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¿Un “discreto” altar para el ocaso de un “Dios”?

Entonces Moisés dijo a Aarón: Esto es lo que el SEÑOR habló, diciendo: Como santo seré tratado por los que se acercan a mí, y en presencia de todo el pueblo seré honrado. Y Aarón guardó silencio.» (Levítico 10:3) Y en Ceuta, ¿ha honrado Aaron a su Señor o a la concupiscencia? ¿Ha guardado silencio pero luego ha actuado a su libre albedrío? La historia cuenta que, a pesar de su cargo de sumo sacerdote, Aaron, hermano de Moisés, permitió a los israelitas en el desierto que fundieran su oro para el culto idólatra de un becerro, aprovechando la ausencia de su hermano. ¿Por qué?
Solo nosotros, esos cristianos que, con la oración, ofrecemos plegarias y súplicas a Dios en su altar, hemos sido testigos de los hechos del hermano mayor de Moisés. ¿Qué pretendía al “permitir” esta conducta “prohibida”? Sólo nosotros, que somos las verdaderas piedras vivas paulinas con las cuales el Señor edifica el genuino altar de la Iglesia, podemos responder a esas preguntas. Puesto que Cristo, Cabeza y Maestro, es altar verdadero, también sus imágenes son altares espirituales, en los que se ofrece a Dios nuestras oraciones y sacrificios. San Ignacio de Antioquía decía a los romanos: «No podríais otorgarme otra cosa mejor que el ser inmolado para Dios, mientras el altar está aún preparado» ¿Está preparado nuestro altar al Señor de Ceuta en la catedral para entregar nuestras vidas a Dios?
San Gregorio Magno apuntaba: «¿Qué es el altar de Dios, sino el espíritu de los que viven con el bien? Con razón, entonces, el corazón de los justos es llamado altar de Dios». Pero… ¿Son justos los que suben al altar de Dios? ¿Son ecuánimes los que eligen y preparan su altar? Mis sentimientos ante este inminente crepúsculo del Señor de Ceuta han sido perfectamente descritos con las palabras del papa Francisco en su reciente homilía de público perdón por los innombrables pecados de algunos miembros del clero: «Desde hace tiempo siento en el corazón el profundo dolor, sufrimiento, tanto tiempo oculto, tanto tiempo disimulado con una complicidad que no tiene explicación, hasta que alguien sintió que Jesús miraba, y otro lo mismo y otro lo mismo… y se animaron a sostener esa mirada». ¿Nos atrevemos ahora a mirar a los ojos del Medinaceli? Su imagen cristífera, la más querida y venerada por el pueblo caballa, se encuentra “depositada” sobre un angosto tablero catedralicio, que parece una mesa recién sacada de la última oferta del Ikea. ¿Este improvisado artilugio soportará el peso de todos nuestros inconfesables pecados? Su Santa Madre siente los dolores más grandes por el menosprecio de su hijo. Están tan próximas ambas figuras en su angostura y oscuridad como en su amargura y soledad. Tan juntas, que la Virgen puede tocar las manos ensangrentadas de su hijo, y sentir la angustia que late acelerada en su vetusto e inocente corazón de madera. Dicen el refrán popular: «A Dios y a su altar lo mejor has de dar». Al que añado otros de mi cosecha: «Un altar con decoro, divino tesoro, pero un altar “limpio” como una patena, que pena». Y para nuestro contexto catedralicio: «Un altar sin inquina, plegaria y gloria divina». Cualquier monumento público cristiano o pagano de nuestra ciudad tiene más elegancia que este desgraciado altar. Sin ir más lejos, a pocos metros de la catedral, la figura de Sánchez Prados, está mejor cuidada, siempre con flores acompañada. Sin embargo, el altar improvisado del Medinaceli es un tangible insulto a Dios en su casa. Por no tener, no tiene de nada, ni si siquiera un simple cirio que ilumine la tristeza de su cara. En los altares católicos se deben colocar, al menos dos velas, que simbolizan la presencia de Dios a través del Espíritu Santo. Es responsabilidad del deán de la catedral, por ahora el padre José Manuel González, la correcta iluminación del altar, pues nos recuerda a todos que Cristo es la verdadera claridad que ilumina a las naciones de su eterno reinado. ¿Dónde está la luz de las llamas del amor divino, que deben envolver la figura del Medinaceli? Su altar debe ser un permanente testimonio de fe, de esa íntima unión del hombre con Dios. La imagen del Medinaceli, siempre bendecida por la luz del Espíritu Santo, debería tener un digno altar sagrado mediante el cual, sus hijos rindan adoración al Dios Padre verdadero. Pero que tenga cuidado Aaron si ha decidido, sin contar con el pueblo de Dios, donde poner su imagen. Que tengan cuidado esos embaucadores purpurados que “confunden” esa talla con el pecaminoso becerro dorado. Que tengan cuidado quienes eligen e improvisan el lugar para su altar, pues la voluntad de Dios también se expresa a través de su pueblo, y quienes lo desprecian en el silencio de su soberbia, corren el riesgo de ser devorados por la bestia que llevan dentro.
