Colaboraciones

El tapiz de Doña Clotilde

A todas las almas que moraron en el caserón del Asilo Viejo.
En memoria de Paco Gallardo, el abuelo Osuna y la abuela Paca.
A mis queridas Hermi y Ana Mari... y, cómo no, a doña Clotilde. Doña Clotilde pasaba los días “entronizada” en su lecho. Allí, como una esfinge misteriosa y hermética, parecía guardar el arcano del sacro panteón ceutí, siempre rodeada de nuestros Cristos y nuestras Vírgenes en heterogénea convivencia con empalagosas estampitas del Sagrado Corazón, la Milagrosa y Santa Gema Galgani... Ella miraba, con sus ojos grises muy abiertos, a esos niños que se acercaban, con inocente descaro, a observar morbosamente el extraño espectáculo de la vejez y la debilidad, algo que ella personificaba como nadie.
A veces la molestaban con sus risas y sus carreritas nerviosas cruzando el pasadizo que unía su casa con el resto del mundo... Pepito, como los demás, también visitaba a doña Clotilde, aunque su motivación era algo distinta: él se había rendido al magnetismo del “tapiz” y lo contemplaba como algo fascinante e inabarcable en el rápido vistazo que sus fugaces visitas le permitían.
Pepito vio la luz en la Cuaresma de 1962 en la vivienda que ocupaba la azotea de la antigua Casa de la Misericordia. Así, a la sombra de una espadaña sin campanas, el niño vino al mundo en la madrugada del mismo día en que sería bautizado por el padre Perpén en el Santuario de África. Entrar a formar parte de la Santa Madre Iglesia tan precipitadamente levantó algunos comentarios entre los vecinos que supusieron que la vida del recién nacido corría peligro, pues solo así se explicaba la premura por bautizarlo... Sin embargo el niño estaba sano y, gracias a motivos que desconocemos, se pudo dar la feliz circunstancia de que en aquel 4 de abril naciera, recibiera el primer sacramento y entrara a formar parte de la Corte de Infantes de Santa María de África.
El destartalado caserón del Asilo Viejo abría su vetusto portón en la calle Sánchez Navarro1 número 17. En la reja circular que coronaba su puerta figuraban dos años: 1498, fundación de la Santa y Real Casa de la Misericordia en Ceuta; y 1893, fecha en la que se reformó el edificio para establecer allí el Asilo de Ancianos y Huérfanos... Pero estamos en la década de 1960 y ahora, esta singular construcción, como una vieja dama venida a menos, se dedica a oficios más prosaicos: Escuela Nacional y vivienda de maestros y funcionarios municipales.
El destartalado caserón del Asilo Viejo abría su vetusto portón en la calle Sánchez Navarro nº. 17.
En aquel escenario digno de “Marcelino pan y vino” se desarrollaron los primeros años de vida de aquel niño que, desde sus primeras luces, se vio providencialmente inclinado hacia lo sagrado. Sería bonito decir que habiendo nacido bajo una espadaña en el centenario solar que en su día fuese venerable institución religiosa, estaba predestinado... un enfoque romántico que nos encanta; pero no esta ahí la verdadera razón por la que el niño disfrutaba de esa amistad con lo trascendente sin saber, por supuesto, que era semejante cosa.
