Quienes tenemos la suerte o la desgracia (táchese lo que no proceda) de no profesar religión alguna quizás hayamos asistido con un gramo más de perplejidad al campo de batalla dialéctico en el que ha mutado la ciudad en la última semana alrededor de esa paradójica jornada festiva que resultó que no era y su correspondiente epílogo, otra laborable que no lo parecía. Esta tierra te sacude por los hombros casi por inercia y te invita a alistarte en alguno de sus bandos por imperativo legal: cristiano o musulmán, izquierda o derecha, centro o periferia. Pese al pretendido escenario dicotómico, quiero pensar que no soy el único que sobrevive al día a día sin pisar iglesias, mezquitas, sinagogas y templos hindúes, ni el único bicho raro al que aún le chirría que por los cuarteles paseen curas castrenses, que desde Moncloa se sigan descolgando teléfonos para consultar con la Conferencia Episcopal la reforma del aborto o los matrimonios gays, que la asignatura de Religión vuelva a imponerse en el currículum escolar o que una asociación musulmana proponga en Lérida prohibir el paso a los perros de los invidentes en los autobuses o las calles porque son “animales impuros”. La religión sigue pesando, incluso quintales.
La Constitución nos reservaba carcajadas en algunos de sus recovecos. Recuérdese en tiempos de desahucios esa broma casi macabra de “todos los españoles tienen derecho a una vivienda”, o cítese a los casi seis millones de parados aquella otra proclama bienintencionada que reconoce a todo ciudadano un empleo y un salario digno. Como en esos dos casos, de otra de las tantas aristas de la Carta Magna pende el artículo que, sin citar el término de forma expresa, consagra a este país como aconfesional (ojo, no confundir con laico, el sistema que sí despoja al Estado de cualquier vínculo con las confesiones religiosas y las relega al ámbito privado en países tan dispares como Francia o Turquía). Que no tengamos, supuestamente, credo oficial no implica, como los hechos han aireado y evidenciado estos días, que la religión no siga permeando y condicionando de forma más o menos expresa el día a día. Tanto, que ha llegado a azotar el calendario en una cascada de despropósitos y de órdagos lingüísticos.
¿Debía reconocerse la fiesta de la Pascua del Sacrificio como festivo local? Parece que sí, máxime en una ciudad en la que la población de confesión musulmana ha alcanzado o supera la barrera psicológica del 50 por ciento. El debate debería estar cerrado porque fue fruto de un acuerdo plenario, aunque por el camino cayera el cadáver del Día de la Autonomía, que ahora inaugura septiembre sin pena ni gloria. Da la impresión de que también acertó la Ciudad con la elección de la fecha, tras elevar la consulta a la autoridad religiosa competente, contrastarla con el resto de países que profesan el mismo credo y cumplir con la normativa ministerial que obliga a aprobar el calendario laboral en los plazos legales. A partir de ahí, la decisión de que el martes festivo quedase huérfano de contenido y el miércoles, laborable, fuese en realidad la jornada que cobijase la celebración. Una pregunta, con todo el respeto y sin ánimo de chanzas: ¿de verdad en los tiempos que corren, en los que alguien puede predecir cuándo una sonda espacial aterrizará en Marte, es imposible determinar la posición de la Luna con meses de antelación? A la respuesta de no se puede replicó la caja de los truenos y, a partir de ahí, la religión se contaminó de argumentos económicos (¡tremenda combinación!) y salió a relucir la acusación de “racistas”, el epíteto más regateado y esquivado en la historia de esta ciudad. La última sugerencia del Ejecutivo local, anunciada ayer, de sondear a la Administración central sobre la posibilidad de que Ceuta y Melilla aguarden hasta el último suspiro para colar con calzador la fiesta en el calendario evitando estos desfases solventaría el problema, pero en Madrid igual chirría.
La propuesta no tendrá muchos adeptos, pero igual la solución no es incorporar más fiestas musulmanas al calendario sino intentar despojarlo de toda fiesta religiosa . Aunque, ¡oh!, esto es España, el estado aconfesional en el que quienes no oramos puede que no tengamos derecho ni a opinar.
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