El Medinaceli debe tener un noble altar en el que se rinda digno culto a Dios en la tierra caballa. Pero resulta difícil rezar y amar en ese lóbrego altar catedralicio, que por su altanería y oscuridad, parece dedicado a otro fin, a otro repulsivo ser, ese que fue para siempre expulsado del empíreo por su inmensa envidia y soberbia. ¿Es eso lo que se pretende? He sido testigo cómo sus feligreses le rezan de pié, sin verle la cara apagada por la escasez de cualquier tipo de luz que ilumine su dolorido rostro mofado por nuestro desprecio e insolencia. ¿Tan difícil es poner un simple candelero y un par de reclinatorios para que sus fieles devotos puedan orar como Dios manda? Cuando el altar del Señor de Ceuta está descuidado y abandonado, sus fieles sufrimos al percibir un sentimiento de insoportable y deliberada pereza en nuestros dirigentes del obispado. Pero lo peor de todo es que esta indolencia, esta apatía, nos deja indiferentes ante lo que pueda suceder en el futuro de las hermandades, no tan lejano, y con escasas ilusiones y posibilidades para intervenir en su remodelaje.
Ante la desidia actual que vive la imagen del Medinaceli siempre resurge la misma duda: ¿estamos ante un nuevo renacimiento del bizantino Medievo iconoclasta? ¿Es ahora el “nuevo Aaron” la reencarnación de León III el Isáurico? ¿Vivimos la génesis de una nueva resurrección de la edad oscura de animadversión hacia las imágenes de culto? Creo que soy pesimista, y ante lo vivido, avecino un tiempo tenebroso en nuestra Iglesia de Ceuta, pues diviso signos e indicios evidentes de una muerte anunciada de nuestra Semana Santa. Lo cierto es que existen argumentos para justificar las alarmas, pero creo que debemos utilizar la inteligencia que Dios nos ha dado para predecir los acontecimientos antes que ocurran, y sobre todo, actuar en consecuencia para su prevención inmediata.
Después de los últimos sucesos, está claro que, los cofrades convivimos eufemísticamente con una diócesis sin grandes ilusiones. Hasta los altares de nuestros templos parecen abandonados. Con su actual política de desdeño, nos queda poca fuerza que cree valores de ilusión y compromiso. Parece que lo único que se percibe y potencia es el culto al poder y a la soberbia. Bajo la irreductible devoción al Medinaceli, sólo algunos nos atrevemos a luchar contra su incierto pronóstico. El problema surge cuando, de alguna forma, sentimos que nuestro Dios está ausente, y su verdadero altar vacío. Cuando los templos están deshabitados, como sucede en nuestros días, y tan solo se llenan durante los cultos y en las procesiones de nuestras imágenes devocionales, el comportamiento y la respuesta episcopal puede llegar a ser impredecible. ¿Cómo vamos a participar los cofrades en este juego de intereses creados, si ni siquiera queremos conocer todas sus reglas?
