Categorías: Sociedad

Tigre y cagón

Ang Lee es uno de los camaleones más arriesgados del cine actual, y podemos apreciar las pruebas de ello revisando su variopinta filmografía. Es capaz de trazar con cuidado Sentido y sensiblidad como si fuera un autor británico para pasarse a los archifamosos cowboys de Brokeback Mountain o deslumbrar al personal con Tigre y dragón, pasando por las andanzas de Hulk a torta limpia. En esta ocasión se pone a los mandos de una suculenta marcianada con apellido de fábula y aires (más que aires, tufillos) altamente espirituales que parecen sacados de algún libro de autoayuda cuyo autor me reservo para no herir susceptibilidades. Como explicación consistente del uso de la palabra marcianada, aclaremos que el argumento gira en torno a un muchacho hindú que se hace llamar Pi, diminutivo de un nombre aún peor, que por culpa de un destino muy, muy, pero que muy caprichoso, acaba tras un naufragio solo en un bote y a la deriva; bueno, solo del todo no, ya que también cuenta con la inestimable compañía de un tigre de Bengala (imaginen el mal trago del pobre chaval) que le hará apreciar su vida en más de un sentido de la palabra. Eso sí, también hay que añadir que se trata de la adaptación de la obra literaria del extraterrestre Yann Martel, y no todo el mérito onírico es cosa de Lee.
Suraj Sharma es el acertado protagonista absoluto elegido para la obra, un primerizo en esto de la interpretación que (puede que en parte por eso mismo) desborda naturalidad y provoca automáticamente que empatices con sus (¿des?)venturas.
Visualmente, no sólo por lo que aporta el 3D a la cinta, es mucho más que impecable, envolvente, toda una experiencia para los sentidos, y ello se solapa con una historia amable y algo desconcertante al metafórico final que puede llevarnos igualmente a la reflexión o a la duda de si hemos visto realmente lo que nuestros ojos han asimilado o si en realidad la cosa tiene truco.
Se podría tomar esta cita con el cine vistoso y fluido como una lección de vida, una oda al optimismo, incluso como un canto a la riqueza interior del ser humano cuando realmente conecta con otro ser o sencillamente se ve empujado al límite y sólo entonces reconoce las verdaderas cosas importantes. Reconozco que todo ello puede encontrarse entre las líneas rectas del buen hacer fílmico y una puesta en escena a la que sería ridículo ponerle alguna pega. Lo único que a quien suscribe hace torcer el gesto, pese a rendirse a la evidencia de una experiencia satisfactoria, es la poca afinidad con aquello que te empuja a pensar lo que el autor quiere, por mucho que un tramposo final abierto parezca guiarte a que saques tus propias conclusiones.
Cuestión de gustos y también de principios…

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