La presentación del último informe del Observatorio de la Sostenibilidad de Ceuta (OSCEME), centrado en esta ocasión a la evolución demográfica de nuestra ciudad, ha causado cierto revuelo en el seno de la opinión pública. Algunos representantes políticos, como el líder del PSOE, aprovechó una convocatoria con los medios de comunicación para salir al paso de las declaraciones que hicimos durante la rueda de prensa que dimos para dar a conocer el contenido del informe. Del igual modo, el Sr.Aróstegui, dedicó su columna de opinión semanal en este mismo medio para expresar su punto de vista respecto al informe y las conclusiones que adelantábamos. Ya a mediados de esta misma semana fuimos invitados por el Delegado del Gobierno para presentarle el borrador del estudio y departir con él respecto a nuestras interpretaciones y propuestas, gesto que agradecemos desde esta tribuna pública.
Al leer y escuchar las reacciones a las conclusiones preliminares del informe sobre la demografía de Ceuta hemos apreciado que hay conceptos que, o bien no hemos sabido explicar o bien requieren una explicación más extensa. La primera de estas ideas es la del establecimiento de un límite al crecimiento de la población. La resistencia a este tipo de limitaciones de tamaño y densidad se ha debido principalmente a dos hechos, como supo ver Lewis Mumford en su obra “La cultura de las ciudades”. La primera de las razones es “la suposición de que todos los cambios “hacia arriba” en magnitud eran signos del progreso y automáticamente buenos para los negocios”. La otra razón se basa en “la creencia de que esas limitaciones eran esencialmente arbitrarias, por el hecho de que proponían “reducir la oportunidad económica” –esto es, la oportunidad para hacer ganancias mediante la congestión- y detener el curso inevitable del cambio”. A tales supersticiones se añade una tercera: la idea de que este nivel óptimo y deseable en cuanto a densidad humana y urbana debe hacerse de manera inmediata y a costa de la salida precipitada de parte de la población “sobrante”.
Nunca se nos ha ocurrido plantear el evidente problema de la sobrepoblación en términos de “¿sobra o falta gente?”, como se preguntaba el Sr. Aróstegui, y mucho menos hablar de expulsión de nadie. La demografía no se presta a este tipo de simplificaciones absurdas. El aspecto demográfico de una determinada población, como puede ser Ceuta, no es una imagen fija. Cambia continuamente por un hecho tan evidente que hasta da cierto rubor tener que explicarlo: la gente nace, se desplaza y muere. Como dice un refrán español, “dentro de cien años, todos calvos”. Nosotros, los que ahora ocupamos este territorio, estamos de paso. Somos herederos de un pasado que nos acompaña siempre y, de algún modo, condiciona nuestro presente, ya que las decisiones que tomaron o dejaron de tomar nuestros antepasados fueron la causa de la Ceuta que nosotros tenemos que gestionar.
Pero lo más importante, no es tanto la herencia recibida, sino el uso que hagamos de ella y el futuro que seamos capaces de dibujar para las generaciones venideras. Un heredero irresponsable puede hacer lo que estamos haciendo nosotros: dilapidar el capital natural, social y cultural que nos han legado. Un capital tradicionalmente ignorado, maltratado y desatendido, en manos de unos gestores irresponsables que desde siempre no han sabido reconocer y aprovechar nuestro valioso patrimonio cultural y natural. Despilfarrar, como estamos haciendo, este capital sí es egoísmo, Sr. Carracao, pues sólo nos preocupa nuestro presente. Vimos como esos célebres personajes de Dickens, -esos avaros que estaban convencidos de que iban a vivir eternamente-, que no utilizaron su riqueza para forzar un nuevo modo de vivir, que dé a cada hombre y mujer nuevo valor y significado en sus actividades diarias.
