Opinión

Tiempo de gorrinos

La literatura de viajes, aquella en la que el autor recorre a pie un territorio, transcribe los diálogos mantenidos con los paisanos que se encuentra, describe el paisaje y nos da sus impresiones, es un género actualmente no muy cultivado; aunque, de un tiempo a esta parte, tal vez debido al interés suscitado por el mundo rural, parece ser que ha vuelto a resurgir. Entre los últimos títulos de esta literatura viajera -dejo aparte la exitosa La España vacía, de Sergio del Molino, y Expaña, de Daniel Pinilla, ya que solo considero en este artículo los llamados por Ortega “libros de andar y ver”, o sea, aquellos en los que el autor hace todo o la mayor parte del recorrido andando- pueden contarse: El río del olvido, de Julio Llamazares; En el país de los cucutes, de Javier Arruga; Mesta 95. Diario de un viaje trashumante, de Eduardo Saiz Alonso; El Ebro. Viaje por el camino del agua, de Pedro Cases, etcétera, etcétera.
Con todo, la obra canónica de este tipo de escritos -al menos en nuestra literatura de posguerra- es, sin lugar a dudas, Viaje a la Alcarria, de Camilo José Cela. Como epígonos de esta, cabría citar -algunos de ellos también notables- buena cantidad de títulos: Donde las Hurdes se llaman Cabrera, de Ramón Carnicer; Campos de Níjar, de Juan Goytisolo; Orillas del Órbigo, de Antonio Colinas; Viaje por la sierra de Ayllón, de Jorge Ferrer-Vidal; Viaje al Rincón de Ademuz, de Candel; Valle de Alcudia, de Vicente Romano y Fernando Sanz, y, sobre todo, el que considero uno de los más excepcionales: Salida con Juan Ruiz a probar la sierra (retitulado a partir de la segunda edición: Por la ruta serrana del Arcipreste), de Rubén Caba.
Viaje a la Alcarria, con quince años, fue el primer libro que compré, en la mítica librería Luque, de la calle Gondomar, de Córdoba. Había leído por entonces El extranjero, de Camus, y me sorprendió que también en la obra de Cela “casi no pasara nada”, o sea, que no tuviera una trama trepidante y un desenlace rotundo y sorprendente como lo tenían las primeras obras con las que me aficioné a leer: Cumbres borrascosas, Los miserables, Nuestra Señora de París…
Años después, a raíz de conocer el Primer viaje andaluz, me atreví a escribir a Cela para proponerle que se animara a hacer un periplo por mi comarca, los Pedroches, que bien podría formar parte de un segundo viaje meridional o como obra de recorrido independiente: Me imaginaba la soberbia descripción que hubiera hecho el gallego de su entrada en Pedroche por el camino de Villanueva de Córdoba -entonces no existía la carretera-, que yo, a pie o en bicicleta, cuando recogía material para mi Vocabulario de los Pedroches, tantas veces recorrí: La panorámica del pueblo -villa matriz de la comarca-, rematado por su singular torre renacentista y recostado en un alcor, es impresionante.

Camilo, que, como todo artista que se precie, cuidaba a la “afisión”, amablemente, me contestó a los pocos días diciendo que le faltaba tiempo para ello; posteriormente, en algunas entrevistas aparecidas en diferentes medios, aludiendo a mi propuesta o a otras similares, alegó que ya, para emprender viajes a pie, le sobraban unos cuantos años y algunas arrobas. Después seguimos intercambiando durante un tiempo -el futuro nobel estaba en su plenitud profesional- algunas cartas y felicitaciones, manuscritas, por Navidad.
A propósito del Viaje a la Alcarria (1948): patrocinado por Cambio 16, en 1985, Camilo emprendió un segundo viaje a esta comarca, que publicó al año siguiente: Nuevo viaje a la Alcarria. Lo hizo en esta ocasión no a pie, como es de suponer, sino en un Rolls-Royce conducido por una choferesa negra norteamericana -“de buen ver y mejor palpar” dijo con su acostumbrado cachondeo- a la que bautizó como Oteliña.
Durante su recorrido pudo constatar que la mayoría de las personas con las que se topó durante el viaje anterior: “los viejos amigos” -habían transcurrido ya casi cuarenta años-, estaban ya en el otro mundo.
El viaje -que tuvo episodios chuscos, como el percance provocado en las Tetas de Viana cuando subió en el globo aerostático de Jesús González Green- fue apareciendo en la revista, por capítulos, antes de publicarse en libro.
