Situado en lo que, en tiempos de mis padres, llamaban el segundo centro de Ceuta, Hadú, en el campo exterior de la ciudad, el Terramar Cinema tenía el techo más bonito que jamás he visto, de color azul oscuro, surcado por el halo de luz de un proyector que, junto al crujir de las pipas que devoraban en masa los espectadores, creaba una atmósfera sonora tan leve como especial. De vez en cuando, desconectaba de la película y deslizaba la mirada hacia aquella suerte de cielo nocturno, convertido en una autopista por donde un haz luminoso hacía su recorrido hasta una enorme pantalla rectangular, rematada por una tela negra en sus bordes que hacía aún más perfecta su forma y amplificaba su tamaño. Las dos gruesas patas marrones del telón, a ambos lados de aquella ventana mágica, hacía más artificioso y fascinante el hecho cinematográfico. Y es que, en ocasiones, también hacía las veces de teatro y espectáculos musicales.
Frente al enorme edificio que conformaba el Terramar, se encontraba la casa-cuartel de la Guardia Civil donde mi padre hacía servicio. Una tarde en que mi madre me sacó a dar una vuelta hasta llegar a la puerta del cuartel, mediados los setenta, en algún momento entre 1975 y 1976, cuando contaba con apenas cinco años de edad, mi padre nos sugirió que esperáramos a que saliera del turno, a las diez de la noche, para regresar juntos a casa, y fuéramos mientras tanto al cine. "Han estrenado una de Carmen Sevilla". Es el primer recuerdo que tengo de una película. Y, también, el de mi entrada por primera vez en una sala de cine.
Podría resultar extraño el hecho de que un niño tan pequeño quedara hechizado por una obra que, a esa edad, le habría resultado insufrible hasta convertir aquella sesión en un infierno inolvidable para su madre... pero no fue el caso. Apuesto a que no llegué ni a pestañear. 'Una mujer de cabaret', dirigida por Pedro Lazaga en 1974, es una obra insustancial y mediocre vista con ojos actuales que, sin embargo, resultó determinante en mis gustos futuros: con ella descubrí el melodrama, las historias protagonizadas por mujeres, mi querencia por los finales dramáticos (la Sevilla mataba de un botellazo al villano, José María Rodero, y salía al escenario a cantar el 'Te quiero, te quiero' de Nino Bravo mientras la policía entraba en el cabaret a detenerla), y el nacimiento del primer mito cinematográfico que tuve, la propia Carmen, cuya melena y belleza impresionantes se convirtieron en una temprana obsesión.
El Terramar Cinema olía siempre a una mezcla de pipas y chuches... pero había una fragancia a evitar bajo imperativo materno: el de los pies de los soldados destinados a hacer la mili en Ceuta. Las sesiones de cuatro a seis de sábados y domingos estaban vetadas: "Está lleno de soldados y huele a pies". ¿Por qué?, preguntaba yo. "Es por la botas", respondía mi madre. También existía otra prohibición: la de las localidades destinadas al gallinero, el lugar de arriba donde casi podías tocar aquel techo que parecía un cielo. Respecto a esa prohibición, no había respuestas. Era algo malo e inapropiado, y no había lugar para explicar o discutir el motivo. Más adelante, supe o me di cuenta de que allí se pelaba la pava, y a los niños, quizás, podía llamarnos más la atención ciertas cosas que se hacían en la oscuridad por personas de carne y hueso que la ficción de una película.
Hasta los once años de edad, no empecé a ir solo. Antes, siempre lo hacía con mis padres, con mis tías, de paquete con mi prima, muy rara vez con un amigo o dos del cole o de la barriada, o con mi entrañable abuela paterna, a la que siempre insistía y convencía para ir domingo tras domingo, sacando fuerzas de donde no tenía para darme el gusto. Precisamente, el último recuerdo que tengo de ella con vida fue tras ver 'Conan el bárbaro': del Terramar, me fui andando al hospital militar donde estaba ingresada, ya muy enferma, en que me esperaban mis padres, que permanecían a su lado. Son retazos de vida, momentos, asociaciones que quedan impregnadas en la memoria para siempre. Cine y vida, vida y cine. Murió días después de aquella tarde cinéfila y, para un ateo rabiosamente anticlerical como yo, ha permanecido siempre como un ángel de la guarda.
