La Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de la ONU en 1948, establece que toda persona acusada de un delito tiene derecho a la presunción de inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad conforme a la ley y en juicio público con todas la garantías necesarias para su defensa, entre las cuales está la intervención de un abogado defensor. Todas las legislaciones de países democráticos recogen dicho principio. En España, el artículo 24.2. de la Constitución reconoce, como fundamental, el derecho de todos a la defensa y a ser atendidos por un letrado.
Durante mis sesenta años de ejercicio de la profesión he actuado pocas veces como abogado penalista, pues el despacho que heredé de mi padre se centraba, sobre todo, en ser la asesoría jurídica de importantes empresas, entre las cuales estaba la compañía mercantil “Ybarrola, Depósitos de Aceite Combustible, S.A.”, pionera en la actividad del suministro de gasoil o dieseloil en nuestro puerto. “Ybarrola” cerró en 1988, vendiendo los terrenos donde se alzaban sus tanques, superficie ahora ocupada por el complejo residencial y comercial “Parques de Ceuta”. Como recuerdo de aquella importante empresa, queda en la Avenida de España ese bello edificio en el que estuvo su sede, proyectado por arquitectos ingleses y hoy ocupado por el Centro Asesor de la Mujer.
El pasado año, al recibir en el Salón del Trono del Ayuntamiento una condecoración de la Orden de San Raimundo de Peñafort, dije en mi intervención que, por fortuna, el ejercicio de la profesión me había ofrecido muchísimas más satisfacciones que disgustos. Pasó entonces por mi mente el recuerdo de una excepción a la anterior afirmación, relativo a cierto asunto de carácter penal que me encomendó “Ybarrola”, cuya resolución me satisfizo y, a la vez, me produjo una profunda desazón. Tan profunda que todavía perdura.
Fue un caso que llegó a tener repercusión en la prensa nacional y extranjera. Pocos meses antes del cierre de “Ybarrola”, atracó en nuestro puerto un buque de bandera de conveniencia, creo que panameña, procedente del puerto nigeriano de Lagos, en la costa oeste de África. Su armador era una sociedad de Nápoles, y su tripulación, incluido el Capitán, estaba compuesta esencialmente por italianos. Dicho buque entró para aprovisionarse de combustible suministrado por “Ybarrola”, y venía consignado a la misma empresa, que disponía también de un departamento de consignación de buques.
Nada hacía presagiar el tremendo problema que iba a derivarse de aquella escala, pero lo cierto es que, inmediatamente después del atraque, cuatro marineros bajaron a tierra para denunciar un hecho sumamente grave. Según manifestaron, durante la singladura de Lagos a Ceuta fueron descubiertos en el buque seis polizones de color, que el Capitán ordenó tirar al agua en alta mar, lo que sin duda ocasionó la muerte de todos ellos. Refrendados tales hechos por los denunciantes ante el Juzgado de Instrucción, el Juez, tras oír al denunciado, decretó su prisión sin fianza.
Fue entonces cuando “Ybarrola” me encomendó la defensa del Capitán, al haber solicitado la Compañía armadora del buque que se le proporcionase asistencia letrada. Mi primera entrevista con el imputado en la antigua Prisión de Los Rosales, hablando en una mezcla de italiano y español, me produjo una impresión muy desagradable sobre su personalidad. Era un hombre extremadamente frío, que no parecía tener conciencia de lo que se le podía estar viniendo encima y que ni negaba ni afirmaba los hechos que se le atribuían. Simplemente, callaba o respondía con evasivas.
Tras estudiar el caso, creí encontrar una argumentación de carácter jurídico capaz de conseguir la puesta en libertad del Capitán. Aunque en aquella época ya se hablaba sobre la llamada “justicia universal”, expuse ante el Juez la posible incompetencia territorial del Juzgado, por cuanto los hechos denunciados habrían acaecido, en su caso, muy lejos de los límites a los que pudiera alcanzar la competencia de un tribunal de Ceuta. A mi juicio, tal competencia correspondía al país de la bandera del buque.
Con base en aquellos razonamientos, y pienso que también porque Su Señoría tampoco estaba muy dispuesto a lidiar con aquel complicado caso, al día siguiente dictó un Auto de inhibición acordando la libertad del Capitán, con cuyo contenido se mostró conforme el Ministerio Fiscal. Una vez que dicho documento estuvo en mi poder, cogí el coche y, en compañía de una joven y guapa letrada, Clara Eugenia Torrens. que por aquel entonces hacia sus primeros pinitos como abogada en el bufete, fui a la Cárcel, hice entrega al Director del Auto y dí al Capitán la que para él debía ser una muy grata noticia, aunque la recibió con el mismo semblante gélido de un par de días antes. Salí con él de la prisión y lo llevé hasta la sede de “Ybarrola”, donde nos despedimos. No dio ni las gracias, aunque, eso sí, pude darme cuenta de que perdió un poquito de su característica frialdad cuando vio a Clara Eugenia. En ese aspecto no pudo dejar de ser italiano.
Profesionalmente resultó todo un éxito, motivo de satisfacción desde dicho punto de vista, pero personalmente me dolió que aquel individuo pudiese salir en libertad y retomar el mando del buque, del cual bajaron inmediatamente a tierra los marineros que habían presentado la denuncia, huyendo de la previsible venganza del susodicho Capitán, un personaje a quien, tras haberlo tratado, consideré muy capaz de ser el autor del terrible delito por el que había sido denunciado.
El buque, que ya había tomado combustible, zarpó rumbo a Italia, y aquellos marineros permanecieron en Ceuta unos días más, hasta que “Ybarrola”, solucionó los trámites necesarios para su repatriación. Después me visitó un periodista de cierto medio de ámbito nacional con el fin de entrevistarme sobre el caso. Reconozco ahora que estuve bastante lacónico en mis respuestas. El tema, en sí, no era de mi agrado.
He aquí, pues, una muestra real de cómo un abogado puede tener la satisfacción de ganar un caso y, a la vez, lamentar haberlo conseguido. La conciencia humana es así.
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