Sentarse en uno de los veladores que la cafetería ‘Da Vinci’ ha sacado afuera y sentirse camuflado entre esa pequeña selva de ficus enanos, te da la oportunidad de ver el asombroso desasosiego vespertino de este pueblo, una tarde cualquiera del otoño recién llegado.
Son las seis y la noche casi se viene encima. Por las aceras, madres (escasos padres) y abuelas (pocos abuelos), más niños y niñas de todas las edades, como en una cabalgada a galope minoico, o mejor, como si interviniesen en un maratón sin medallas, pues algo de carrera pedestre tiene el espectáculo, empiezan a hacerse protagonistas en este ir y venir compulsivo; llevar y traer a la santa infancia de un lado para otro: del baile al judo; del judo a la catequesis; y de la catequesis a inglés, como el que sabiamente imparte mi querida Aileen, una irlandesa como las del peliculero John Ford, que se ha hecho caballa, sin perder en sus clases esa envidiable fonética de origen, que para sí la quisiera la mismísima Elizabeth.
¿En qué familia no se padece, trimestre a trimestre, esa inquietud con la que se quiere castigar a docenas de criaturas inocentes?. Ciertos pedagogos estiman que todo esto de las extraescolares no son más que traumas pendientes de los progenitores, que en los hijos quieren hacer realidad lo que ellos no lograron por múltiples causas. Sueños frustrados que desearían ver cumplidos en sus descendientes. Es decir, que el niño se parezca a Bruce Lee o que la niña supere la sensibilidad pianística de Clara Schuman. ¡Ay, estas mamás y abuelitas, meras aprendices pantojiles, para que al final, el hijo o la nieta, les salga con cerebros poliédricos, como el de Paquirrín. Por no hablar de las llamadas ‘particulares’, esas clases que se extienden de domingo a domingo, impartidas por esa “sita” (señorita), que aún no logró la interinidad, pero que necesita el estipendo, y que, de vez en cuando, la oigo lanzar un grito desconsolador y desesperante, como sólo las maestras de escuelas saben darlo. Y es que en el desgarro emitido esos sábados y domingos por las mañanas, está implícito el deseo de querer estar la “sita” y sus polluelos, no silabeando o multiplicando, sino viéndoles los traseros a los monos de San Amaro o participar del quietismo en las gaviotas de los Pedrajas.
En un dominical, transcribía hace unas semanas, Patricia Ramírez la confesión de unos de estos niños atormentados porque el padre le riñó, después de un partido de fútbol en el que le había obligado a intervenir. No sólo le recriminada no haber jugado bien, sino que le auguraba que nunca sería “bota de oro”. Lo peor es que la madre apoyaba al marido, echándole en cara al sufrido párvulo lo que ambos gastaban y las horas que perdían llevándolo y recogiéndolo. “Últimamente ya no disfruto”, se lamentaba el crío. Y se preguntaba “¿Vale la pena todo esto, cuando ya no se disfruta?”.
Lo ha escrito la misma periodista en el remate de su artículo: “La felicidad de los niños está por encima de todo”. Siéntanse padres, madres, abuelos y abuelas, satisfechos con lo que los niños quieran hacer (no que les obliguen a hacer), ganen o pierdan o cometan errores. Y si en la danza no logra pasar del demi-pliè o en el teclado todavía confunde el DO, dejen que echen la imaginación a volar por otros cielos. No todos pueden ser aves del paraíso; también trinan los gorriones, como esos que venden los chinos, avisándote que alguien se acerca. Una simple palmada, es suficiente para ponernos en alerta. En mi casa, como el perro no quiere ladrar, ya sólo confiamos en estos animalitos de plástico como guardianes de la finca.
Lo escribí en una ocasión, cuando trataba el tema de las cartas que los niños escriben a los Reyes Magos. En aquel entonces, contaba la anécdota de un amigo:
–¿Sabes que han pedido mis hijos a Baltasar? pues que los quite de clases de piano.
Ir a ellas, debió ser para estos mocosillos, una aventura en los infiernos, aunque también, es cierto, que la profesora se sentiría en los cielos sin aquella tropa.
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