El tatuaje de uno de los carniceros del Cash García le cubre todo el antebrazo. Me llevó un kilo de costillas, otro de filetes de cerdo y 3/4 de mezcla de pollo, el darme cuenta de que el motivo era Liz Taylor en “Cleopatra”. El primer kilo de carne pensé que era una Virgen coronada, pero me equivocaba porque atisbando por el rabillo del ojo pude observar como un castillete de corona que me iluminó las neuronas que quizás ya estén acosadas por el puto del Alzheimer. No era un castillete finalmente, sino el tocado que representaba al Alto y Bajo Egipto en la cabeza de su Faraona. Fueron los ojos de la Taylor los que me dieron la solución definitiva. Esos que hicieron temblar corazones y enamoraron a toda una generación. Al carnicero, no. Él me contó que quien lo ponía era la Cleopatra original, la hija de Filipo, la amante de Julio y Marco Antonio.
Qué mundo más complicado el de los que se tatúan para toda la vida hasta que el láser pueda poner claridad a tanta tinta inyectada.
Por un instante, pensé en preguntarle al carnicero si le gustaban las mujeres inteligentes, porque las dos lo eran. Cleopatra y la Taylor. Pero cejé en el empeño viéndolo tontear con las chicas que reponían, entre mucha mirada con picardía, monosílabos y risitas de secundaria. A muy pocos les gustan las inteligentes y guapas. A muchos menos las se buscan la vida a pesar de sus circunstancias. Ellas se la buscaron. Y no les fue nada fácil, pero aun así pervivieron en la Historia para ser lienzo del propósito estético de un joven carnicero.
No me gustan los tatuajes, ni su perpetuidad, ni su colorido, ni que se te claven por dentro. Ya he llevado demasiado tiempo mi dolor tatuado en el alma para que quiera reconcomerme más. Además que de todo me aburro. Más de algo que tendría que ver a cada rato. Mi cuerpo cambia conmigo. Mi cara, mis manos, mis piernas, mis ojos. Hasta los lunares que la Doctora Moreno vigila con un aparato que me recuerda a los inventos del Inspector Gagdet.
Las arrugas van formándose sobre mí como las olas en el río San Pedro tras la entrada del Levante en sus arenosas orillas. Todo es cambiante y rutinario al mismo tiempo, todo muta para ser igual. Los tatuajes no. Sólo se destiñen, devaluándose como vulgar moneda al uso.
Los puristas troquelamos con el tiempo nuestro valor esencial. Pagamos en carne, en esperanzas y suspiros hasta que no nos queda más que un aliento, que también le damos.
No quiero tatuarme, ni que me tatúen con pena dolida por mi falta en esta tierra, para que si enferma el portador y necesita una transfusión, me claven en una pupila tintada, la cánula de la jeringuilla, entuertándome tras mi muerte.
No quiero pasar a la Historia, sino resbalar como las mareas, sin sobresalto de garzas que pescan a pie de orilla incautos pececillos. Formar parte de esas olas que se balancean lascivas al compás del viento sabedoras que no son más que mensajeras del tiempo y cómplices de las mareas.
Quién fuera Toruño sin visitantes ignorantes de cauces mareales, aves migratorias, dunas y quejigos. Quién como el mar, Dios que deriva, descomponiéndose en mil esencias a cada cual más vital que la anterior. Quién dragón verde de mis visiones para zambullirme contigo. Quién joven carnicero que ríe sin pensar, porque piensa que Cleopatra era hermosa y joven en una tintada ventral de su vigoroso antebrazo.
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