Opinión

El tablero geopolítico de Oriente Próximo agita las reglas del juego

Las diversas arremetidas coordinadas por la organización política y paramilitar palestina Hamás perpetradas en Israel contra civiles indefensos, es una acción de terrorismo cruel, inhumano y cobarde. No cabe medias tintas para catalogar el crimen indiscriminado de centenares de personas inocentes y el secuestro de otras decenas. No tachar bajo ningún concepto esta barbaridad es, sencillamente, repelente y mirar a otro lado un hecho de temor. Las muchas expresiones y gestos de exultación y apoyo a esta atrocidad en numerosos estados, incluso en Occidente, alentando a los terroristas como triunfadores, resultan dolorosas y repugnantes. No se puede considerar como héroes a los que ametrallan a todo el que se encuentra en su trayecto. Del mismo modo, los secuestrados son un componente capital de esta desdicha, pues Israel ha hecho esfuerzos y sacrificios para poner en libertad a sus rehenes, incluso para rescatar los restos mortales de sus soldados. Hamás y la Yihad Islámica van a utilizar a los rehenes, primero, como escudos humanos y segundo, como moneda de cambio. Así, esta atroz coacción es doble. Igualmente, no hay que omitir de este contexto sombrío que la urbe civil de Gaza son los habituales escudos humanos de Hamás y la Yihad Islámica que han establecido las lanzaderas de sus cohetes e infraestructuras militares y puestos de mando en edificaciones residenciales y zonas densamente habitadas, incluso en hospitales y colegios, para asegurarse que una réplica israelí cause irremediablemente como así está sucediendo, miles de víctimas civiles palestinas. Aquí está el punto de inflexión en Oriente Próximo: cuantas más víctimas civiles palestinas se produzcan, mayor será la respuesta en el mundo árabe e islámico. Y es que, desde hace varios años se ha venido originando un enfrentamiento fratricida entre grupos palestinos, no sólo interviene la organización político-militar Fatah del presidente de la Autoridad Nacional Palestina (ANP), Mahmud Ridha Abás (1935-87 años), también se adentra Hamás y la Yihad Islámica por el control de Gaza y del retraimiento drástico entre los palestinos. Una de las intenciones de Hamás ha sido instituirse en la confrontación que dilata con el Estado de Israel. Sin duda, se constata otro golpe de efecto geopolítico, la desestabilización del universo árabe y del espacio islámico, valiéndose del pretexto propagandístico que los ataques terroristas han tenido en una parte nada pequeña del sentir público árabe e islámico, como ha podido evidenciarse en marchas en la República de Turquía, la República de Yemen o la República Tunecina y de momento otras tantas de menor calibre. De manera, que lo que aquí se refiere es una de las zonas más explosivas del planeta por medio de Turquía, la República Árabe de Egipto, la República Islámica de Irán y el Reino de Arabia Saudí, todas puntas de iceberg político, militar, económico y cultural dentro de una demarcación tan inestable como manifiesta en el tablero geopolítico. De igual forma, cada uno de estos estados discurren por una particular transición que dispone correlaciones y colisiones de intereses en Oriente Próximo, un término donde las ideologías políticas y las configuraciones religiosas se entretejen con regímenes ambiciosos y sociedades que integran un verdadero repertorio étnico. Podría decirse que la particularidad de esta región no se comprende sin estos actores, porque entre Egipto, Arabia Saudí, Irán y Turquía se tercia una correspondencia cultural, religiosa, geográfica y económica. Si bien, no se puede excluir de este polinomio al Estado de Israel, como potencia nuclear y actor discordante cuando se valoran la disposición de fuerzas y el entorno de la zona. Dicho esto, tanto Turquía como Egipto, Irán y Arabia Saudí son en términos culturales, militares, políticos y religiosos, emblemas de Oriente Próximo. Ya sea por su huella histórica enmarcada o enfoque político, significación religiosa, influjo económico o diplomático, conjunto poblacional o punto de vista geográfico en uno de los lugares más trémulos del globo y de contornos indeterminados, se encuentra emplazada en el oeste de Asia y este de África. Cada uno de estos países tiene un centro de gravedad exclusivo, así como debilidades y fortalezas, fuentes de poder, insuficiencias estructurales y una trama de afinidades que conforman sus pertinentes percepciones, conceptualizaciones y valoraciones. A lo planteado hay que añadir que cada uno asume su idea de la relación entre política y religión y aguarda a ser el cabecilla imperecedero del islam a partir de sus convicciones. Véanse los casos concretos de Ankara por medio de un islam político suní; o Teherán, con la teocracia chií; Riad, enarbolando la bandera del wahabismo ortodoxo suní que desempeña la familia Saúd, y el Cairo, con un sistema liderado por el Ejército, pero sin dar el espaldarazo a un repecho religioso sunní distanciado de la política que se mueve como engranaje social.

