Categorías: Opinión

Treinta kilos

A mí no me da vergüenza lo de Lampedusa, me da rencor, me da, furia. Dicen que han muerto muchos niños, pero cuando esos niños se hacen mayores y mueren de hambre, en nuestro país, desfallecidos, no nos da nada. Las vallas son saltadas y los barcos desguazados y en pie, no llegan a costa y el mar traga, fagocita y vuelve a tragar, cuerpos de desgraciados que no tienen edad, ni sexo, sólo extranjería.                                                                                                                                  
Se nos llena la boca de mentiras hipócritas, porque Francisco ha dicho “vergogna” y todos medimos las palabras e inclinamos la columna en señal de respeto, pero en realidad, nos importa un pito, lo que queda más allá de nuestras fronteras. La verdad sólo son lágrimas de voluntarios, de gente que se parte el alma para estar, para consolar y no juzgar, porque otros se llenan los carrillos de aire y defecan diciendo que los que ayudan o ejercen solidaridad, son unos desarrapados.                                                 
La realidad aplasta, pero sólo cuando nos da una bofetada en la cara, porque está muy bien ayudar, cada uno en su casita y mirando para atrás, pero si te estalla la bomba humana en el patio delantero de tu casa, si los cuerpos de los proscritos se te cuelan , no lo puedes, ya , definitivamente, ignorar.                                                                                          
No importa lo que hayan dicho, no importa la vergüenza que les dará, porque no harán nada. Yo no haré nada, más que protestar y después me iré con los míos y usted pasará hoja y se irá y todos nos iremos y hasta que no tengamos que saltar una valla, hasta que no tengamos que coger un barco que se quema, desvencijado sobre nuestras llamas, no nos vamos a enterar.
Porque la empatía es mal de muy pocos, nunca jamás de los que podrían hacer tanto por los demás. Pasará Lampedusa y se olvidará, pasará el polaco de treinta kilos, muerto en plena juventud, de hambre, y se olvidará, porque no existen rabitos de pasa de tal tamaño que nos haga , como seres humanos, recordar, que una vez todos fuimos del mismo clan.                                                                                                                                  
No me da vergüenza el dolor, la tragedia, la pérdida. Me da asco, el desguace humano por el ansia de dinero, por las desmedidas tragaderas de algunos y  me da rencor, me da rabia, porque se mueren, porque pasan hambre, mientras se redondean mis caderas y encima me quejo, porque nada me hace adelgazar. Es miserable que haya tanta penuria, que pasando fronteras de donde se supone está la civilización, se encuentre la muerte , la desesperación y la locura. Es miserable venir al paraíso a palmarla, a tragarte tu propio estómago vacío y después expirar.                                                                                                                                
Hay una brecha, una grieta que puede mandarlo todo a hacer puñetas, para vomitarnos la ira en mitad de nuestra plácida vida, sólo que no queremos darnos cuenta, no queremos verlo, porque es mejor atontarnos con películas de humor o de zombies o de tronos imaginarios, donde la sangre enlatada que sale de cuellos cortados, sabe a salsa de tomate, hasta homologada.
Hemos perdido el norte, porque no miramos al sur, no queremos mirar , porque no queremos ver los bultos que no son más que personas amontonadas en bolsas negras , para contener el hedor a putrefacción. No queremos ver  a un polaco de 23 años y 30 kilos, muerto por inanición.
Nos pudrimos como sociedad, como género que no respeta la vida humana, porque no le importa un pimiento. Nos jode que un indigente venga a nuestro salón a morir, metiéndose en nuestra holgura, con su desfachatez y falta de tacto. Por eso, lo tapamos rápido y corremos a otra parte, no sea que nos vaya a contagiar algo, por ejemplo la solidaridad, maldita palabra que se cuela como el sarro entre los dientes, aflojándote la mente y transmutando unos míseros céntimos, de tu abultado bolsillo,  en algún kilo de arroz , harina o café, para estómagos esquilmados y ajenos.

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