No me cansaré una y mil veces de escribir sobre la situación que se está produciendo en la frontera. Una situación que tiene como víctimas a las personas, en su mayoría mujeres, que vienen a cargar mercancías. La frontera se ha convertido en la jungla, en un sálvese quien pueda, en donde las mujeres intentan a la desesperada sacar la mercancía al otro lado para ganarse cuatro monedas, nada más. Mientras pelean por conseguirlo son víctimas de intentos de robo que se suceden en los alrededores fronterizos o terminan recibiendo un gomazo que algún día llevará consigo eso de ‘mal dado’ y terminará ocasionando una desgracia. Quien haya pasado por el Tarajal sabe a lo que me refiero y los policías y guardias civiles de bien, también, porque no creo que estén de acuerdo con algunas escenas que ven.
El tercermundismo rodea el entorno de una ciudad que se llama desarrollada. Los colapsos, la delincuencia, los atentados contra los derechos humanos se dan la mano día y noche. Las calles aparecen repletas de bultos, de ancianas mujeres, de controladores que, en parte, provocan avalanchas... y en medio de todo esto una frontera, la del Tarajal, en donde se están cometiendo actuaciones cuando menos poco claras pero que, curiosamente, no provocan rechazo alguno entre aquellos sectores que tienen voz y voto para poder denunciar lo que sucede.
Se registran bolsos, se decomisan bolsas de pañales o se retiran las cuatro mercancías de una bolsa normal de la compra. Todo esto se ‘vende’ con una apariencia de normalidad, pero solo sucede en una frontera tan curiosa y anómala como la de Ceuta.
Frontera en donde el celo se pone en las viejas porteadoras a las que se les grita y amenaza como si fueran burras. Frontera en donde el celo se pone en derribar una escalera. Y frontera en donde no se aplica ese mismo celo en controlar el hachís que entra, se almacena y se traslada a la península; o en lo que puede llegar a entrar sin que nadie sea capaz de ni saber qué pasa por ese filtro. Colaboramos con el vecino, blindamos el puerto para garantizar que nada llegue a Algeciras, pero el espacio entre dos mundos que constituye Ceuta se queda ajeno a estos controles como si fuéramos unos invisibles.
Y en el fondo lo somos, porque consentimos vivir atrapados en una realidad en la que asistimos a visiones que nunca debieran ser permitidas. Pero lo son. Y seguimos agachando la cabeza y soportando una vergüenza a modo de losa sobre nuestras espaldas. Bueno, los que tienen vergüenza.