Si nos interesara realmente nuestro pasado -que no lo parece, en estricta simetría con nuestro desinterés por el porvenir- descubriríamos hasta qué punto es decisivo que nuestro Cristo ocupe el altar vacío de la capilla de su casa de hermandad. De lo que no hay duda, es que si no luchamos todos por nuestro “Dios”, la nueva corriente iconoclasta que inunda nuestra ciudad lo empujará hacia su ocaso, y nos impondrá, poco a poco, a ese otro dios, desconocido, excesivamente dogmático, ascético, místico, espiritual, alejado de la realidad social, de los sentimientos populares, e intangible para el pueblo llano, destronando para siempre al Medinaceli. Esta nueva tendencia, lenta pero persuasiva, discreta pero constante, se irá llevando hacia el mar por medio del cauce de su rio, poco a poco, como ya lo hizo en el monte y en el valle, a todas nuestras imágenes de culto.
Esta sibilina corriente iconoclasta, no crean ustedes que es subterránea, para nada, es visible, no se esconde. Nació en el monte Hacho con el desprecio público, mediante la injustificada expulsión de la ermita de San Antonio, de una imagen mariana en el mismo acto de su bendición, que no pudo hacerse a los pies del santo por deseo expreso del párroco Cristóbal Flor. Este desdén fue seguido por la posterior prohibición del tradicional rosario de la aurora de la cofradía. Luego el torrente del río inundó el valle, y desde entonces, no hemos parado de oír su constante y persuasiva música acuática de sus innumerables cascadas, que van erosionando la faz de nuestras imágenes y tradiciones populares. Nunca hemos parado de oír su sonido, que pasa a nuestro lado, haciendo pública su apología iconoclasta. Pero nadie se ha enterado, o no se ha querido enterar, porque solo oímos y entendemos lo que nos interesa en cada momento. En presencia de numerosos cofrades, el padre Cristóbal Flor, director espiritual de la hermandad de Paz y Piedad, y sacerdote con amistad e “influencia” sobre el vicario, durante una función principal de culto de la cofradía en la parroquia del valle, reiteró desafiante su famosa frase: «las cofradías y hermandades sólo son instrumentos de la Iglesia, y como tales instrumentos serán utilizados por la Iglesia, cuando la Iglesia lo estime conveniente». Nadie se inmutó ante la contundencia de sus palabras, nadie pidió explicaciones sobre su visible contenido y unívoco significado. Ante esta doctrina propagada por el clero, es fácil entender lo que pasa actualmente con el Medinaceli, y predecir su futuro.
¿Quién tiene la responsabilidad del cuidado del altar catedralicio donde reposa sin pena ni gloria el Señor de Ceuta? Teóricamente el deán de la catedral, el padre José Manuel, que curiosamente también es el director espiritual de la hermandad del Medinaceli. Este sacerdote, siempre temeroso de perder sus cargos, no movió un solo dedo en apoyo de su Junta de Gobierno que pedía, por activa y por pasiva, la permanencia de su titular en el altar de la capilla de su casa de hermandad. Sin embargo, ahora, presionados por la trascendencia mediática del abandono de su nuevo altar, parece que nuestros dirigentes diocesanos han otorgado “poderes” para que la cofradía se encargue de la decoración y cuidado de ese sórdido altar catedralicio. Sin embargo, los hermanos no parecen motivados por esta situación, pues piensan que no les corresponde, que no es de su “jurisprudencia”. Además se sienten, de alguna forma, “utilizados” por el clero. La Junta de Gobierno del Medinaceli, tiene ahora capacidad de maniobra para preparar, adornar, y cuidar el altar, pero no para disponer y decidir sobre la ubicación más adecuada para su titular, aunque dicho deseo lo sostenga jurídicamente el derecho canónico vigente. De nuevo, «con la Iglesia hemos topado». Es un ejemplo más, pero muy visible, del concepto de “instrumento” inerte e inanimado, y “uso” de las cofradías por la Iglesia, en la apología iconoclasta defendida y propagada en nuestra ciudad por el padre Cristóbal, que ha prendido con mucha fuerza en nuestra diócesis. Tanto, que dada las circunstancias actuales, no me extrañaría nada que ocupase el “trono” de deán catedralicio, como premio a su “impresionante” trayectoria.
