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Tratamientos para enfermedades sociales

Es curioso cómo uno puede encontrar una perspectiva novedosa sobre un determinado asunto en el sitio más insospechado. Esto me ha sucedido con el libro La arquitectura de la comunidad de León Krier. El propio título ya indica que se trata de una obra sobre arquitectura, enfocada eso sí, hacia la reivindicación de los sistemas de construcción clásicos y la aplicación de los principios de la ecología al urbanismo. El hallazgo al que me refiero tiene que ver con una de las principales preocupaciones en nuestro país y en nuestra ciudad: el desempleo. Muchas vueltas se le ha dado a este asunto y no conseguimos hallar una solución al problema del paro. Posiblemente, porque, como hemos comentado en anteriores ocasiones, la enfermedad social del desempleo se ha cronificado y ahora sólo cabe un tratamiento paliativo basado en políticas sociales que tienen como principal efecto secundario convertir a las personas, como dice Krier, “en masas dependientes, pasivas y deprimidas”.
Según la dolencia del desempleo se agrava –generando malestar social, crispación, resentimiento y desesperanza– nuestros médicos sociales (políticos, agentes sociales, burocracia, etcétera), ante la falta de tratamientos alternativos, aumentan la dosis de la medicina tradicional, es decir, más ayudas económicas para mantener al paciente en un aparente estado estacionario. De esta manera incrementan los efectos secundarios y los pacientes –que no dejan de aumentar en número, vislumbrando que estamos ante una epidemia– caen en un estado de abatimiento que los convierte en seres dependientes, carentes de autonomía personal. Abandonar al paciente sería inhumano, pero mantenerlo en este estado es condenarlo a una muerte lenta y dolorosa. Es urgente, por tanto, hacer un diagnóstico más preciso de la enfermedad e identificar las causas que la han provocado.
En esto que llega un profesional que aparentemente nada tiene que ver con la tradicional “medicina social”, el arquitecto León Krier, y nos dice que “el problema del desempleo masivo es un problema de la ideología industrial, de sus obsoletas ambiciones políticas, morales y trascendentales”. Ante la cara de estupefacción del gabinete médico, narra con más detalle su diagnóstico y señala con precisión que el origen de la enfermedad se encuentra en el modelo educativo imperante. Así lo explica: “…los objetivos de las políticas nacionales de educación –que siguen todavía preocupándose esencialmente de la educación intelectual y científica al servicio de una utopía industrial global– necesitan una revisión. Ni el Estado ni la industria proporcionarán en el futuro puestos de trabajo suficientes para emplear a las masas totalmente dependientes, desorientadas y confundidas, lanzadas al mercado laboral después de quince años de escolaridad general obligatoria, teórica y poco práctica. Idealmente, el objetivo de la escolaridad debería ser formar personas independientes y confiadas en su talento y sus vocaciones individuales en lugar de transformarlas en masas dependientes, pasivas y deprimidas”.   
La utopía industrial global a la que hace alusión Krier se basa en la idea de que el éxito personal y profesional sólo es posible si todos los alumnos completan los estudios reglados, cuando, como señala Krier, “muy pocas personas están intelectualmente dotadas para el tipo de educación teórica y epistemológica que ahora se derrama sobre las masas”. ¿Quiere decir con esto que sólo una minoría debería estudiar? De ninguna manera. Su apuesta es por la preparación y el aprendizaje de artes manuales y conocimientos prácticos que son, desde su punto de vista, “la manera natural de despertar las dotes únicas y personales de la mayoría de las personas”, además de entrenar la mente y el cuerpo.