Respecto a la cuantía del capital que aún nos queda nos invertir, es decir, las bolsas de suelo militar a las que se refería el Sr. Aróstegui en su artículo, coincidimos en su apreciación de que estos terrenos deberían ponerse a disposición de la ciudad. No obstante, conviene aclarar a la opinión pública, para que no se haga falsas ilusiones, que la mayor parte de las propiedades militares se localizan en zonas declaradas no urbanizables o protegidas por motivos medioambientales.
Los espacios con mayores posibilidades son precisamente aquellos que el Ministerio de Defensa ha solicitado a la Ciudad su recalificación para poder libres; entre demanda de infraestructuras y equipamiento y oferta disponible.
Nuestro llamamiento a establecer un límite poblacional no puede reducirse a la peregrina idea de marcar una cifra exacta y concreta, y una vez establecida determinar quienes sobran. Se trata, más bien, de tomar decisiones en el presente para anticiparnos a las negativas consecuencias que para el futuro de venderlos a un precio sustancioso. Nosotros no podemos estar de acuerdo con este proceder del estamento militar. Estos terrenos deben servir, no parar seguir incrementando la densificación urbana, sino para corregir los actuales desequilibrios que son observables en nuestra ciudad entre lo artificial y lo natural; entre espacio público y espacio privado; entre tamaño y población; entre campo o ciudad; entre superficie construida y espacios Ceuta supone ya, -y aumentará en el futuro-, la desorbitada densidad de población que soporta un territorio tan reducido como el nuestro. Igual que el crecimiento de la población ha sufrido una rápida aceleración desde el año 2004 hasta la actualidad, si se toman las decisiones correctas esta tendencia puede corregirse y marcar una línea descendente que nos acerque a niveles poblacionales acordes a nuestra capacidad de carga. De hecho, este punto de inflexión ha empezado a dibujarse en la gráfica de la evolución de la población. No sólo se ha frenado el crecimiento poblacional, sino que ha descendido algo el número de personas inscritas en el padrón municipal. Sin lugar a dudas, la iniciativa de la Delegación del Gobierno en Ceuta de combatir los empadronamientos ilegales tiene mucho que ver con el cambio de rumbo en el crecimiento demográfico.
Quizá el aspecto que más polémica ha suscitado de las conclusiones preliminares del estudio sobre demografía, redactado por la socióloga Soledad Giménez y coordinado por Septem Nostra, ha sido la referencia a las políticas sociales como un factor que podría explicar el incremento de los asentamientos en Ceuta. Como ya hemos indicado en anteriores ocasiones, y nos ratificamos de nuevo, cualquier intento de remediar la pobreza en una sola ciudad, según advierte Edward Glaeser, “puede muy bien salir por la culata y aumentar el nivel de pobreza de esa ciudad atrayendo a ella a más pobres”, sobre todo cuando esta ciudad, caso de Ceuta, se ubica en un entorno socioeconómico de extrema pobreza. ¿Insolidarios? No, realistas y responsables. ¿Es que alguien en su sano juicio puede pensar que una ciudad del tamaño de Ceuta puede resolver los problemas de pobreza de todo el norte de África?
El cortoplacismo, la ignorancia histórica y el localismo miope, impide a muchos darse cuenta de que los conflictos humanos planteados actualmente en nuestras ciudades, incluyendo claro está a Ceuta, se han ido prefigurando durante los últimos seis siglos de permanente violación de las más elementales normas de moral que ahora están amenazando la vida de este planeta. Un cambio moral que se inició en el siglo XIV, momento preciso en el que los siete pecados capitales se convirtieron en las siete virtudes cardinales. Los problemas a los que nos enfrentamos, como el de la pobreza, requieren para su solución que se reorienten los ideales últimos y los propósitos de toda nuestra civilización; y esto exige un cambio profundo en la mentalidad general.
Si queremos mantener la vida misma en movimiento, con la ayuda o sin la ayuda de las actuales instituciones políticas y económicas, debemos entender que la consumación de la vida no es posible excepto en el perpetuo crecimiento y renovación de la personalidad humana.