Pepito era inquieto e imprevisible, cobraba casi todos los días, porque en la casa no daban abasto detrás del dichoso niño al que no se podía perder de vista ni un momento: en un santiamén, nunca mejor dicho, se había quemado las pestañas por encenderle velitas a una Virgen de papel o había arruinado un corte de tela para componer un paso. Su madre estaba cansada de sus continuas ocurrencias, no todas sacras por cierto, y descubrió que llevándolo a la cercana Iglesia de África el niño se quedaba quieto, con la boca abierta y los ojos como un san Bruno en éxtasis, hipnotizado de altar en altar daba vueltas y vueltas sin cansarse. Así que Rosalía llevaba al místico travieso a la iglesia de vez en cuando, más que para rezar, para descansar un poco de él.
Pero esa cabecita no paraba, así que un día, por las buenas, sorprendió a su familia con unos precoces dibujos en los que, increíblemente, se reconocían algunas imágenes del Santuario como la Virgen de África, la de Montserrat y la del Carmen... ya Pepito las había asumido, las tenía grabadas en su cabeza y sabía sintetizarlas a base de garabatos. Lo curioso es que las miraba con fervor, a pesar de haberlas hecho él mismo, cómo si comprendiera en toda profundidad la relación entre la imagen y lo que representa, algo que por su corta edad parecería imposible.
Pero nada comparable con la estampa del Padre Damián...
En su casa, como en casi todas las de la época, se vivía la religiosidad con naturalidad. Dios, Cristo y la Virgen eran unos familiares que vivían lejos pero estaban siempre presentes en las expresiones cotidianas, en las penas, en las alegrías, ¡y en las estampitas!; y no había cosa que revolucionara más al niño que una estampita. Creció contemplando los rostros de imágenes sagradas muy queridas y relacionadas con los lugares de origen de algunos miembros de su familia, expuestas en los muebles como si de improvisados retablos caseros se tratara: en un cajón del aparador se custodiaba la Virgen del Carmen de Jerez (por la tía Lola), en la mesita de noche el Cristo de la Vera Cruz (por su padre, funcionario municipal) y en la tapa del baúl, destinado a guardar el ajuar de bodas de su hermana mayor, la Virgen del Socorro del Mercado de Córdoba (por el abuelo Osuna).
Pero nada comparable con la estampa del Padre Damián de Molokai que la abuela Paca tenía en un marco de taracea granadina. La admiración y el temor se desataban por igual cuando le narraban la historia, cómo si de un cuento se tratara, señalando las cuatro viñetas que rodeaban el Crucifijo, en las que se podía ver la terrible evolución de un sacrificio que solo tenía sentido junto al Señor.
Gracias a Dios había imágenes más amables, como aquel Crucificado del Catecismo rodeado de niños y niñas de todas las razas, cuya actitud y figura se ajustaba a la ingenua pero atinada idea que se había formado del Salvador: un héroe perfecto, humilde e inmensamente bueno que sufrió por nosotros. Fue esta la primera imagen de Jesús Crucificado que le hizo sentir un hondo e inocente sentimiento piadoso.