En el Terramar, fui testigo de los primeros desnudos que vieron mis ojos en una película. ¿Cómo es posible que la taquillera o el portero no avisaran a mis padres de su contenido y permitiera que me llevaran a ver 'Lápiz de labios' (Lipstick, de Lamont Johnson, 1976), donde Margaux Hemingway lucía en todo su esplendor y era maniatada y violada durante una larga secuencia? Haciendo memoria, independientemente de que colgaran el cartel de Para mayores de 14, 16 o 18 años, tratándose de una época de cambio anterior o inmediatamente posterior a la Transición, donde el país salió de una dictadura castrante, siempre entré a cualquier sesión que me proponía, tanto solo como acompañado.
También conocí la primera erección que recuerdo en una sala de cine: la que me provocó el placer indescriptible que sentí al ver a Superman, el superhéroe imbatible, debilitándose lentamente, casi vencido por la kryptonita, en la piscina interior de la morada de Lex Luthor, la misma erección que tuve en la mítica segunda parte cuando, convertido en un humano por amor, desprovisto de poderes, recibe una paliza en un bar cutre hasta sangrar. Aún pienso en la extraña relación erótica que pudo establecer mi mente infantil entre esos hechos peliculeros y la reacción fisiológica que provocaron, máxime cuando los superhéroes, exceptuando al susodicho, no me interesaban en absoluto. Tampoco me llamó la atención el tostón insufrible de “La guerra de las galaxias” y sus secuelas. Sentía animadversión por esas películas del universo de George Lucas: a día de hoy, no solo no la he superado sino que se ha amplificado.
Ah, los matinales, aquellos matinales del domingo a mediodía, plagados de westerns y péplums que me sumían en un sopor profundo, de espantos infumables de artes marciales protagonizados por falsos Bruce Lee, de ciencia-ficción casposa, de un sinfín de películas de Bud Spencer y Terence Hill, o de Louis de Funès, mis favoritas, las que siempre esperaba con excitación: aquel viejo gruñón y gesticulante, envuelto en situaciones a cada cual más hilarantes, hacía mis delicias, especialmente en sus sagas de Fantomas y el gendarme.
Y aquellas tardes donde se sucedían el profundo desagrado y rechazo a perpetuidad que me produjeron los estrenos de 'Star Wars' y de 'E.T.'; el miedo a la catástrofe en 'El coloso en llamas' o 'Aeropuerto 77'; la perturbación incomprensible de 'El final de la cuenta atrás', causante del miedo a viajar en barco a la península durante algún tiempo; la hilaridad en una sesión de noche con mis tías gracias a 'Los dioses deben estar locos' y de algunos títulos de Pajares y Esteso, donde surgió otro mito, ya con tintes más eróticos: el de la desnudez de Adriana Vega; la manía enfermiza que me causaban los clásicos Disney, con aquellas canciones que irrumpían de golpe en la narración y me parecían detestables, especialmente el estreno de la versión íntegra de 'Fantasía', pesadilla interminable de la que, desesperado, me salí en la última parte, prometiendo que no iba a moverme de las butacas del recibidor, o el estado de hipnosis en que me sumergió un publicitado y accidentado estreno a principios de los ochenta (ya sentados en el interior, el proyector se estropeó justo antes de la proyección y los asistentes tuvimos que esperar una semana para verla): el de '2001, una odisea del espacio' de Stanley Kubrick. Mientras la mayor parte de los espectadores salieron echando pestes (no olvido uno de los comentarios de alguien que pasó por mi lado, "Con esta mierda, es lógico que el proyector se estropeara"), yo no entendí nada de esa película tan rara y larga pero, al contrario que los títulos de George Lucas y Spielberg, aquel maremágnum de imágenes, la mezcla de unos simios haciendo cosas extrañas, una losa que aparecía de pronto varias veces, el salto al espacio, el robot que se va apagando con la voz distorsionada, el largo viaje de luces hacia el final, y el viejo que se muere y se convierte en feto me acompañaron con su banda sonora hasta que el paso del tiempo me hizo tener una perspectiva de aquel inexplicable y, en efecto, extraordinario galimatías.
