Opinión

Tratado hispano-marroquí de paz y comercio de 1767

Refiere Jorge Loreiro Souto que, el primer paso hacia la normalización de las relaciones hispano-marroquíes se dio con la firma del Tratado de Paz y Comercio de 1767, el primero entre ambos reinos. Y es que, poco después del asedio de Ceuta de 1757 falleció el sultán Abdellah IV, tras lo cual se inició una nueva etapa de las relaciones hispano-marroquíes en la que las plazas africanas disfrutaron de una relativa tranquilidad, aunque continuarían siendo hostigadas por los cabileños de sus alrededores. En aquellos años, se dio la feliz coincidencia de que los monarcas de ambos países eran partidarios de mejorar sus relaciones, de manera que la ascensión al poder del sultán Mohamed Ben Abdellah ⎯Mohamed III⎯ en 1757 y la coronación de Carlos III dos años después inauguraron un período de acercamiento inédito, pues ambos soberanos estaban decididos a modernizar sus atrasados países y fueron capaces de comprender que sus intereses comunes eran más importantes que sus diferencias. Además, también tuvieron el valor necesario para hacer frente al fanatismo religioso y a la xenofobia, muy comunes en ambos bandos en aquellos tiempos. El monarca español era consciente de la necesidad de poner fin de una vez para siempre al largo enfrentamiento con los musulmanes del otro lado del Estrecho, sustituyendo una relación hostil por otra más acorde con los principios de la Ilustración, pues el racionalismo ilustrado y reformista que animaba a su Gobierno le obligaba a replantearse la política mediterránea que se había seguido hasta entonces porque había ocasionado una importante sangría económica y humana al reino, de forma que comenzó a arraigar la idea de que la paz con Marruecos tan solo reportaría beneficios. En consonancia con aquellas ideas, Carlos III reconocería poco tiempo después en las instrucciones que impartió a Jorge Juan antes de que partiera su embajada que la guerra con Marruecos tan solo acarreaba daños, lamentando la interrupción del comercio, la pérdida de la gente y de los barcos apresados por los corsarios, el pago de sus rescates, la inversión en armamentos y la creciente deserción entre las guarniciones de los presidios. Y es que, existe un principio económico en derecho internacional que dice que, dos países en los que uno de ellos sea excedentario de bienes de una determinada clase de la que el otro sea deficitario y, viceversa, pues está más que claro que ambos salen ganando, si entre ellos intercambian, bienes, derechos o servicios y el país deficitario, respectivamente, según uno y otro necesite comprar lo que al otro le sobra y tenga que vender. Por eso, a veces pienso que, si España y Marruecos, en lugar de encauzar sus relaciones políticas y económicas teñidas la mayoría de las veces de mutuos recelos, hostilidad y determinado nivel de beligerancia; y, por el contrario, las basaran más en relaciones amistosas de colaboración, cooperación y buena vecindad, desterrando para siempre el casi permanente grado de encono, resentimiento, confrontación que respecto de España suele Marruecos mantener, no cabe duda que ello resultaría ser muy beneficioso para ambos países. Lo que desde luego no se puede hacer es la última reacción de Marruecos del pasado 2 de febrero (ahí están el intento de invasión por la frontera del Tarajal del pasado 2 de febrero con 12000 menores marroquíes no acompañados, o el hecho de sistemáticamente no reconocer la existencia de sus fronteras con Ceuta y Melilla, que es toda una flagrante obviedad innegable, o el falso complejo marroquí de padecer la “ocupación” de que falazmente siempre se queja, etc.), sólo por no reconocer la  realidad que la historia ya determinó hace más de seis siglos, pues sinceramente creo que, si tales pequeñas rencillas se corrigieran, otra cosa distinta y sumamente beneficiosa e importante podría ser para ambas partes. Pero, además, entonces, Carlos III también era consciente del aumento de la competencia comercial y de la