“El repique del ataque sorpresivo de Hamás ha forjado una nueva dinámica geopolítica en Oriente Próximo con alcances insospechados. El inconveniente palestino fuertemente enraizado en la historia y en las relaciones internacionales, permanece sin un ápice de solución en el horizonte”.

Pero a la hora de observar la alineación de fuerzas centrifugas que subyacen en estas cuatro potencias, un componente a tener en cuenta es el encadenamiento entre religión y política dentro de cada uno y la noción religiosa como herramienta para resaltar en el exterior. No es casualidad que estos cuatro colosos se establezcan en dueños y señores de sus correspondientes impresiones: Turquía, mediante un republicanismo suní ideológicamente inmediato a los Hermanos Musulmanes; Arabia Saudí, con una monarquía dominante y profesante de un sunismo ultraconservador encabezado por el wahabismo; Egipto, enfocado a una república suní de orden castrense; e Irán, máximo apoderado del chiismo con una república teocrática. Esta particularidad es sumamente esencial, ya que ha sido argumento de fuertes tiranteces y confrontación entre las influencias regionales, más si cabe, cuando las realidades religiosas internas poseen la capacidad de fraguar alianzas e imprimir líneas de acción definidas en otros territorios. Puede decirse que el islam encarna la base en su cosmovisión, fundamentalmente, en Turquía, Irán y Arabia Saudí. Lo cierto es que cada uno defiende una visual religiosa incrustada a su atributo identitario. Por ello, el islam se ha explotado como mecanismo para sugestionar a corrientes y comunidades, respaldar operaciones y preconizar causas y la religión se ha instrumentalizado, focalizándose incluso en el elemento sectario. Tómese como ejemplo un ingrediente frecuente en el relato adoptado por Arabia Saudí, desde su situación de protectora de los santos lugares del islam y potencia suní. Diversos marcos de Oriente Próximo advierten que los contrastes religiosos no son una fuente natural de roces, sino la tesis demandante para acreditar intereses políticos. Irán facilita apoyo a Hamás como organización suní y pese a ello, conserva relaciones tensas con Azerbaiyán, estado de mayoría chií próximo a Turquía por los orígenes étnicos que comparten. En la misma tesitura se asientan los vínculos entre Irán y Arabia Saudí, mariscales del chiismo y sunismo. Ambos quebraron sus nexos, cuando Riad realizó la ejecución del clérigo chií Nimr Baqr al-Nimr (1959-2016). No obstante, en los inicios del año dieron a conocer una aproximación que abre múltiples probabilidades y revela que las diferencias religiosas son una causa superable. Otro multiplicador apreciable es el temperamento de los regímenes. Así, monarquías como Emiratos Árabes Unidos o Arabia Saudí, distinguen un rehúso hacia las corrientes musulmanas de corte íntegramente republicana. De ahí, su antipatía a los Hermanos Musulmanes y su noción del islam político, en el mismo guion de la Turquía de Recep Tayyip Erdogan (1954-69 años). Estas desavenencias han sido motivo de numerosas tensiones durante años y, una vez más, refleja que el engarce entre religión y Estado se plasma de modo distinto en cada estado. Entretanto, Turquía, Arabia Saudí e Irán desean encaramarse entre el resto como potencias regionales y consignar su imagen. Los conflictos por el patrocinio de milicias o agrupaciones políticas y religiosas en otros países son una senda para obtener autoridad. Las tendencias ideológicas coligadas a una vertiente concreta del islam valen de enseña política para conducirse en el exterior. Fijémonos en la pretensión de Erdogan por encumbrar a Turquía en el icono del mundo musulmán, lógica por la