Siento predilección por los teatros. Esos coliseos que, lamentablemente y para vergüenza de las corporaciones de distintas épocas, esta ciudad vio morir uno tras otro en el tiempo. Se me dirá que a qué vienen ahora tales lamentos si tenemos un auditorio de lujo. Cierto. Colosal. A la última. Y a qué precio. Pero la obra de Siza del Rebellín es eso, un auditorio. Nunca un teatro. El que Ceuta debió recuperar en su día. El que posiblemente muchos románticos como yo añoramos desde hace tantísimo tiempo.
Ayuntamientos con sensatez y respeto al patrimonio histórico-cultural de sus ciudades, no dudaron en hacerse con sus teatros cuando lo inviable del negocio para sus empresarios, aún habiéndolos convertidos en multicines, les llevó a cerrar sus puertas. Así fueron surgiendo los teatros municipales como el de Cádiz, el Falla, ese templo del Carnaval; el Cervantes y el Echegaray de Málaga, el Kursaal de Melilla o el mismo Florida de Algeciras, por citar los ejemplos más conocidos del entorno geográfico más próximo.
Cada vez que paso por la puerta de nuestro Cervantes, me duele en el alma contemplar su fachada, especialmente en su deteriorada zona alta frontal, pensando en que ese debió ser nuestro teatro municipal. Por supuesto que tras su transformación, en 1983, en multicines, galería comercial, discoteca y su acogedor y original pub en lo que fue el foso y el escenario, la recuperación del teatro habría sido más complicada. Claro que peor aún lo tenían en Melilla con su Kursaal, orgullo de la ciudad, una vez devuelto a la vida hace dos años y medio y con un coste de 10 millones de euros, muy inferior a nuestro auditorio, y superior capacidad con sus 761 butacas. Ahí quedan los datos.
Sumido en el desamparo el que fuera nuestro primer coliseo y ya con su interior en completo estado de abandono, Ceuta no ha sabido ser justa con su longeva y tradicional sala que, dentro de año y medio, habría cumplido su centenario tras dejar una extraordinaria estela de contrastada calidad artística. Como tampoco con el que fuera su gran empresario, D. Antonio Delgado. El hombre que supo hacer grande su amado teatro durante 40 años, hasta su fallecimiento, y al que nadie se le ocurrió dedicarle una placa o una mención en la fachada en su recuerdo.
En lo que fue el hall del teatro, cuando se transformó en multicines y locales comerciales, nació la popular cafetería Hollywood, ningún nombre mejor, iniciativa de un popularísimo ceutí, el inolvidable Pepito Royuela, negocio con el que han seguido sus sucesores hasta hace unos días. Me cuentan que en un principio se iba a instalar en el lugar un matrimonio de comerciantes chinos, curiosamente con la intención de establecerse con un gran bazar similar al que regentan en la actualidad en lo que fue el cine Terramar. Pero parece ser que ello no será posible por el problema de la licencia pertinente.
El cierre del Hollyvood me retrotrae inevitablemente a la memoria al bueno de Fernández Royuela, personaje por derecho propio de la historia cotidiana ceutí. Aquel que a sus once años ingresó como botones en el Centro Hijos de Ceuta –¡otra pérdida irreparable más la de esta entidad, qué pena!–. Completamente calvo desde su primera adolescencia, muchos años después y estando en A. Murube, su físico llamó la atención del director cinematográfico Rafael Gil, que por entonces rodaba en Ceuta la película Novios de la muerte, quien le propuso intervenir en determinadas escenas del film. Pepe aceptó encantado, prosiguiendo su intervención en Madrid, donde, contaba, a pesar de que le pagaron, hubo de poner de su bolsillo 50.000 pesetas.
En la capital conoció a Tony Leblanc y a Rafael Hernández. Igualmente le presentaron al productor José Luis Dibildos quien, visto su periplo de actor en la película de Gil, le ofreció un contrato de medio millón de pesetas más los gastos de estancia. Royuela rechazó la tentadora oferta por su mujer y sus hijos. Distinto es que le hubiese cogido soltero, se lamentaba. Excedente del C.H, C., entidad en la que se hizo un hombre y que sentía como algo propio, decía, terminó instalándose por su cuenta. Primero con un supermercado y un bar, lo suyo, en los interiores de Real 90, para recalar, finalmente, en lo que fuera el mencionado vestíbulo del desaparecido Teatro Cervantes.
Sumido irremisiblemente en el olvido ese edificio del viejo coliseo de la calle Padilla, a la familia Royuela habrá que agradecerle que, merced a su elegante y confortable cafetería, nos quedara algo vivo de lo que fue nuestro Cervantes, condenado, quizá, inevitablemente, a las garras de la piqueta demoledora, cruel verdugo en tantas ocasiones de entrañables testimonios de nuestro pasado histórico.