influencia política de otras potencias europeas en la región de Berbería (nombre antiguo de cuando los bereberes gobernaban el actual Marruecos), pues mientras España sacrificaba vidas y disipaba su menguada Hacienda en una guerra carente de sentido, otros Estados, como Gran Bretaña, Francia o Dinamarca, establecían consulados y cultivaban sus intereses comerciales con los países del Magreb. Además, la ocupación británica de Gibraltar y el aumento de la influencia de Gran Bretaña sobre Marruecos podrían poner en peligro la supremacía española sobre el Estrecho. En definitiva, la paz permitiría a España y a Marruecos mejorar sus respectivas Haciendas y ayudaría a ambos países a satisfacer sus intereses estratégicos en el Mediterráneo occidental de mejor forma que la guerra. La iniciativa de entablar conversaciones diplomáticas la tomó entonces Mohamed Ben Abdellah, quien remitió a Carlos III a través del gobernador de Ceuta una carta fechada el 22 de chagual de 1178 ⎯14 de abril de 1765⎯ en la que le proponía el establecimiento de relaciones entre ambos países. En un primer momento, Carlos III envió a fray Bartolomé Girón de la Concepción, quien anteriormente había desempeñado el cargo de prefecto apostólico de las Misiones de Marruecos, a que se cerciorara de las verdaderas intenciones del sultán. Girón partió de Cádiz en noviembre de 1765 y regresaría seis meses después acompañado por el secretario de Mohamed Ben Abdellah, Hamed el Gazel, en calidad de embajador plenipotenciario, dos parientes cercanos del sultán y otros dignatarios menores, quienes desembarcaron en Algeciras el 29 de mayo de 1766 para dirigirse seguidamente a Madrid. Mohamed Ben Abdellah había encomendado a Hamed el Gazel que concertara una tregua de larga duración o una paz perpetua con España, encargándole, secretamente, también en Madrid, 30 de diciembre de 1766. A.H.N., que hiciera todo lo que fuera posible para promover que se firmaran tratados de amistad y comercio entre España y las Regencias de Argelia y de Trípoli porque consideraba que un tratado de paz entre España y Marruecos no podría ser duradero mientras argelinos y españoles mantuvieran su hostilidad. Carlos III recibiría a Hamed el Gazel el 21 de agosto de aquel año acompañado por sus ministros y consejeros más destacados ⎯con la excepción del confesor real, el padre Osma, porque éste se oponía a tales muestras de condescendencia con un sarraceno⎯, tras lo cual se negociarían los principales artículos de un tratado de paz en unas conversaciones que finalizarían el 25 de septiembre de 1766, fecha en que el marqués de Grimaldi rubricó la traducción de las primeras instrucciones que portaba Hamed el Gazel, quien iniciaría el regreso a su país el 4 de octubre siguiente después de haberse acordado que la Corona enviaría un embajador a Marruecos para ultimar el acuerdo, iniciativa más acorde con los usos y costumbres del sultanato. El 10 de noviembre, Carlos III nombró embajador plenipotenciario ⎯sin sueldo⎯ al célebre Jorge Juan y Santacilia, a quien encomendó que levantara en secreto los planos de las alcazabas y de los fuertes que visitara en su camino, y sería acompañado por Tomás Bremond en calidad de secretario, quien permanecería en el país desempeñando el cargo de cónsul general de España una vez que hubiera regresado aquella embajada. Finalmente, el embajador marroquí llegó a Cádiz el 20 de enero de 1767, donde se reunió con Jorge Juan después de que Carlos III hubiera dispuesto que se condujeran a aquella ciudad cautivos marroquíes y argelinos a los que concedería la libertad como muestra de buena voluntad y le acompañarían en su viaje de regreso, gesto al que el sultán correspondería solicitando a la Regencia argelina la liberación de los españoles que mantenía cautivos. El 16 de febrero siguiente, la comitiva zarpó hacia Tetuán para dirigirse desde allí a Marrakech, donde Mohamed Ben Abdellah recibiría a Jorge Juan el 16 de mayo, tras lo cual se inició una negociación en la que se abordaron algunas