que en su sentido más amplio intenta suscitar una mayor cooperación política de la moderna Turquía dentro de los contornos que anteriormente se encontraban bajo la sujeción del Imperio Otomano, y que actualmente componen sus estados herederos. Ni que decir tiene, que Turquía ha dado pruebas de una eficaz tonicidad en política exterior. Su asiento central entre diversas esferas de alta valoración geopolítica le ha conferido protagonismo internacional. Conjuntamente, Ankara ha sabido desenvolverse como pez en el agua donde se ha involucrado, ya se trate de la guerra de la República Árabe Siria o la invasión de Ucrania. Sin fusionarse a bloques, Turquía ha sido copartícipe en temas regionales, lo que le ha servido de beneficio dentro de la Comunidad Internacional: el estado ha trabajado su valor diplomático,  adquiriendo una aceptación de buen socio y sin requerimiento de someterse a la condición de aliado. La Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) distingue la única paradoja: su crédito como miembro le permite a Turquía un lugar destacado que sabe utilizar con extrema destreza. Mientras, el foco de poder de Arabia Saudí ha cruzado una transición. Tras asegurar su posición está tomando medidas para desmoronar las aristas más moderadas que en el fondo dificultan la innovación del reino. Tras unos primeros años en los que el dirigente de facto cometió algunos deslices de cálculo que le supusieron nada más y nada menos, que la consideración internacional y una acumulación de inversiones, su política exterior se ha adentrado en una especie de bucle reservado. Contrariamente de diversificarse en la conformación estatal, Arabia Saudí y Egipto han fusionado su buena sintonía gracias a las coyunturas económicas y al hecho de compartir varios contendientes: tanto las distintas caras de los Hermanos Musulmanes como Irán, implican para El Cairo y Riad los mayores de los peligros de Oriente Próximo. Este es uno de los orígenes por lo que entre las cuatro fuerzas de la región, precisamente entre estos dos estados adquieren un aparente trato más discurrido, además de la atracción que mantienen los lazos árabes. Los apartados mostrados puntualizan un plano que diferencia claramente a Turquía. Si bien, no las tiene todas consigo con respecto a Irán, este último es un estado fronterizo y una potencia energética de la que Ankara puede extraer importantes ganancias. Una vez más, Turquía apuesta por su as bajo la manga con las cartas diplomáticas. En otro orden de circunstancias las relaciones entre Turquía y Arabia Saudí se tensaron con el cerco a Catar. Indiscutiblemente, el capítulo energético contrasta las líneas maestras de acción de cada una de estas potencias. Recuérdese que Irán es el tercer productor de gas mundial, pero está condicionado por las sanciones impuestas. Por otro lado, Arabia Saudí ejerce una espléndida disposición en el mercado energético, específicamente en la parcela del petróleo. Además, de los números de producción, el liderazgo en el Consejo de Cooperación del Golfo incrementa el peso del país capaz de supeditar el mercado energético. Hacer una comparativa de la economía de Arabia Saudí e Irán podría servir de indicativo, pese a que la urbe del reino saudí es menos de la mitad de la iraní: el PIB de la primera se encuentra por encima. Asimismo, las exportaciones de Arabia Saudí triplican las de Irán. Otras de las explicaciones para interpretar la casuística de estos cuatro países es su vínculo con Israel: una potencia tecnológica contrafuerte en distintas dimensiones estratégicas, lo que aclara que un Estado con siete décadas de efectividad sea el más desarrollado de la región. Por este motivo, cualquier