A pesar de la puñalada trapera asestada años después por la revista Fuerza Nueva: un documento de 1938 -el autor contaba entonces 21 años- en el que se probaba su adhesión a la sublevación militar al ofrecer al Comisario General de Investigación y Vigilancia sus servicios en Madrid para “(…) prestar datos sobre conductas y personas (…)”, ya que “(…) cree conocer la actuación de determinados individuos (…)”, posteriormente reproducido en El Alcázar (1979) y vuelto a divulgar, entre otros, por Andrés Trapiello en Las armas y las letras (1994), siempre admiré a Cela. En los plúteos de mi biblioteca sus libros y los más variados estudios sobre su vida y obra -como ocurre con el olvidado Azorín- ocupan casi un metro.
También, por otra parte, a mediados de los noventa, junto con Pedro J. Ramírez, Luis María Anson, Julián Lago, Antonio Herrero, Raúl del Pozo, Jiménez Losantos, Martín Prieto, José María García, Antonio Burgos y algunos más, fue la proa simbólica de la Asociación de Escritores y Periodistas Independientes (AEPI) -bautizada por Juan Luis Cebrián como el Sindicato del Crimen-, denunciada por José Luis de Villalonga en un polémico artículo aparecido en La Vanguardia como “una conspiración política, financiera y mediática de muy alto calado, consistente en una campaña de intoxicación informativa”. Su objetivo: desalojar a cualquier precio a Felipe González de la Presidencia del Gobierno.
Desde el diario El Mundo, sobre todo, y las numerosas tertulias radiofónicas de aquellos años en las que intervenían los asociados, diariamente, sin desmayo, no cesaron de cañonear contra el entonces inquilino de la Moncloa. Conseguido el objetivo, hasta que en futuras elecciones generales volvió a ganar la izquierda, se tranquilizaron.
Posteriormente Anson, en una entrevista concedida a Tiempo, reconoció los hechos y dio detalles: “Había que terminar con Felipe González (…). Al subir el listón de la crítica se llegó a tal extremo que en muchos momentos se rozó la estabilidad del propio Estado”.
Y prosiguiendo con la carta: de haber aceptado el de Iria Flavia mi propuesta y poder hacerla en los tiempos actuales, al menos en el trayecto Villanueva de Córdoba-Pedroche por la carretera o camino rural actual, asfaltado -el antiguo terrizo, como dije, ya no existe-, ante la visión de las cunetas seguro que se hubiera dado la vuelta de inmediato o sufrido un letal patatús: la basura que las invade es algo deprimente: botellas de plástico y cristal, paquetes de tabaco, latas de refrescos, tónica y cerveza, tetrabriks de zumos y batidos, folletos de supermercados, ruedas de automóviles, servilletas de papel, tambores de detergente, sillones de plástico, aljezones, envoltorios de chicles, caramelos, bombones helado, donuts y galletas, sacos de pienso de rafia o de papel, bolsas de pipas, palomitas y anillos de maíz, envases de anticongelante y herbicidas, cubos de pintura, barquetas, vasos y bandejas de poliestireno o plástico, bolsas llenas de basura reventadas…
He vuelto a hacer este recorrido, a pie, con frecuencia, desde hace varios años, y, en lo posible, procuro no dirigir la vista a las cunetas; antes, en el camino viejo -que en algunos tramos se conserva: a partir del arroyo del Membrillo, oculto a veces entre retamas y gayombas, parecía en ocasiones una trocha-, lo más que muy dispersamente se encontraban, entre espejeantes culotes de cartuchos, eran cajetillas de tabaco y alguna que otra lata de sardinas en conserva dejada por taladores, piconeros, cazadores, paereros o excursionistas descuidados. A veces, sobre las alambradas o pendiendo de alguna encina, podían verse, durante meses y meses, corrompidos zorros y garduñas a los que había dado muerte algún pastor; prendidos en las púas bajas de aquellas quedaban blancas vedijillas de ovejas y corderos. Con bastante frecuencia, laminados por las ruedas de un tractor, todoterreno o moto, no era raro toparse en el centro del sendero, como una pinchuda plasta, algún erizo. Las tortugas, que se solazaban en las orillas de los arroyos, a mi paso, sorda y espaciadamente, una tras otra, se dejaban caer al agua.
El pasado verano discurrió por este trayecto la 73ª Vuelta Ciclista a España en su 8ª etapa: Linares-Almadén. La actitud incívica de los corredores -ya vista directamente ya en las retransmisiones televisivas- es irritante y de sobra conocida: constantemente están arrojando a las cunetas los envoltorios de sus barritas energéticas, geles y esos botes de bebida que en su jerga denominan bidones. El mal ejemplo que, sobre todo, constituyen para los niños es patente.
