La hegemonía militar con impronta hispana se asentó por varios factores, llámense técnicos, financieros y esencialmente humanos, mostrándose como una potencia inigualable y en gran medida por la deferencia que dedicó a sus Soldados, a los que subordinó, aleccionó y lustró con consagración, conservándolos más allá de la finalización de los conflictos bélicos, estableciendo un sistema defensivo en el que sus profesionales eran la clave. Obviamente, en circunstancias de agresión o invasión, se sumaban las milicias para preservar a toda costa el territorio acometido.
Con lo cual, el escenario geopolítico y geoestratégico del siglo XVI que amasó las contiendas italianas impuso a los españoles dos lecciones fundamentales. La primera, hay que referirse a los precedentes tradicionales de movilización militar dispuestos en la Reconquista, que no eran valederos para activar acciones ofensivas en esferas remotas. Me refiero a los procedimientos que sostenían importantes contingentes por poco tiempo, únicamente en el transcurso de la campaña estival.
Porque, para luchar en Italia o en otros teatros de operaciones, se requerían activos enteramente dedicados en cuerpo y alma, prevaleciendo la calidad frente a la cantidad.
Y segundo, se evidenció que las armas de fuego portátiles eran considerablemente eficaces; además, de su manejo prematuro en las formaciones de Infantería, influyó en las innumerables victorias alcanzadas. Lo cierto es, que sucesivamente se cosechaban triunfos aplastantes y a la par, se entretejía la idiosincrasia de un estilo derivado de los Tercios de Flandes, que aspiraban a ganarse la vida, adquirir honor y notoriedad.
Posibilidades que durante un largo período el Ejército proporcionó, por lo que no faltaron voluntarios a modo de sujetos atrevidos, resueltos y esforzados, ante la circunstancia de vislumbrarse una estructura afianzada, en la que los ascensos y las retribuciones eran afines al valor y a la experiencia acumulada.
Con estas connotaciones preliminares, estos hombres, más con el corazón que su raciocinio, se incluyeron en los Ejércitos de la ‘Monarquía Hispánica’, convirtiéndose en hacedores inspiradores del oficio de las armas como una forma peculiar de vida. Porque, para ellos, en el mismo instante de enrolarse, rubricaban su compromiso que los ligaba hasta que perecieran o fueran licenciados por Su Majestad el Rey.
No cabe duda, que este patrón de ‘soldado plebeyo’ o de ‘extracción hidalga humilde’, pero, ante todo, eficiente, entusiasta y presto al servicio la totalidad del año, demostró a todas luces ser valioso, en tanto no escaseaban los salarios y premios. De esta manera, de cara a otras mesnadas incrustadas apresuradamente, se probaba su veteranía e idoneidad, como sería el caso de los alemanes y holandeses, surtidos básicamente por nobles a caballo, milicias urbanas o meramente mercenarios, a los que se armaba y equipaba para combatir en cualquier lance puntual.
Sobraría mencionar en estas líneas, que en las ‘Guerras Italianas’, también conocidas ‘Guerras de Italia’ (1494-1559), implicando en distintas ocasiones a los principales Estados de la Europa Occidental, como el Sacro Imperio Romano Germánico, o Inglaterra, Francia, la Corona de Castilla, la Corona de Aragón, la República de Venecia, los Estados Pontificios, las ciudades-estado italianas y el Imperio Otomano, por encima de todo, las ‘Tropas Españolas’ se alzaron con éxitos significativos, a pesar de su aparente inferioridad numérica o inexperiencia en los automatismos de las armas de fuego, o en el manejo conjunto de estas con la pica, un arma de asta de más de cuatro metros, aplicada por el Arma de Infantería para hacer frente a los ataques y cargas con Caballería.
Así, tras la caída del Imperio Romano, estas partidas estaban llamadas a formar los primeros ‘Ejércitos Permanentes’ del Viejo Continente, todo un hito de modernización para aquellas sociedades y un menester exclusivo para el ‘Estado Moderno’, aunque estos no afloraran en países como el Sacro Imperio Germánico e Inglaterra, hasta las décadas centrales del siglo XVII.
Luego, el laberinto de los avatares de la guerra se erigió en una traza compleja que constantemente demandaba Oficiales y Soldados dotados de disciplina e instrucción, solícitos a intervenir las veinticuatro horas del día, y una vez alcanzada la paz no se reservasen, sino que por el contrario estuvieran movilizados.
Y es que, la ‘Monarquía Española’ sostuvo guerras sin tregua, por lo que desde los primeros lustros del siglo XVI, dispuso de unidades permanentes, sustancialmente en Italia, aventajando en más de cien años al resto de actores europeos.