conexión que se construya con el pueblo hebreo puede simbolizar un salto cualitativo en materia de seguridad y tecnología en el caso de Turquía, Arabia Saudí y Egipto. Irán no puede admitirse en dicho contexto, puesto que ambos se consideran adversarios. El supuesto acoplamiento con el Estado judío puede conjeturar para Arabia Saudí una mejoría en su aspiración por rehacerse y simplificar su servidumbre económica de los hidrocarburos. De la misma manera, podría deducirse un golpe de efecto en su competencia con Irán. Amén, que a pesar de lo seductor que pudiese implicar, los Saúd enfrentan diversas dificultades para oficializar las relaciones con el Estado hebreo, principalmente, como resultado de la valía del clero wahabí, a la que ha de añadirse la proximidad con Irán. Por ende, a Riad le sugestiona la inmediación pública con Teherán y unas relaciones entre soportes con Israel. Sin embargo, la recuperación de los contactos de Israel con explícitas naciones de Oriente Próximo, primordialmente dentro del universo árabe, es una certeza por los Acuerdos de Abraham. En su momento, Turquía fue socia de Israel, pero con la recalada de Erdogan al poder la relación se descompuso gradualmente, en especial, por motivos del rasgo islamista y personalista del que el líder del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) ha proporcionado a Turquía, imprimiendo un sentido que no es del gusto de Israel. Pese a lo hilvanado en estas líneas, entra a jugar la causa de la República de Azerbaiyán: un aliado de ambos Estados que puede ser primordial en la reconducción de sus discordancias. El país caucásico a la vez que está compenetrado con Turquía, es bien avenido con Israel, al que le debe bastante en materia de seguridad y defensa. Unos vínculos más viables que confluyan en algún tipo de alianza podrían modular un cuadro enmarcado en Israel-Turquía-Azerbaiyán, capaz de modificar la dirección geopolítica tanto de Oriente Próximo como del Cáucaso. Egipto, en su día rival vencido por Israel, reconoció al Estado hebrero en 1979 con el que desde entonces ha sostenido unos lazos formales y tensos, que durante décadas le han significado perder resonancia dentro del mundo árabe y unas relaciones provechosas con Estados Unidos. Dada la efectividad de relaciones entre ambos Estados, El Cairo ha jugado una actuación transcendental en las negociaciones de distintos actores árabes con Israel, postura específica que ayudó a que Egipto destinara un área exclusiva en la diplomacia regional. Con todo, los Acuerdos de Abraham (13/VIII/2020) pueden constituir que Egipto se deshaga de su posición en favor de los Emiratos Árabes Unidos o Bahréin, que en el fondo entrañan nuevas oportunidades para el Estado judío dentro de Oriente Próximo y la órbita árabe. Entre estos cuatro actores primordiales de Oriente Próximo, Irán, con un estilo más intricado es el interlocutor más problemático de convenir. La proyección de Irán en ciertos estados de la zona está más enraizada que la de actores como Arabia Saudí o Turquía, que se deslizan en clave monetaria o diplomática, más oficial, pero menos adecuada sobre el terreno. El efecto dominó saudí en los precios del crudo, más la imposición turca sobre la OTAN y el contrapeso de Egipto en vías de comunicación compartidas con el Viejo Continente o la capacidad de intromisión iraní, muestran a todas luces la atomización del poder. La hoja de ruta de estas fuerzas regionales es cada vez más irrefutable en un nivel que subordina las líneas estratégicas. En otras palabras: Oriente Próximo y sus principales protagonistas regionales circunscriben un teatro que se sabe de intereses cruzados y actores discordantes.