“El Terramar Cinema olía siempre a una mezcla de pipas y chuches... pero había una fragancia a evitar bajo imperativo materno: el de los pies de los soldados destinados a hacer la mili en Ceuta”.
El Terramar Cinema, presente en mis fines de semana durante mi infancia y parte de mi adolescencia, fue piedra angular en mi educación sentimental y forjó el andamiaje de mi amor por el cine, de mis gustos cinematográficos, de mis filias y mis fobias, una herencia que también ha hecho un hueco a aquella expectación, aquel nerviosismo, esa emoción con el corazón palpitante que tenía lugar momentos antes de la visión de una película. Se me antoja que obras tan dispares como 'Una mujer de cabaret', '2001' y 'Superman II' serían las que me tocaron más de lleno en aquellos años. Hoy, la segunda es una de mis esenciales, como todo lo que rodó su director, Kubrick; y la última sigue siendo una fantasía masturbatoria protagonizada por un superhéroe que se vuelve humano y tres supervillanos vestidos de negro con mucho morbo y más mala leche. De la primera, queda mi admiración y amor por Carmen Sevilla en todas y cada una de sus facetas.
Inaugurado en octubre de 1964, me cuenta mi padre, Rafael Morata Ruíz, a propósito de este texto, que junto a su madre, mi queridísima y siempre presente abuela, Ana María Ruíz Peinado, se encargó de hacer el uniforme de color gris a los porteros del cine en la sastrería propiedad del hermano de aquélla, Guichar, situada en la Avenida de Regulares. Dos décadas después, a mediados de los ochenta, aquel cine cerró sus puertas, cuando las entradas no llegaban a 200 pesetas, los soldados comenzaban a decantarse hacia otros intereses, y el auge de los video-clubs llegó a lo más alto. Afortunada o desafortunadamente, no recuerdo cuál fue la última película que vi allí: resulta paradójico lo presentes y nítidas que tengo muchas de mis vivencias mientras que mi memoria ha borrado cualquier rastro de mi despedida del Terramar, un adiós que sentí y lamenté.
Conservando su estructura por dentro y por fuera, incluso algunas de sus puertas interiores, así como sus enormes paneles de luces laterales, se convirtió al poco tiempo en una mega-tienda de muebles. En la actualidad, es un gigantesco e impersonal super-todo propiedad de comerciantes chinos. Más que ironías del destino, la devaluación de la mole parece haber sido el resultado de una injusta decadencia calculada hasta la saña.
He entrado una sola vez en el edificio desde que el Terramar dejó de ser un cinema, mi cinema. Fue una noche de lluvia y viento, en la que la urgencia de comprar material escolar me llevó, pese a mi resistencia, hasta allí. Las filas de butacas habían sido sustituidas por pasillos formados por interminables hileras de estanterías llenas de artículos. El olor a sintético y petróleo había sustituido al de las pipas y las botas de los soldados. Ningún haz de luz surcaba el techo-cielo. Llegué, movido por la curiosidad de la melancolía, hasta lo que era el mismísimo escenario. Ya no estaban las patas marrones del telón, ni resto alguno de aquella tela negra que bordeaba y amplificaba una enorme pantalla de la que tampoco había ningún rastro: solo una gigantesca pared blanca de la que sobresalían varios ganchos enormes oxidados que una vez sostuvieron una ventana abierta a la ficción.
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