Ya, en los inicios de la centuria mencionada, los embates se transformaron en un monopolio característico de los Reyes, por lo que las clases sociales desistieron a las guerras privadas de nobles y otras rivalidades análogas a pequeña escala, centralizando los esfuerzos en las conflagraciones exteriores.
Colisiones de fuerzas concéntricas en las que no sólo jugaba el prestigio, sino la honorabilidad del Imperio.
Este contexto conjeturó que en España se desenvolviera una modalidad militar novedosa al de otras patrias, quedando atrás el protagonismo de las ‘huestes feudales’, para agrupar los recursos con el atractivo de los Soldados Profesionales, que tan sólo rendían cuentas ante el Monarca y el Consejo de Guerra. Curiosamente, la marca hispana era una minoría en Flandes, porque como mucho representaba entre el 15 y 20% de la Infantería, y cómo no, hay que referirse a un Ejército denominado de naciones en las múltiples coyunturas bélicas que acechaban, ante la miscelánea de españoles, alemanes, británicos, italianos, valones, borgoñones, etc.
“Los Tercios Españoles se armaron de paciencia para combatir en un entorno irresoluto como Flandes. Haciéndolo coordinadamente con piqueros, ballesteros y otros provistos con espada y rodela o escudo lenticular embrazado, en un armazón que se compagina por vez primera en la llamada Ordenanza de Génova de 1536"
Sir ir más lejos, las ‘Tropas Hispanas’ fomentaban una dinámica opuesta a la de sus homólogos, que anteponían a los bloques mercenarios en primera línea, con la intención de proteger a las suyas.
A diferencia de los españoles, que en todo momento atacaban y prosperaban en las posiciones más arriesgadas con la Infantería a la vanguardia. Lo que ante los ojos del mundo conjeturaba un orgullo que acogían con gentileza.
A lo largo y ancho de los siglos XVI y XVII, Flandes, hoy la mitad Septentrional del actual Reino de Bélgica, se tornó en un foco crónico de zozobras y apremios por el esparcimiento del protestantismo; pero, del mismo modo, se estableció en escudo de contención que redimió a España de algunos de sus rivales preferentes como Francia, Holanda, Inglaterra o los protestantes alemanes, librándose en sus campos de batalla la mayoría de las ofensivas y asedios.
Tras la Independencia de Holanda, inmediatamente a la ‘Paz de Westfalia’ (24/X/1648), el ‘Ejército de Flandes’ continuaría siendo el más sólido, encomendándose con más ahínco en desvanecer las amenazas francesas que se cernían sobre la Península.
Mientras, el Cardenal Infante, Fernando de Austria (1609-1641), sabedor que era viable la penetración en los límites fronterizos y asestar duros reveses a los galos, llegó a estar muy cerca de París, como sucedió en el ‘Asedio de Coria’ (24-IX-1636/9-XI-1636). De hecho, dicho sector divisorio estaba dotado de baluartes modernos.
Conjuntamente, el ‘Ejército de Flandes’ aun teniendo que lidiar simultáneamente ante dos contrincantes, estaba más curtido que los instaurados en la Península, al aglutinar Tropas hábiles y especializadas, además de pertrechos apropiados, artillería y aparejar un método armónico, en el que las Provincias tributaban dinero y se encargaban del hospedaje en la estación invernal. Lo que disminuía los gastos y otorgaba que estos prosiguiesen afiliados cuando las pagas encarecían.
En adelante, lo defensivo prevalece sobre el ‘arte de la guerra’, tanto en el modus operandi de manejar las campañas y la estrategia, como en la dirección táctica de las Tropas, ya fuese en una incursión en campo abierto o el sitio de una plaza fuerte. Los lances giran en torno a batallas de desgaste, en la que los ganadores disponen de más medios a su disposición. Si bien, en unos ciclos atestados de correrías, difícilmente se atisban conquistas resueltas.
Si acaso, la tónica habitual que subyace queda esquematizada en pugnas enquistadas e interminables, en las que realmente resulta complicado averiguar quién lleva la voz cantante; a un tiempo, se acuerdan pactos o alianzas más por la extenuación, que porque alguno de los bandos lograse una victoria determinante. Toda vez, que el causante de este molde de guerra lo apareja la optimización y el perfeccionamiento de la arquitectura defensiva.
En contraste y diferenciación a otros laberintos armados, como el acontecido en Alemania con la ‘Guerra de los Treinta Años’ (23-V-1618/15-V-1648), las operaciones sostenidas entre la ‘Monarquía Hispánica’, Francia y los rebeldes holandeses, tienen como rasgo notable la presencia de fortificaciones flamantes y apuntaladas, que comportan la oportunidad de invadir enclaves con relativa prontitud y simplicidad fuera de lo casi irrealizable.
