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Tatuajes, por Francisco Olivencia

Por Redacción
18/02/2018 - 09:51

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Reconozco que soy un lector empedernido. Y lo soy desde mi infancia, como lo prueba el hecho de que, con tan sólo catorce años, ya me había leído de cabo a rabo los cuarenta y seis “Episodios nacionales” de Benito Pérez Galdós.

Hace unos días terminé de leer “El fuego invisible”, de Javier Sierra, último Premio Planeta, y ya por la noche, al comprobar que no tenía nada nuevo que llevarme a los ojos, acudí al socorrido remedio de ponerme ante una de mis numerosas estanterías de libros ya leídos y coger al azar uno de ellos.

Tuve suerte; se trataba de una selección de “Las mejores historias siniestras”, publicada por “Editorial Bruguera” en 1968 y, en consecuencia, se supone que leída hará ya medio siglo, sin haberla vuelto a ver desde aquel entonces. Tras comprobar en su índice que el citado libro reune relatos de autores consagrados -Hesse, Maupassant, Capote, Tolstoi, Mann, Greene, Woolf y Borges, entre otros- me dispuse a releer las veintisiete historias que contiene, sintiendo, solo ocasionalmente, un leve recuerdo de lo ya visto.

Me llamó poderosamente la atención uno de tales relatos. Sin lugar a dudas, mucho más de lo que hubiera podido imaginar cuando lo leí, cincuenta años atrás- Se trata del titulado “El tatuaje”, del escritor japonés Junichiro Tanizaki, publicado por primera vez en 1910. Al iniciar su lectura me pareció estar ante algo escrito en el futuro y no hace más de un siglo, porque el texto, aludiendo evidentemente a una época pasada, dice: “Hubo un tiempo… en el que la gente hacía todo lo posible para embellecerse… llegaban a hacerse inyectar pigmentos en la piel; ostentosos prodigios de línea y color danzaban sobre los cuerpos de los hombres…

Entre quienes así se adornaban no sólo había jugadores, aventureros o gente de su condición, sino también comerciantes y hasta samuráis. De vez en cuando se ofrecían exhibiciones y los participantes se desnudaban para mostrar sus cuerpos afiligranados, y se jactaban de sus nuevos modelos, mientras criticaban a los demás”.

Parece escrito mirando, como algo ya muy lejano, a un fenómeno que está ocurriendo hoy. Cierto es que en la anterior transcripción se echa de menos una circunstancia que, en determinado sentido, la hacen diferente, pues ahora no son solamente los hombres quienes se tatúan, pues las hembras no les van a la zaga. En lo del tatuaje, al menos, ya ha triunfado la tan anhelada igualdad.

Basta con ver en la televisión el programa denominado “Firts dates” (Primeras citas) para comprobar cómo, con frecuencia, las parejas jóvenes que cenan juntas se preguntan por los respectivos tatuajes, y no recuerdo haber visto a nadie negar que los tuviera. Por el contrario, los exhiben satisfechos y, si acaso, añadiendo que también los tienen en lugares más recónditos que no parece oportuno mostrar, al menos en ese momento. Tampoco abunda el color que se menciona en el comentado relato, pues predominan los tonos oscuros.

Esto del tatuaje ha pasado de ser algo muy circunstancial a constituir una auténtica plaga que afecta, sobre todo, a la juventud. De estar casi reservado a legionarios y marineros -como aquel del corazón tatuado en el pecho y con un nombre de mujer en el brazo de la copla que tan bien y con tanto sentimiento cantaba Concha Piquer- ha pasado a invadir de forma inmisericorde los cuerpos de nuestra gente joven.

Antes hablé de determinado programa de televisión, pero también en otros casos, como ocurre en las transmisiones de partidos de fútbol, resulta normal contemplar, por ejemplo, a jugadores cuyos brazos están totalmente oscurecidos por los tatuajes. Mi hermano era muy reacio ante esta desaforada moda. Cuando descubría en alguna persona joven y allegada un tatuaje, exclamaba con tono entre crítico e irónico: “¡las pinturitas, las pinturitas!”.

Le enojaba ver piel invadida allá donde debería predominar la lozanía y la tersura natural que da la juventud. No lo soportaba, o, mejor dicho, lo soportaba a duras penas, porque en estos tiempos, y como suelen decir muchos padres acerca de sus hijos, “es que no podemos con ellos”.

Lo reconocen dolidos e impotentes ante el hecho de que aquellos niños a los que tanto mimaron, pocos años después hacen lo que les viene en gana, sin contar para nada con ellos. Da toda la impresión de que en la época que vivimos han desaparecido aquella “auctoritas” y aquel respeto que antes se reconocía, sin la menor discusión, a los “mayores en edad, saber y gobierno”.

Hace más de dos mil años, Cicerón se quejaba con una corta frase que ha pasado a la posteridad: ”¡O témpora, o mores!”, (más o menos, ¡qué tiempos, qué costumbres!), algo que, sin lugar a dudas, repetiría ahora con bastante más razón que en aquel entonces. La conocida actriz Jennifer Aniston ha resumido acertadamente lo expuesto en tres palabras que, a mi juicio, resultan lapidarias: “tatuaje es rebeldía”

Felicito, eso sí, a los artistas del tatuaje por dos razones: por lo bien que lo hacen y porque el trabajo no les falta en estos difíciles años de paro. En la actualidad disponen no sólo de la simple aguja a que aludía Junichiro Tanizaki, sino de otros utensilios que facilitan su labor y palian las molestias a quienes se someten a esa pequeña tortura.

De cualquier modo, declaro solemnemente que, al igual que mi hermano, no soy precisamente partidario de los tatuajes, y todavía menos del exceso con el que se vienen haciendo, si bien me consta que mi postura no servirá absolutamente para nada. Y todo porque “no podemos con ellos”.

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