Y Dios habló al pez. Y desde lo más recóndito del frío y de las oscuras profundidades, la ballena subió a los encantos del sol y hacia las alegrías del aire y la tierra. Y vomitó a Jonás en tierra firme » Herman Melvilla, Moby Dick. Después de leer el libro de Philip Hoare titulado Leviatán o la ballena (2010, Ático de los libros) comprendemos el comentario generalizado que nadie desde Melville y Moby Dick nos había dicho tantas y tan emocionantes cosas sobre estos animales que, hace más de cincuenta millones de años, cuando eran mamíferos terrestres, se aventuraron en la mar, tras resolver una serie de problemas complicados a través de un reto evolutivo grandioso.
La pasión ballenera de Hoare, según nos cuenta, comenzó cuando de niño visitó el Museo de Historia Natural de Londres y ver en una de sus salas una maqueta gigante de una ballena azul. “Las ballenas existen más allá de lo normal y se mueven por un mundo del que nada sabemos”, manifestaba el escritor en su reciente visita a Barcelona en un arrebato romántico al periodista Jacinto Antón (EL PAÍS, martes 11 de enero de 2011, p. 46) y proseguía manifestando entre otras consideraciones puntuales las siguientes: “Cuando vi saltar la primera me pareció la cosa más poética del mundo”.”Nadan en mi cabeza”, afirma. “Mi madre usaba mantequilla de ballena que procesaban las factorías de Southampton”, refiere. Y estima: ¡Qué rápido han pasado de ser un elemento industrial a un símbolo de lo que hay que preservar!”.
En el libro citado, el autor investiga el tempestuoso contacto del hombre con los cetáceos, viajando a míticas áreas balleneras como New Bedford, Nantucket y las Azores. Relatándonos historias increíbles como la de un tal Scoresby, que mató 533 ballenas y escribía el diario de a bordo en verso. En sus manifestaciones barcelonesas nos comenta que, “el telescopio Hubble, allá arriba, funciona porque está lubricado con grasa de ballena que no se congela, los cachalotes tienen pensamiento abstracto, autoconciencia y luminiscencia para iluminar su reino a 500 metros de profundidad; hoy se cree que hay ballenas que pueden llegar a vivir 300 años”.
Resumiendo, este ensayo nos documenta sobre la historia cultural de las ballenas partiendo desde Jonás hasta Liberad a Willy, comentando la obra de autores como Hawthorne, Thoreau y, sobre todo, Herman Melville, al hilo de este último autor, nos dice Hoare: “No hay libro como Moby Dick. Melville inventó un nuevo tipo de obra, con especulación, aventura y metafísica”.
Como a muchos otros lectores, los densos capítulos de Moby Dick me fueron muy difíciles de leer. Me rindieron su desmesura, su magnitud épica, su esplendidez. A lo largo de los años había tomado el libro y me había exaltado con él sólo para que al poco tiempo mi solicitud divagara hacia otro propósito que me exigiese menos. Tras entablar amistad con el escritor extremeño Carlos Lencero, cuando residió en nuestra ciudad a finales de los años setenta del pasado siglo, compartimos entre otras muchas cosas la pasión por la obra del inmortal escritor estadounidense en la traducción, en su momento muy valorada positivamente, de José María Valverde (Bruguera, 1977), cuyo ejemplar le acompañó en su incineración en tierras pacenses, donde se le ha dado nombre a una calle en su memoria y cuyas cenizas transbordó el Guadiana indigente hacia el Atlántico onubense.
Poco a poco la obra de Melville se convirtió en libro de cabecera, ahora al leer el ensayo de Hoare he tenido otra magnífica ocasión de repasar los capítulos que regularmente va citando en su obra que, de la misma forma que me han ido preparando para avistar ballenas en los mares que nos circundan, me han llevado de la mano en otra nueva relectura de Moby Dick.
