Han aparecido en los bajos de un edificio en construcción unos cuantos romanos muertos. No es la primera vez -ni será la última- en una ciudad como Cádiz con las entrañas podridas de Historia y los dientes mellados de olvido.
No será la última que se nos aparezcan los muertos revenidos para sacarnos los colores de nuestra memoria quebradiza, porque somos tierra y polvo condenados a la miseria. El problema no es el final ni que los romanos no tuvieran ajuar, ni lápida, ni tumba. Ese no es el problema, sino la paradoja.
Porque la igualdad se impone, todos nos deshacemos como escarcha en agosto. Nos integramos al mundo aunque nos hayamos sentido superiores y nacido en diferente cuna. Igual nos mecen las manos del tiempo que solo entiende de taras, de lacras y de difuntos.
Ya les digo que no es el quién sino el cómo de lo que hacemos con nuestra vida. En qué camión perdemos la esperanza, cuánto apostamos para hacer realidad los sueños o por qué morimos tan despacio cuando tan poco nos resta. Los geriátricos son aviaderos de cuerpos enlatados como galletas en caja muy bonita.
Preparados para no ir a ninguna parte, sino expuestos por si alguien se acerca a echarles un vistazo. Nadie se preocupa de ellos-nadie- ni siquiera los deudos porque nos hacemos terriblemente viejos a cada paso que damos y nuestro intelecto- en el caso de que lo hubiera- está puesto al servicio de nuestros propios intereses.
Cuando -los que ahora aun mecemos canas disfrazadas- seamos tan ancianos que nos cuelguen los deseos, veremos una caza despiadada del anciano por parte de un Estado agotado de recursos y con gente que verá los cien años como algo cotidiano.
Las pensiones que ahora reclaman los yayoflautas no nos llegarán ni para encender una cerilla y la Sanidad no nos cubrirá nada. Espero que para entonces la Ley de Muerte Digna sea un hecho y no nos obliguen a derretirnos lentamente en una silla de hule con los pañales plenos de eyecciones.
Balamos porque queremos olvidarnos que nos quemamos en este oxigeno que nos derrite las neuronas a las que tan poco uso damos, aficionándonos a la ninguneidad, el embotamiento de ideas y el populismo.
Viajamos por redes infinitas de estupidez para no encontrarnos solos porque el amor, ese ingrato esquivo, nos dejó abandonados cuando más lo necesitábamos.
Puede que muramos solos porque nacemos solos aun con hermanos mellizos, solos en el devenir de los tiempos, solos para azorarnos con la existencia. Y sin embargo, ahí estaba esperándonos ese Amor que llevábamos impreso en alguna célula misteriosa que nos hizo creernos inmortales.
Porque nos hacía soñar, esperar y confiar, inmersos en un triángulo maldito de falsedades para corazones crédulos.
Los romanos muertos nos devuelven a la realidad… A los dolores de cabeza, a las dentelladas de los amigos, a la falsa verdad, a vivir sin ganas, a los madrugones seguidos de insomnios y a sabernos humanos cuando solo lo somos en cuanto a la mortalidad y la esperanza de vida.
Hemos vapuleado todo lo que los Antiguos hicieron para convertirnos en huesos de sepelio traspasados a una sala oscura donde nos estudiarán y catalogarán, fijándose por la pelvis si éramos uno u otra, mayor o novicia.
No hay galas en esos cuerpos rescatados del sílice de la arena que los ha conservado, ni galones, ni togas enrojecidas, ni sandalias encordadas, ni risas, ni llantos, ni caricias.
Quedaron atrás tan secos todos como la brisa del mar en poniente batiéndose contra la marea. Mientras los rosales silvestres exhalan ese aroma que confunde a los humanos haciéndolos creer que una vez fueron dioses porque amaron y los amaron sin medida.
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