Irremediablemente, a ello hay que sumarle el designio político, basado en la consecución o recuperación de una Provincia. Es decir, la conquista o reconquista terrestre, por lo que es imprescindible el reacomodo físico de la superficie, regla inexcusable para el control definitivo.
En idéntica sintonía, acontece con la toma de plazas y bastiones que a toda costa preservan los centros políticos, las urbes urbanas y los sectores considerados de indudable interés estratégico y, que por antonomasia, recae en la actuación militar al garantizar la consecución de los objetivos a cumplir.
Por lo tanto, la ‘Guerra de Asedio’ impera si la meta se amolda a la obtención de beneficios o ventajas temporales y condicionadas con respecto a las negociaciones, porque los botines más deseados y las ganancias más comunes de entendimiento político entre los Estados eran las ciudades y villas con sus comarcas, las cuales, se hallan perfectamente fortificadas.
En otras palabras: la conflagración se concentró en las poblaciones resguardadas por sus escarpas, murallas y cortinas, dando pie a que la territorialidad se estableciera como la punta de lanza de la ocupación político-militar en cada una de sus vertientes. Por ello, no es de sorprender, que en el cúmulo de divagaciones se tuviera por triunfador en términos militares, a la facción que retuviese el mayor número de plazas vitales. Y no habría de ser indispensablemente aquel que más contiendas derrotara, algo que se confirma en los Tratados de Paz suscritos por España y Francia, al ser el agraciado quien más terrenos adquiriese.
En otro orden de materias, el Estado absolutista donde el gobernante se contempla como la autoridad máxima por encima de las leyes, la indagación del aumento territorial y la resultante defensa de dichos dividendos, configura la tendencia política de las potencias, porque la riqueza principal todavía procede de la tierra. Tal vez, valga la redundancia, produciendo el alimento elemental, aunque en aquellos trechos aflorasen otras fórmulas de prosperidad.
La mentalidad y los proyectos políticos de la época plasman y robustecen al Estado territorialmente, y la guerra de posiciones o asedios se encuadran en esta percepción. La incautación de la zona y su consecuente salvaguardia, se consigue con la ocupación física del espacio, haciendo que la apropiación de fortines que afianzan la conquista, esté más cercana a la consecución de las premisas acentuadas por los Estados en las guerras, que al desmoronamiento de los Ejércitos competidores en una lucha irrevocable que entraña riesgos manifiestos.
Asimismo, en Flandes se ejecutó una guerra irregular a pequeña escala y en el horizonte local, fundamentada en golpes de mano, refriegas e intervenciones de Caballería encaminadas a truncar los suministros. No obstante, la efectividad de estos recintos abaluartados, hace que la guerra sea especialmente estática, contrariamente a la profesionalidad de los Soldados.
Al mismo tiempo, las metrópolis y estancias de las franjas contiguas se mantienen relativamente preservadas y exentas de saqueamientos; a la inversa de lo que ciertamente ocurre en otras parcelas, como resultado del miedo a los desquites y ante hipotéticas tramas entre los grupos involucrados en el conflicto.
Digamos, que los bufidos concluyentes de la ‘Guerra de los Ochenta Años’ (23-V-1568/30-I-1648) se describen por el apoyo a una beligerancia distante a los horrores de ese mismo siglo, surgiendo otras artimañas que aguardan el deterioro económico con el bloqueo de las rutas comerciales.
Para ello, los ríos y puertos quedan subyugados a las arremetidas de los corsarios, imposibilitando el comercio marítimo y los itinerarios de abastecimiento.
Es preciso incidir en la metodología de las fortificaciones y en las debilidades y fortalezas de la ‘Guerra de Sitio’, porque desde la Edad Media las acometidas se erigen en la receta más poderosa con el asedio o cerco prolongado, acompañado de la fuerza y el desgaste para su conquista.
Ahora, el atacante viendo el rechazo de la rendición y no pudiendo invadir con un abordaje frontal, requiere del bombardeo encadenado de la Artillería y la construcción de túneles para desguarnecer las defensas.
Allende a las incursiones realizadas, la toma de los fortines es la fase trascendental de las guerras, ya que el levantamiento y mantenimiento de pequeñas guarniciones se torna en la elección más barata y eficaz para vigilar el territorio.