Tal y como comenta Lewis Mumford en la “condición del hombre”, las ciudades, la riqueza, el poder, las instituciones, la cultura, son todos instrumentos secundarios de este proceso de autodesarrollo. Si queremos establecer un criterio para discernir entre lo humanamente deseable y lo contraproducente, lo tenemos relativamente fácil: “lo que nutre la personalidad, la humaniza, la refina, la profundiza, la intensifica y amplia su campo de acción es bueno; todo lo que la limita o frustra, lo que la devuelve a la norma de la tribu y limita su capacidad de cooperación y comunicación humana debe ser tenido por malo”. Dicho esto, y volviendo al tema que nos ocupa, tendríamos que preguntarnos si nuestras actuales políticas sociales favorecen el crecimiento continuado de la personalidad humana. A lo mejor es posible mantener económicamente todo el complejo y costoso sistema de ayudas sociales y erradas políticas de inserción laboral como los planes de empleo, pero en términos humanos las consecuencias no han sido evaluadas hasta el momento.
Nadie se ha parado a pensar el daño que infringen estas políticas paternalistas en la calidad del sujeto, convirtiéndolos, como dice Félix Rodrigo Mora en su “Giro estatolátrico”, en seres “inútiles, pasivos, desmovilizados, dependientes, perezosos, irresponsables, insociables y aún más y mejor sometidos, lo que transforma en simple pedigüeños, a los que en otras condiciones, habrían sido dignos y temibles combatientes por la justicia y la libertad y hacer inmadura a la población adulta, pues quienes renuncian a vivir por sí mismos y desde sí mismos, delegando en las instituciones estatales, se hacen incapaces no sólo de hacer revoluciones sino ni siquiera de pensar en ellas porque la mentalidad y la practica de asistidos y tutelados tiende a anular lo sustantivo de la condición humana”. De igual modo, en el plano de la autoestima y la dignidad, para quienes aún mantenga intacta esta faceta de su personalidad, condenar a una persona desde la cuna hasta la tumba a ser un subsidiado no es un proyecto vital acorde a los principios humanos. En estas condiciones, el sujeto carece de la ayuda para oponerse a sus propias fuerzas internas de desintegración, advertía Mumford, “debían proporcionarles, pero no les proporcionan, ni la familia, ni la propiedad, ni el respeto profesional, ni un sueldo bien ganado, ni un hogar identificable como suyo”. La pregunta clave a la que deberíamos responder entre todos es si nuestra ciudad puede satisfacer estas condiciones básicas para la continuidad social y la integridad personal de una población desproporcionada a las dimensiones de su territorio.
Mientras tanto, no cabe duda, que tendremos que seguir ayudando a quien lo requiere, desde la lógica prudencia y sin perder de vista que nuestro objetivo debe ser la satisfacción y renovación de la persona humana, para que fructifique en una vida abundante, cada vez más significativa, cada vez más valiosa, cada vez más profundamente experimentada y más ampliamente compartida.
El nuestro no es un problema de ricos y pobres, de cristianos y musulmanes, es tan sólo un problema humano, cuya solución pasa por un cambio de dirección hacia la persona y la adecuación de nuestros planes de vida individuales a una sociedad universal, en la que el arte y la ciencia, la verdad y la belleza, enriquezcan a la sociedad.
Llevados a esta altura de comprensión, en la que, a la vista está, algunos parecen incapaces de llegar, y movidos por estos propósitos humanos, en el futuro se tendrán que hacer cambios en la ocupación o en la retirada de la población. Algunas zonas escasamente ocupadas se beneficiarán por el aumento de población, y otras, como el caso de Ceuta y otras ciudades densamente ocupadas, deberán reducir su carga población para que la vida vuelva a brotar mediante el cultivo sistemático, en vez de la extracción imprudente y destructora.
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