Por todo ello, en el horizonte más inmediato, aparentemente, no parece que nuestro Medinaceli vaya a ocupar el altar vacío de la capilla de su casa de hermandad. Y lo peor de todo, puede que con esta política de abandono y de hechos consumados, se esté consiguiendo, poco a poco, ese objetivo iconoclasta de “olvido”, no solo en su altar, sino también en nuestros corazones. Podría suceder que su verdadero y genuino altar ya se hubiera quedado huérfano para siempre. Es plausible que nos hayamos contagiando de la dinámica de una diócesis ajena a las imágenes de culto, por apatía, por envidia, por escarmiento o por simple escepticismo. Sin embargo, también es posible -y probable- que ahora mismo, a pesar de nuestra ignorancia e inercia al respecto, se esté incubando un nuevo aspirante, ese dios “desconocido”, para ocupar el altar del Señor de Ceuta. Pero de la naturaleza de ese dios dependerá que nos encaminemos a una nueva edad bizantina decadente, oscura e iconoclasta, o por el contrario, pongamos rumbo hacia un renacimiento de esa religiosidad popular, escudo y sostén de nuestra fe cristiana. Luchemos todos por la custodia popular del Medinaceli, que heredamos con dignidad y libertad de nuestros ancestros, porque ahora más que nunca, el futuro de sus manos atadas por los nuevos pecados, solo está en las nuestras.
La actitud y la respuesta que ofrece nuestra diócesis a las necesidades actuales de nuestro mundo cofrade en aparente decadencia, carece de valores de ilusión y liderazgo. En otras palabras, adolece de la fuerza ejecutiva necesaria, a pesar de la aparente predisposición y exquisitez del nuevo Aaron. Vivimos en un mundo sin arraigo, sin ilusión, amparado en la memoria por el recuerdo de una refinada sombra escondida de una grandeza perdida en las recónditas esquinas de nuestra historia. Y lo que es más gravoso, no estamos en condiciones de enfrentarnos con el nuevo Aaron, sobre todo porque nos falta valor. Ese sumo sacerdote, de doble cara, que por un lado parece “fomentar” lo que él, en el fondo, considera solo vulgares “becerros de oro”, pero que en realidad, actúa como un poderoso general, dueño y señor de un ejército espiritual que invade, sin prisa pero sin pausa, los territorios de nuestra fe, con su temible y cada vez más visible bandera iconoclasta.
Mientras nuestro nuevo Aaron, siga pensando que nuestras imágenes de culto son vulgares “becerros dorados”, sus actuaciones irán siempre encaminadas a que sufran la misma suerte que la estatua fundida en oro del dios egipcio Apis. Aaron, solo tiene que esperar que Moisés baje de nuevo de la montaña, y compruebe como su pueblo se ha “corrompido” espiritualmente con la “adoración” a un nuevo “becerro de oro”, a un supuesto “dios de madera”. Solo tiene que incitar a Moisés, para que, en su infinita ira, lo destruya haciendo polvo y cenizas. Y como ocurrió en el desierto, al pié del monte Sinaí, ahora en el valle del Hacho, sus cenizas serán esparcidas en el agua de un río que nació en su ermita. Y como en el pasado bíblico, recibiremos el “castigo” de Moisés ante nuestro histórico y recurrente “pecado”. Al igual que los antiguos israelitas, los cofrades beberemos, sin saberlo, en nuestro nuevo desierto espiritual, de esa agua del monte, con el polvo del “oro” de nuestras imágenes flotando irónica y visiblemente en su superficie.

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