cuestiones que habían quedado pendientes, como el importe de los derechos de importación y exportación, la demarcación de los límites de las plazas españolas o la determinación del lugar en que había estado ubicada la antigua factoría de Santa Cruz de la Mar Pequeña ⎯asunto relacionado con la protección de los pescadores canarios, frecuentemente atacados por los habitantes de la costa del Sahara⎯. Por último, aquellas conversaciones culminaron el 28 de mayo de 1767 con la firma del primer tratado de paz y comercio entre ambas naciones, que instituyó una paz firme 210 y perpetua por mar y por tierra con la más recíproca y verdadera amistad entre los dos soberanos y sus vasallos respectivos y también abordó otros asuntos, como la situación de los desertores —figura tradicionalmente ligada a las plazas africanas—, quienes deberían ser devueltos a sus patrias a no ser que mudaran de religión, y reconoció la libertad a los cristianos, musulmanes y renegados de ambos bandos que se consiguieran refugiar en los presidios españoles o en los buques de guerra de cualquiera de ambas potencias. Si bien se planteó al sultán la cuestión de la ampliación de los términos territoriales de las plazas africanas ⎯asunto que cada vez cobraría mayor importancia y no tardaría en provocar nuevos conflictos⎯, éste la rechazó argumentando que lo prohibía su ley y todos sus predecesores habían jurado que no alterarían sus términos, aunque accedió a que se realizara la demarcación de los límites de Ceuta y comisionó al alcaide de Tetuán, Acher, para realizar su deslinde junto a un plenipotenciario designado por Carlos III. No obstante, los marroquíes obstaculizarían su demarcación a pesar de aquel compromiso, y aunque el ingeniero militar Luis Huet incluso llegaría al extremo de intentar sobornar al alcaide Acher, todos sus esfuerzos por efectuar la demarcación y situar mojones en los límites serían vanos. Por otra parte, el tratado de paz y comercio pondría fin a la indefensión jurídica que habían padecido hasta entonces aquellos que se aventuraban a ejercer el comercio entre ambos países y regularía las pautas que deberían seguir las relaciones mercantiles a partir de su firma. Su artículo quinto garantizó la libertad de comercio y navegación, el sexto fijó los gravámenes a que estarían sujetas las transacciones y el séptimo autorizó la apertura de agencias consulares en los puertos que registraran mayor volumen de intercambios comerciales, lo cual tendría como resultado que el incipiente comercio irregular que se había iniciado poco antes de que se hubiera firmado aquel tratado en virtud de la mejora de las relaciones se incrementara considerablemente cuando éste entró en vigor, estableciéndose un intenso tráfico comercial entre el sur de la Península y los puertos de Larache, Tánger y Tetuán ⎯este último, en la desembocadura del río Martín, también mantenía intercambios con Ceuta⎯. Además, España abrió oficinas consulares en aquellos puertos; la de Larache, dirigida por Tomás Bremond, tendría categoría de consulado, siendo las de Tetuán y Tánger viceconsulados. De esta forma, el tratado de paz y comercio de 1767 marcó un punto de inflexión en la historia de las relaciones hispano-marroquíes, pues tras siglos de conflictos y 50 Tratado de paz y comercio entre España y Marruecos, 28 de mayo de 1767  hostilidad, las naciones de ambas riberas del Estrecho comenzaron a disfrutar de los beneficios de la paz e incluso pareció que su enfrentamiento había terminado, no obstante, aquel gran avance diplomático sería efímero y el tratado estaría poco tiempo en vigor porque la cuestión de las plazas españolas del norte de África pronto desencadenó una nueva guerra. Pero, a pesar de todo, el tratado de 1767 abrió una nueva etapa de paz en las relaciones entre ambos países durante la cual el conflicto abierto se sustituyó por una serie de paces inestables, jalonadas periódicamente por conflictos relacionados con aquellas plazas.

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