El capitán Ahab, vesánico y con pata de marfil, acaudilla en el Pequod del que es amo absoluto, un dilatado episodio de ley del talión contra una terrorífica ballena blanca. Esa es la bestia que desarboló a Ahab y que acabará llevándoselo a las profundidades del océano, como recordará cualquiera que haya visto la versión cinematográfica de la película dirigida por Jhon Huston (Moby Dick. USA, 1956), protagonizada por Gregory Peck que, en su caracterización se parece más a Abraham Lincoln que a nuestro imaginado Ahab. Entre otros participa Ray Bradbury en el guión, Orson Welles interpreta al reverendo Mapple, que terminaba su sermón dominical desde su púlpito de proa hacia los cuáqueros convulsos de su comunidad puritana con la pregunta apocalíptica: “¿Qué es el hombre para que viva toda la edad de Dios?”.
Esta película que visioné siendo niño no sé si en los desaparecidos Cine África o Cine Cervantes y hace poco tiempo en televisión, gozó de grandes medios para su realización en su época. Hay escenas rodadas en el archipiélago canario que hicieron peligrar la vida del protagonista y según mi parecer, nos acerca a la atmósfera alucinante del capitán Ahab compartida por una marinería magnetizada por su determinación revanchista.
Este hechizo comentado anteriormente por todo lo relacionado con las ballenas ha vuelto a atizar los rescoldos del mío que, empezó con una visita de chico a la alquería vecina de Beliunes (hijo de Yunes o de Jonás): paraje colmado de mitos y leyendas, como nos relata Carlos Gonzalves Cravioto en su clásico libro, hoy difícil de encontrar, Mitos y leyendas de Ceuta (Publicaciones de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Ceuta, 1984); o como lo hacía notar Rafael Delgado en su espacio periodístico La Contra con el título “Grecia terminaba en el Perejil”(EL FARO DE CEUTA, miércoles dos de febrero de 2011, pág. 64), al recordarnos que la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), “acaba de publicar on line el artículo “Tartessos, Fenicios y Griegos”, escrito originalmente para sus “Anales de Antropología” en 1972 por el historiador catalán Pedro Bosch-Gimpera”, que escribió en 1945 un libro donde demostraba las claves sobre el papel de Perejil en la Grecia “clásica”.
Desde la azotea totalmente enjabelgada de la casa de los amigos de mis padres en Beliunes, se divisaba la bahía de Benzú, que desplegándose formando una media luna dentro de un litoral rocoso, moldea un fondeadero natural al socaire de los vientos predominantes. La ensenada está comprendida al norte por el Estrecho de Gibraltar y por los restantes puntos cardinales por una corona montañosa que la comprime antes de precipitarse a las olas a través de acantilados escarpados, donde los geólogos hallan terrazas marinas que explican tiempos pretéritos dándoles luz a las explicaciones apasionantes de los prehistoriadores que trabajan sin cesar por aquella zona.
Allí se encontraba la ballenera que hacía poco la habían cerrado, me dijeron, a donde llevaban las ballenas que arponeaban en la zona del Golfo de Cádiz para descuartizarlas y cuya carne se vendía en el mercado de Abastos de Ceuta. Estas tajadas suculentas ayudaban a resolver el problema del hambre ceutí en los tiempos de la postguerra, como nos recuerda el libro de Jesús Marchamalo Bocadillos de delfín (Grijalbo, 1996), y especialmente la letrilla de carnaval de aquellos años cuarenta, los del ¡Arriba España! Y los de los flechas y pelayos, guardada en la memoria histórica de “Tato” Martínez Palacios, desde que la cantara en la calle Peligro, Patio de la Taona y otros rincones ya desaparecidos del callejero ceutí, y que viene como anillo al dedo al asunto que estamos tratando:
“Ya se acabao el hambre
Ceuta está de enhorabuena
Por venderse en el mercado
Tanta carne de ballena
Que nos tiene majareta a
casadas y solteras
Por la mañana temprano
Ya tienen la cola puesta
Discutiendo las marías
El guiso de la ballena
Unas dicen con tomate
Otras dicen con pimiento
Yo la he comido en adobo
Y está la mar de buena
En escabeche con sus guisantes
Y sus salsitas y en amarillo
Eso decía uno que vende
Chocolatinas en un carrillo
Y de resulta que de venderse
en este pueblo
Tanta carne de ballena
Yo he visto a un tío pegando saltos
Y echando espuma por la moquera
¡Ballena!”.