El auditorio de El Revellín aloja con éxito representaciones y presencias. Es un aliado, un espacio de la resistencia humana al imperio de las máquinas, en esa guerra crucial que nos enfrentará pronto a la presunta inteligencia artificial.
El teatro, junto con la música en directo, el dibujo manual y la lectura (en papel), forma parte de las artes defensivas que conservan las personas contra los robots. Aunque todavía no seamos muy conscientes de ello, en los tres campos se mantienen a salvo los humanos, frente a las palizas que vienen recibiendo en ajedrez, memoria, cálculo y derivados. ¿Qué tiene el teatro?.
Quizá la autenticidad indiscutible de un gladiador incruento que se juega la vida a escasos metros del espectador. Está ahí, sobre la escena, completamente expuesto al juicio del pueblo espectador. Siente y piensa de verdad cuanto dice, después de haberse tragado un papel en que venía escrito el guión. Lo ha digerido, lo ha hecho suyo, y lo comparte ahora a través de la palabra. No es un autómata ni un político, porque tiene sentimientos y se le nota. Todo cuanto pronuncia es verdad.
De modo que en el auditorio de El Revellín se consiguen dos aciertos, cuando menos: constatar que somos una especie que se comunica con palabras pronunciadas, por una parte, y que los tonos, el timbre, los matices, la fuerza indiscutible que tiene la presencia física del actor, son realidades difícilmente sustituibles.
Conviene reforzar la educación -pública o personal- con el sano ejercicio de acudir al teatro. Lo haremos con otros al lado, como público, y desde las butacas sostendremos la acción de los músicos y de las compañías, heroicas todas, en la guerra desigual que las hordas digitales desatan hoy contra las pequeñas cosas.