Debido a las protestas -no sé en qué medida impulsado por los organizadores-, en los últimos años, al fin, se cuenta con un equipo y grupos de voluntarios medioambientales (“pelotones verdes”) encargados de recoger los residuos dejados tras su paso. De no ser así, no creo que los grupos ecologistas, más o menos radicales, de los lugares por donde pasara la carrera hubieran tardado mucho en boicotearla, por ejemplo -no quiero dar ideas-, regando de tachuelas o esparciendo abrojos por la calzada: de seguir como antes, los posibles beneficios publicitarios obtenidos por la zona recorrida tal vez no compensaran.
Los recogedores parecieron actuar eficazmente: la basura vertida por los ciclistas, además, es fácilmente identificable, y de ella -al menos a los tres meses de sus paso-, en las cunetas, constaté que apenas quedaba nada: solo algún envoltorio de esas barritas alimenticias o latas de bebidas isotónicas; pero, aunque imagino que esas brigadas también debieron de recoger, si no totalmente, buena parte de los residuos ya existentes, al haber seguido automovilistas y paseantes maleducados arrojando inmundicia a las cunetas, estas volvieron a colmarse: latas de refrescos y cerveza, servilletas de papel, paquetes de tabaco… Por otra parte, alguno de los desechos arrojados por los corredores -sobre todo las bolsas con el anagrama de los equipos y los llamados bidones- suelen ser recogidos, como recuerdo, por el público.
Con frecuencia, varias veces al año suelo hacer también a pie el recorrido Huertas del Río-Archidona: el espectáculo es igual de avergonzante: los chanchos parecen ser especie bien asentada en el país; aparte de las consabidas latas y botellas, es sorprendente la cantidad de cajetillas de tabaco -los efectos disuasorios de las escalofriantes fotos que las ilustran parecen resultar nulos- de las más diversas marcas; y en los apartaderos e hijuelas aledañas, algún circular despojo del amor y engurruñidas servilletas de papel arrojados por motorizados amantes juveniles.
Hace años formaba parte del currículo educativo una asignatura denominada Educación para la ciudadanía. Entre sus contenidos, por descontado, figuraba el asunto del medioambiente para concienciar a los alumnos sobre los graves problemas que en la actualidad amenazan a este y actuaran en consecuencia, pero, como es conocido, debido a unos políticos irresponsables, la asignatura fue suprimida sin más de los programas: de haber seguido impartiéndose, si no disminuido, al menos el número de merdellones o marranos a que en este artículo aludimos probablemente no hubiera aumentado.
El problema creado por los residuos o por su mala gestión -sin que esto de ninguna manera nos pueda servir como consuelo- es universal, y, aunque en los últimos años se haya incrementado, nada nuevo. Por ejemplo, en el libro de Mempo Giardinelli que acabo de releer: Final de novela en Patagonia, este hace notar la enorme suciedad que invade toda la región: Al llegar a Río Gallegos, capital de la provincia de Santa Cruz, por ejemplo, dice: “(…) es como entrar en un enorme basural. Aunque a un lado están las instalaciones militares y el aeropuerto, más o menos impolutos, del otro lado reina la suciedad más ostensible. Es una constante patagónica”.
Este problema de los residuos, desde hace tiempo -como vienen denunciando los expertos y las más variadas organizaciones ecologistas- es alarmante y, como hemos dicho, mundial. Y, como es sabido, afecta ya no solo a la tierra sino -últimamente, aparte de los vertidos de las más diversas procedencias y tipos, debido sobre todo a los plásticos- al mar. Daniel Sueiro, a mediados de los setenta, publicó un inquietante relato sobre el tema: “El día en que subió y subió la marea”, en el que el mar decide devolver a los humanos todos los desperdicios que ellos habían ido arrojando a sus aguas. Terminaba así:
“Olas rojizas de más de veinte metros de altura fueron arrojando a tierra, durante toda la tarde, montañas de oscura espuma, cementerios de plástico, masas informes de viscoso petróleo, peces de grandes ojos muertos, minas sin estallar, verdes y mohosos cadáveres de suicidas, de agarrotados miembros y cabellos de líquenes.
No cesó la marea hasta el anochecer, cuando el mar pareció quedar limpio. Sin haberse cobrado en tal ocasión una sola vida, las aguas se calmaron y fueron retirándose paulatina, calladamente.
Con la bajamar, a la madrugada, las gentes pudieron contemplar con un nudo en la garganta, su propia obra de destrucción”.
Henry Miller, por otra parte, algunos años antes, también publicó un artículo de llamativo título: “La civilización de la basura”, que perfectamente podría cuadrarle al nuestro.
Vivimos un lamentable tiempo de gorrinos y ecologistas de salón –luego, mucho descafeinado y bebidas light- que están haciendo del mundo un bacisquero.

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