió el centro de menores de Bilbao, ‘San José Artesano Zabaloetxe’, donde el director, Carlos Sagandoy “es como un padre y tras formarme me contrató y allí trabajo como educador”.
Se fué con 16 años y con 19 regresó a su casa. “Pasaron tres años en los que aprendí a ser humilde y a hacer todo lo que pueda por los demás”. No ha perdido su vena revolucionaria y una pintada en la entrada de su pueblo en la que criticaba la corrupción de la policía marroquí le llevó a la cárcel por un chivatazo. “Hice un grafitti enorme, tenemos que seguir avanzando, gritar por la libertad, la primavera árabe es una luz de esperanza pero en Marruecos queda mucho trabajo que hacer y yo quiero hacerlo, porque es muy triste que todos los jóvenes se quieran ir de un país que sienten que es una cárcel, con una frontera arriba y países al lado a los que no pueden ir”.
Pregunta muy interesado en la problemática que existe con los MENA en Ceuta. Recuerda que algunos daban problemas en el centro donde él se encontraba. “Eran unos chicos de Tánger pero era peor si te enfrentabas a ellos, hay que hablar mucho y hacerles comprender que a cambio de ayuda no se puede delinquir”. Consciente de que la mayoría de los menores que llegan de Marruecos “tienen familia”, asegura que “son esos que esnifan pegamento y se drogan los que no suelen tener y no les importa nada, por eso es a ellos a los que más debe dirigirse el profesional porque son los que más ayuda necesitan”.
Al volver, todo se vislumbra desde otro prisma. “Marruecos es Marruecos. Se piensa en comer y punto. Hay pobreza,la corrupción en servicios tan básicos como la Sanidad, la Justicia o los Ayuntamientos es algo natural y deberíamos terminar con ella”. Pero sus pasos son pequeños. Va poco a poco. “He conseguido mi sueño. Cruzar al otro lado. Luego soñaba con superar la barrera del lenguaje”. Habla perfectamente el castellano. “Y después conseguir un trabajo”. Pero no se conformó con ser electricista.
Él quería educar. Ayudar. Busca un hueco para atender al periodista en un rincón de la frontera en el que guarda las bicis que va pasando al otro lado poco a poco. El proyecto que le ha traído a la ciudad hace unos días. “Unas bicis donadas por gente que ya no las utiliza y que ayudarán a los niños a ir a las escuelas y a seguir aprendiendo”. Pero lleva a cabo proyectos en otros lugares que le financian y asegura que aunque en el futuro deje de vivir en Bilbao, “a las afueras, en un caserío precioso en un sitio muy tranquilo al que si Dios quiere vendrá pronto mi mujer que aún está en Marruecos”, no dejará de ayudar a la ONG que le dió la oportunidad de ser quien es. “Estamos incluso pensando hacer el camino de Santiago desde Marruecos con camellos en un proyecto en el que participen jóvenes de todas partes para fomentar la interculturalidad religiosa y el respeto a los diferentes credos”. El suyo es el musulmán. Pero a veces va a misa. Cuando llegó a España y subía al metro sentía que la gente agarraba sus bolsos. Rechaza los prejuicios. Trabaja contra ellos y es feliz. “Sí, soy feliz. Hago lo que me gusta y he llegado hasta aquí. No puedo pedir más”.

Bicis para ir a la escuela

El último de los proyectos que ha traído hasta su país de orígen a Jamal es el de el reparto de bicicletas donadas a partir de la petición de la ONG en la que trabaja. Casi 70 que poco a poco va trasladando al otro lado de la frontera haciendo frente a todas las complicaciones que se le presentan. “Las iré a repartir a la zona del Atlas. A esos pueblos en los que los niños tardan en llegar horas a las escuelas y los padres dejan a las niñas sin ir por miedo a que les pase algo”. La educación es la base del progreso de un país y la camapaña sigue abierta “y seguimos recibiendo biciletas desde Asturias, Extremadura...las recogemos y las entregamos directamente a los niños para que al menos tengan transporte para ir a las escuelas”.

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