Me dice un buen amigo cofrade ceutí que la torrija es una manera de entender la religión, que quizá sea esta una religión en sí misma porque devotos tiene a legiones

Una mañana de sábado subía con su abuela las escaleras del viejo edificio cuando una oportuna vecina se paró a charlar con ella; en menos de un minuto el niño se había aburrido una eternidad, así que miró a un lado y a otro advirtiendo una puerta que parecía abrirse a otra dimensión, y en cierto modo así era. Tímidamente se fue acercando al dintel que comunicaba una de las plantas del edificio principal del Asilo Viejo con un anexo mediante un puentecillo que salvaba un estrecho y oscuro patio interior. Ya no podía parar, así que cruzó la angosta pasarela y se detuvo un instante para tomar las fuerzas necesarias antes de entrar en lo desconocido.
Lo que encontró allí fue tan maravilloso como inquietante. En aquella habitación estaba doña Clotilde2, muy viejecita y postrada en la cama. No pareció sorprenderle la repentina visita del niño, ni se inmutó, limitándose a mirarlo fijamente con sus ojos grises. No hubo ni gesto de desagrado ni sonrisa.
Pepito también miraba, pero en sus ojos si que brillaba una sorpresa mayúscula. Había descubierto la magia del tapiz que alguien, seguramente una mano piadosa, había tejido para que doña Clotilde experimentara la compañía del Señor, la Virgen y todos los santos del cielo, que tal parecía por la cantidad de estampas, carteles y programas de Semana Santa que empapelaban el testero de su cama. Por más que el niño quiso, no pudo abarcar tal cantidad de imágenes sagradas, jamás vio tantas desplegadas de aquella manera tan abrumadora... ¡estaba en el paraiso de las estampas!.
Allí estaba la guapísima Virgen del Desamparo en ese retrato sublime de Calatayud, el Nazareno y su Sacratísima Madre de la Esperanza: Ella, por supuesto, más joven que Él; el Cristo de Medinaceli con su túnica de morado colorín y la Virgen de África que se repetía varias veces como signo de su especial supremacía como Patrona... En fin, las principales devociones ceutíes tenían un lugar en el cabecero de doña Clotilde.
En la reja circular de su puerta figuraban dos años: 1948, fundación de la Casa de la Misericordia; y 1893, cuando se estableció allí el Asilo.
Del trance lo sacó la voz de su abuela al otro lado del puente: -¡Venga ya, chiquillo!
A partir de aquella experiencia iniciática Pepito consideró la modesta habitación de doña Clotilde como lugar sagrado y la pobre pared forrada de estampas adquirió para él la dimensión de un maravilloso e inabarcable retablo de papel. Desde entonces, siempre que tenía ocasión, entraba a intentar un imposible recuento del santoral que velaba el lecho de la anciana.
Doña Clotilde vivía sola aunque era atendida desinteresadamente por una vecina que todos llamaban África la cocinera por desempeñar ese oficio en la comunidad de padres Agustinos. Pudo ser ella la que, compasivamente, pusiera a Dios y a su bendita Madre velando las horas de soledad de aquella señora al final de su vida.
El niño no era consciente entonces de que el tiempo lo devora todo y que también acabaría tragándose para siempre aquel pequeño universo encantado del Asilo Viejo, tan entrañablemente amado, añorado y hasta llorado por él; tanto que, si algún día mereciera el Cielo, sin duda el suyo sería aquella azotea con su espadaña ciega, sus barandas de ladrillos en triángulo y, por supuesto, la tierna compañía de los mismos ángeles custodios que lo guardaron en su infancia.
En cuanto a doña Clotilde, llegado su momento, aquella gloria de papel que la había acompañado durante las interminables horas de su ancianidad cobró el aire solemne y morado de las postrimerías; los rostros sufrientes de nuestras sagradas imágenes alcanzaron la plenitud de su trascendencia y sonaron para ella las trompetas del Juicio Divino. Murió cubierta por el dosel de su tapiz sagrado, bajo el signo del Desamparo, las Penas, el Mayor Dolor y la Buena Muerte... pero en aquel humilde cielo de papel recortado también había lugar para la Esperanza, la misma que brillaba en el rostro moreno y eternamente joven de la Dolorosa del Encuentro, sublimado por la tizne y por la luz de su candelería que acentuaba la redondez perfecta de su barbilla como signo de eternidad y plenitud.
El Crucificado del Catecismo.
Con el paso de los años el niño, que lo sigue siendo a pesar de todo, descubre cosas nuevas rumiando sus recuerdos. Ahora reconoce con ojos muy distintos aquel tapiz. Allí se multiplicaba el sufrimiento en la sangre y en las heridas de nuestros Cristos y el llanto en las lágrimas brillantes de nuestras Vírgenes... y allí mismo una anciana débil subió el repecho de su particular calvario para participar con su dolor en lo que podía faltarle al tapiz de la Sagrada Pasión. NOTAS
1.- Así denominada en honor del secretario de la Diputación Provincial de Cádiz que desempeñó un papel clave en favor del Asilo a finales del siglo XIX.
2.- Doña Clotilde Ramos Mayayo nació en 1875 y murió casi centenaria. Era tía del conocido médico don Arturo Más. Pepito Su madre estaba cansada de sus continuas ocurrencias, no todas sacras por cierto, y descubrió que llevándolo a la cercana Iglesia de África el niño se quedaba quieto, con la boca abierta y los ojos como un san Bruno en éxtasis, hipnotizado de altar en altar daba vueltas y vueltas sin cansarse.

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