La observación detenida del devenir de nuestra vida pública provoca un sentimiento de consternación del que resulta imposible sustraerse. Hemos ido perdiendo compañeros, paisajes y esperanzas (como diría Labordeta) en una sutil decadencia que nos ha situado en el límite inferior de la supervivencia. Quizá nunca fuimos realmente conscientes de lo que estábamos perdiendo en cada paso que dábamos hacia ninguna parte. Siempre anhelando un esotérico reajuste milagroso que nos devolviera la calma. Siempre “Esperando a Godot” (magistral obra dramática de Samuel Beckett).
Hemos ido descuidando todos y cada uno de los aspectos de nuestra vida en común. Nada parecía tener suficiente importancia como para protegerlo con afán colectivo. Nos hemos dejado dominar por la codicia y la envidia hasta convertirlas en las señas de identidad por excelencia de un cuerpo social intoxicado asentado en un estado de inanición ética difícilmente reversible.
El intento de descifrar las claves de este amargo contexto social, nos lleva a una pregunta instintiva: ¿Esto sólo sucede en Ceuta?, o ¿es un fenómeno generalizado? Pienso que las dos cosas. Es cierto que el avasallador triunfo (esperemos que momentáneo) de la ideología llamada eufemísticamente neoliberal, ha pervertido sensiblemente la escala de valores sociales reputando la avaricia material como la auténtica razón de ser de la humanidad. Lo que ocurre es que en Ceuta, probablemente por el modo en el que se ha ido configurando su tejido social (aquí sólo vienen de uno u otro lado “buscando dinero”), este fenómeno se muestra con mucha más intensidad que en otros lugares. En Ceuta todo se mueve por dinero. Sólo por dinero. No queda ninguna otra referencia.
Por otro lado (y esta es una segunda característica), el sempiterno debate (nunca resuelto) sobre la concordancia ética entre fines y medios, en nuestra Ciudad se ha decantado brutalmente hacia quienes han hecho del “todo vale” su modo de vida. Una secular dinámica infernal de continuos agravios comparativos exculpatorios, legitimadores de la envidia más insana, ha reducido a cenizas cualquier contrapeso que pudiera equilibrar conciencias, construyendo una identidad propia sustentada en una incivilizada voracidad. En Ceuta, el que no “hace todo cuanto esté en su mano (sea legal o ilegal, moral o inmoral) para ganar cuanto más dinero mejor”, es percibido como un cuerpo extraño condenado al exterminio.
El tremendo problema que ahora sufrimos (y cuya solución se antoja una utopía), es que este ejército de termitas (codicioso en grado sumo y carente por completo de escrúpulos); se ha instalado (y ha ocupado), los resortes de poder que orientan las decisiones colectivas. Partidos políticos, instituciones, entidades ciudadanas y medios de comunicación están (muy mayoritariamente) en manos de personas cuya única finalidad es satisfacer su propio interés sin reparar para ello en ninguna otra consideración. Esta es una actitud reprobable en cualquier caso; pero en una Ciudad como Ceuta, afectada por una serie de conflictos sociales evidentes, y de una enorme envergadura, se asemeja a una especie de suicidio inducido por una legión de inconscientes “buscadores de fortunas”.
Los ceutís deberíamos hacer un esfuerzo (si aún estamos a tiempo) por definir con claridad el espacio común en el que no cabe la discrepancia porque constituye nuestro soporte vital. Y a partir de ahí, e inspirado por un elemental sentido de la responsabilidad, asumir el compromiso de no traspasar esos límites. Porque mas allá sólo queda el abismo para todos.