El origen de nuestra especie continua rodeado de un halo misterioso pues si bien todos los restos encontrados nos sitúan a poca distancia de los gorilas (al parecer divergimos genéticamente hace 7.5 millones de años) y a un suspiro evolutivo de los chimpancés (hubo un ancestro común hace unos 5.5 millones de años); algunos científicos piensan que podríamos estar incluidos, las dos especies vivas de chimpancés y nosotros mismos, dentro de un único género y por ello he titulado el artículo de esta manera. Pan, es el género de las dos únicas especies de chimpancés vivas en el planeta y según algunos deberíamos ser la tercera especie de chimpancé debido a las semejanzas no solo genéticas sino también morfológicas, sociales y de elaborado repertorio conductual.
Ciertamente, la famosa saga “el planeta de los simios” podría ser una perfecta metáfora sobre la degeneración producida en nuestra especie como consecuencia del proceso evolutivo cultural. La crueldad antropomórfica de los simios perfectamente expuesta en la filmografía mencionada no es otra cosa que el reflejo de nuestra propia decadencia mental; las recientes producciones y secuelas de la primera película se encargan de promocionar en clave animalista/apocalíptica. La antropomorfización de los simios resulta imprescindible para entender el profundo mensaje hacia el interior de nosotros mismos que nos envían este tipo de películas y sus guiones. Fiel al modo de pensar que tienen muchos intelectuales anglosajones debemos indicar, que en estas sagas cinematográficos, se proyecta la realidad humana bastante distorsionada, plena de brutalidad y carente de amor, cariño, apoyo mutuo y donde la mayoría carecen de sentimientos genuinos y todo se hace por una finalidad egoísta. Los mas fanáticos y pertinaces en contra del ser humano opinan que la bondad es una impostura y la moralidad solo trata de obtener beneficio social a través del prestigio o para desarrollar sentimientos de admiración en los demás nos indica Frans de Waal en su libro “El mono que llevamos dentro”.
Por fortuna, nuestro mundo no es así y a pesar de toda la violencia engendrada y justificada en las producciones norteamericanas y también en muchas europeas existen mucho más amor, piedad, perdón y caridad de lo que nos intentan hacer ver los más pesimistas y los adoradores de la competencia y el capitalismo deshumanizado. La buena noticia es que los seres humanos nos ayudamos de manera instintiva y llevamos dentro de nosotros el tesoro instintivo de la cohesión social y el poderoso beneficio colectivo que supone haber desarrollado la cooperación por encima de la idolatrada competición. No hicieron falta los descubrimientos religiosos en los últimos miles de años para que actuásemos con ética y desarrollásemos normas morales en los grupos de humanos al igual que acontece en tantas otras especies de animales cercanas a la nuestra pero también en cierta forma compartidas por otras formas de vida alejadas de nuestra realidades zoológicas. En nuestro mundo humano, la religión y la espiritualidad nacieron para saciar las ansías de trascendencia que inunda el alma humana y como una lógica consecuencia del gran desarrollo mental obtenido a lo largo de los cientos de miles de años de evolución cultural ininterrumpida y desde luego no es una hipócrita forma de autoengaño colectivo perniciosa para el desarrollo social y comunitario que defenderían tanto los marxistas como los positivistas y materialistas más radicales. Nuestra especie fue desarrollando herramientas culturales adaptativas al medio natural a lo largo del tiempo y todas ellas bajo el denominador común del inconsciente colectivo que siempre interpretaba los mensajes míticos de forma similar a pesar de la sorprendente diversidad ritualista y étnica puesta de manifiesto a través del impresionante folclore humano. El hacinamiento, el sedentarismo y la aglomeración de población dieron lugar a nuevos problemas y por desgracia la tristeza y la degeneración humana provocaron situaciones infamantes en contra de nosotros mismos. Pero también nacieron formas de producción artístico-científica y de conocimientos revelados que dictaron normas de conducta ética generalizadas inspiradas por los dioses en personas especiales tocadas por lo divino para realizar misiones reformadoras que mostraran los caminos del refinamiento hacia el progreso espiritual.
Siguiendo la senda inspiradora del artículo anterior que animaba a convertir nuestras vidas en obras de arte significativas y genuinas fieles a nuestra naturaleza humana, me gustaría alejarme de las visiones apocalípticas y aterradoras sobre nuestra especie donde algunos han incluido también a las especies de simios más cercanos. La misma Jane Goodall tuvo que combatir la imagen deformada que tenían los chimpancés de seres sanguinarios, despiadados y sedientos de poder escribiendo sobre lo mucho que comparten y la manera de apoyarse entre ellos (véase “In the shadow of man”). Como se indicaba en el artículo del sábado pasado vivimos aprendiendo y aprendemos viviendo y experimentamos y nos comprometemos con la época que nos ha tocado vivir y los fabulosos territorios que hoyamos día a día sintiendo el eterno palpitar de nuestro espíritu profundo y la armonía diversa de la madre naturaleza. Frans de Waal ya es un etólogo tan eminente como lo fue K. Lorenz y no solo por sus conocimientos científicos sino por su finísima intuición a la hora de interpretar el comportamiento animal con perspectiva rigurosa-evolutiva y alejado de la obsesión científista-antropocéntrica. Su forma de escribir me agrada especialmente porque tiene gran confianza en el ser humano y no lo tiene catalogado como una especie sanguinaria, egoísta que solo persigue poder y la dominación de los otros y de todo lo demás que se ponga en su camino. Algunos se dedican a sacar de contexto todos los comportamientos sediciosos y obsesivos de los grandes simios y los caricaturizan para realizar absurdas comparaciones con nosotros mismos y reducirnos a todos a la consideración de simios egoístas y despiadados. A pesar de las grandes sombras y las infamias que perpetra nuestra especie, se ha escrito y hecho mucho más en nombre del bien y la creación cultural y beneficiosa que glorificando al mal y al caos. A diario se trabaja mucho a favor del bien y de todo lo bueno y a pesar de que no puede borrar, ni siquiera minimizar, el catálogo continuado de atrocidades en contra de la naturaleza y nuestra propia especie, podemos decir bien alto que existen legiones de miembros de nuestra denostada especie que ayudan a otros a salir adelante todos los días. Incluso los insensibles y amorales estados nación y la burocracia del poder se ven obligados a socorrer aunque solo sea para sostener el insostenible entramado económico engendrado en nombre del dios consumo y su mantra del crecimiento infinito. A pequeña escala, multitud de relaciones sociales, familiares y pruebas de amistad continuas se esparcen con generosidad en las sociedades humanas. Puedo decir que en mi caso no encuentro actividad más reconfortante que la de poder compartir una buena conversación o actividad físico-deportiva, cultural o recorrido en plena naturaleza con amigos.
Lo que somos capaces de desarrollar en la armonía de las montañas o en cualquier rincón donde reine la magna mater con fines de aprendizaje y crecimiento son comparables a una buena pieza de música barroca. Se siente la elevación emotiva y el gusto por la empatía de manera espontánea y se refrenan los narcisismos y la enfermiza autoafirmación que todo lo empequeñece; de esta forma se crea una red milagrosa e invisible pero real de simpatía y cariño genuino que nos mantiene unidos. Los seres vivos, en general, estamos creados para entendernos y conectar mutuamente y en el caso de nuestra especie, los grandes simios y tantos otros mamíferos estamos prestos para que salte la chispa de la unión y tan solo necesitamos el refinamiento necesario que provoque el ascenso chispeante de los sentimientos del cariño y el amor.