A principios de la época moderna o el tercero de los períodos históricos en los que se divide convencionalmente la Historia Universal, es decir, entre el siglo XV y XVIII, respectivamente, esta idea táctica y estratégica varía con el impulso de la Artillería, que arrasa las viejas murallas verticales con torres cilíndricas del Medievo, aflorando los trenes de sitio, que radican en una serie de cañones y sus pertrechos, asumiendo la tarea de rendir cualquier castillo.
La réplica de los expertos a la reciedumbre de la Artillería no se hace esperar: en las postrimerías del siglo XV se tiene conocimiento que las murallas con forma de estrella persisten en pie, aun sufriendo imponentes bombardeos y alcanzan su apogeo. Sin embargo, pocos Estados lo tantean, salvo Italia, a sabiendas que se encontrarían puntos fáciles de asalto en los altos muros de las edificaciones. Y es, que, para neutralizar el influjo de las nuevas armas, los murallones defensivos se hacen más bajos y anchos con bastiones que permiten verificar el fuego cruzado.
Este descubrimiento se cree innecesario ante sus detractores, entre ellos, Nicolás Maquiavelo (1469-1527), que en su obra ‘Del arte de la Guerra’, explica la ineficacia de las fortificaciones ante el proceder de las fuerzas contendientes.
Obviamente, el considerado padre de la ciencia política moderna yerra en su pronunciamiento, aunque la contrariedad de su materialización incumbe en el elevado coste que supone.
Ahondando en esta pericia, tomar una fortaleza de estrella entreve la planificación anticipada de un sitio que despojara a los refugiados de cualquier asistencia exterior, así como la instalación de una batería de cañones que abriera un resquicio en el muro, haciendo operable el acceso en combate a la Infantería. Además, debía participar un número relevante de efectivos que se agrandaba exponencialmente en la cuantía de los gastos, únicamente sostenido por los grandes Estados que se inclinaron por la ocupación de una ciudad provista con este tipo de fortificación.
A este tenor del diseño poligonal se le incorporan hornabeques, revellines o medias lunas para gobernar el territorio, u otros mecanismos que obstaculizan el movimiento directo y hostil de fuerzas contra el enemigo en una tentativa por abatirlo.
Conforme transcurren los tiempos y sus primicias, la peculiaridad antes definida tiende a intrincarse, con el sostenimiento de ciudadelas reformadas y con perímetros amurallados, haciendo más espinoso la viabilidad de una penetración.
Queda claro, que durante ciento cincuenta años las localidades de los Países Bajos, invierten enormes cantidades de dinero para acondicionar sus sistemas defensivos en un afán evidente por escapar de los trastornos de la guerra. Ejemplo de ello son las murallas, a las que se les engarza bastiones con artillería para fortalecer la periferia.
“Estos hombres, más con el corazón que su raciocinio, se incluyeron en los Ejércitos de la ‘Monarquía Hispánica’, convirtiéndose en hacedores inspiradores del oficio de las armas como una forma peculiar de vida”
Paulatinamente, se perfeccionan los viejos lienzos lineales de las murallas, intensificándose con revellines y trabajos someros que tienen como argumento su blindaje.
Tal es así, que queda fuera de la vista panorámica del agresor y su artillería.
Ya, terciado el siglo XVI, los conjuntos se complican, se amplían los contornos defensivos con el andamiaje de fuertes exteriores que obligan a invertir más dedicación y medios para coronar cualquier conquista.
La llave de entrada a las ciudades fortificadas se convierte en una misión demasiado escabrosa, residiendo en derribar una parte del lienzo de la muralla con fuego de cañón o una mina, a lo que le aguarda una invasión en masa de la Infantería.
Gracias a los métodos arquitectónicos, los bastiones mantienen a los cañones sitiadores distanciados, de manera que las descargas no derrumban las murallas de ladrillos, como acaecía con las antiguas murallas de piedra. Finalmente, al ser los muros más espaciosos y sin inmiscuir la oquedad de los fosos, las pretensiones de hacer minas quedan abortadas.
En consecuencia, los ‘Tercios Españoles’ se armaron de paciencia para combatir en un entorno irresoluto como Flandes. Haciéndolo coordinadamente con piqueros, ballesteros y otros provistos con espada y rodela o escudo lenticular embrazado, en un armazón que se compagina por vez primera en la llamada ‘Ordenanza de Génova’ de 1536, recogiendo por escrito muchas de las destrezas que ya les eran familiares hasta institucionalizarlas.
Posteriormente, las ballestas se reemplazaron por los más provechosos arcabuces, como arma de fuego de avancarga y predecesor del mosquete, desapareciendo los rodeleros, al quedar estos obsoletos, pero el nombre de los ‘Tercios’ se inmortalizaron hasta nuestros días.