Nuestro vigente sistema económico y educativo, al suprimir el conocimiento de las técnicas artesanales, ha provocado “un empobrecimiento catastrófico de la capacidad humana para la independencia y la libertad”. Estas capacidades van a ser imprescindibles en un futuro que tenemos ante nuestros ojos, aunque no seamos capaces de apreciarlo con nitidez. Un mundo sin petróleo barato; con el sistema económico capitalista quebrado ante la imposibilidad de mantener los permanentes ritmos de crecimiento de los que depende su propia subsistencia; con dificultades para el acceso a recursos básicos como el agua y los alimentos de primera necesidad; con la amenaza de las consecuencias del cambio climático; con migraciones masivas desde los países pobres a los ricos; con la imposibilidad  de mantener esta compleja red de distribución de bienes y servicios; con los terrenos más fértiles arrasados o aplastados bajo millones de toneladas de cemento y hormigón; con el agravamiento constante de las desigualdades sociales y económicas; con el aumento de la frustración, la desesperación, el resentimiento y el deseo de venganza alimentado por partidos políticos populistas y demagógicos; en definitiva, un mundo postpetróleo con un brusco descenso en nuestras expectativas individuales y colectivas de disfrutar de un vida digna, plena y significativa.   
A lo largo de la historia muchas civilizaciones que se creyeron inexpugnables colapsaron y desaparecieron. El lema que dominó a sociedades decadentes como la romana fue “sálvese quién pueda”. Las clases superiores descuidaron sus obligaciones públicas y las ciudades se convirtieron en fortalezas sobreedificadas. Los primeros en abandonarlas fueron los miembros de la aristocracia que, conscientes de la inviabilidad de su civilización, se retiraron a sus villae campestres y autosuficientes, a los que siguieron el resto de los ciudadanos. A partir de estas villas rurales se crearon pequeños núcleos urbanos, dedicados a la agricultura y la ganadería. La creación de estas pequeñas ciudades fue posible porque las gentes de aquellos tiempos, que hoy consideramos superados, contaban con un profundo conocimiento práctico artesanal en materias básicas para la supervivencia como el cultivo, la crianza de animales, la fabricación de útiles o la construcción de edificios. Este conjunto de saberes fundamentales para la vida van a ser vitales en el mundo que se nos avecina. Muchas de las cosas a las que nos hemos acostumbrado que hagan otros en nuestro nombre vamos a tener que hacerlas con nuestras propias manos, aplicando métodos artesanos tradicionales de producción.
En la obligada transición hacia el mundo postpetróleo, la recuperación y vitalización del “saber hacer” representa una considerable fuente de empleo y, sobre todo, de trabajo por cuenta propia. Esta promoción de la industria artesanal hay que enmarcarla en un proceso general de transformación de la sociedad y del propio ser humano. Nuestro objetivo tiene que ser garantizar a todos los seres humanos una eupsiquía (vida buena) sustentada, a su vez, en una eutopía (buen lugar), una eubiótica (buena salud física y psíquica) y una eupolítica (buena política). Esta última, como comenta Krier, “no se construirá sobre demagogia o promesas vacías a las masas desesperadas, sino impulsadas por individuos con carácter e iniciativa, pues el valor de una sociedad depende enteramente del valor de sus ciudadanos”. Unos ciudadanos que tengan como ideales supremos “la independencia personal, la individualidad y la responsabilidad” y que aspiren a un trabajo que les procure “satisfacción, identidad y autonomía a todos los niveles de talento e inteligencia”.
El tratamiento “médico” actual de las enfermedades sociales salva de manera momentánea a los pacientes, pero les provoca agresivos brotes de pasividad, anomia, abulia, frustración contenida, desmoronamiento moral, uniformidad, conformismo, inmadurez, infantilismo y parasitismo. Todos estos efectos secundarios que figuran en el prospecto –en letra pequeña– han sido descritos y denunciados por autores como John Ruskin, William Morris, Thomas Carlyle, Patrick Geddes, Lewis Mumford, Cornelius Castoriadis, Hannan Arendt, Alberto Moravia, Albert Camus o Peter  Sloterdijk, entre muchos otros.  Frente a los remedios tradicionales, estos pensadores basaron su tratamiento en la revisión de nuestras ideas y valores y en la reorganización de la personalidad en torno a sus necesidades superiores y más importantes. Apostaron por el crecimiento continuado de la personalidad humana que diera lugar a hombres y mujeres equilibrados, dotados de capacidad de autocrítica, autocontrol y autonomía, personas orgánicas, con sentido de la totalidad, carácter universalista y dispuestos a vivir una existencia plena y significativa.

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