“Lo que aquí se describe es una de las zonas más explosivas del planeta por medio de Turquía, Egipto, Irán y Arabia Saudí, todas puntas de iceberg político, militar, económico y cultural dentro de una demarcación tan inestable como manifiesta en el tablero geopolítico: Oriente Próximo”.

A resultas de todo ello, la geopolítica a modo de predecir el comportamiento político a través de variables geográficas, formula en el tablero de Oriente Próximo potencias tanto globales como regionales que exhiben sus credenciales para posicionarse, en atención a los recursos naturales que el territorio acapara y las líneas de tránsito integrales que la cruzan. Estados Unidos ha trasladado el meollo de Oriente Próximo y con ello ha avivado que aliados estratégicos ya no divisen únicamente a Washington. A pesar de que el centro de gravedad económico se ha retirado a Asia-Pacífico, Oriente Próximo mantendrá una balanza definida en la política internacional. La mutación hacia un orden multipolar con puntales de influencia diseminados por la aldea global, concede a las potencias regionales una labor al alza. Estados como Arabia Saudí, Irán o Turquía, con una radio de influencia acentuado, despliegan una actuación esencial en las eventualidades geopolíticas. Egipto puede ser el aliado que establezca o vigorice la posición de alguno de estos tres países. Estos actores regionales tienen un entendimiento más adecuado sobre las dinámicas de la zona, y como tal, les ofrece la ocasión de ganar margen de estrategia en su diplomacia y justificar que están en posición de oscilar en sus acuerdos. Oriente Próximo no perderá su aspecto turbulento ni el valor geoestratégico. Queda claro, que Turquía, Irán, Arabia Saudí y Egipto son actores fundamentales en una de las regiones donde más intereses y conflictos se enmascaran. En este sentido, la idiosincrasia de Oriente Próximo semeja el rumbo hacia el que nos encaminamos e irradia la mutabilidad que requiere fraguar un orden con unos extremos de desequilibrio limitados. En consecuencia, el ataque de Hamás a Israel y todo lo que posteriormente ha desencadenado, ha causado una conmoción manifiesta en Oriente Próximo. Esta irrupción se distingue por su magnitud, ya que ha dejado una elevada cantidad de ciudadanos israelíes fallecidos o secuestrados, así como miles de víctimas palestinas en la réplica israelí. No cabe duda, que Hamás consiguió adentrarse en instalaciones del ejército israelí y beneficiarse de tecnología que desafió la seguridad de Israel, produciendo inseguridad y degradación. La marcha de estos sucesos es irresoluta y puede contemplarse a través de los medios de comunicación. Los resultados son impredecibles, aunque es posible que robustezcan de momento la cohesión en Israel. Por otra parte, el presidente Abás, reconoce que la realidad en Cisjordania es descabellada y que la ANP no puede ser un ingenio de contención al servicio de Israel. Este conflicto se arraiga en el origen del Estado de Israel bajo la atenta mirada de países como Turquía, Egipto, Irán y Arabia Saudí, singularizado por la Torah y una sucesión de acontecimientos históricos y en la posterior división del Imperio Otomano después de la Primera Guerra Mundial. Además, la geoestrategia de la zona tras la Segunda Guerra Mundial transmutó a Israel en un aliado crucial de Estados Unidos, lo que ha llevado a continuadas amnistías internacionales y a condiciones de subsistencia difíciles para los palestinos. Finalmente, la Comunidad Internacional ha desacreditado a Hamás y aplicado represalias, pero parece haber una discrepancia en la estimación del sufrimiento vivido entre las partes envueltas. Me explico: este entresijo, aunque condenado abiertamente, según quién o quiénes, sugiere a día de hoy la interrogante de cuál es el remedio para los palestinos. El repique del ataque sorpresivo de Hamás ha forjado una nueva dinámica geopolítica en Oriente Próximo con alcances insospechados. El inconveniente palestino fuertemente enraizado en la historia y en las relaciones internacionales, permanece sin un ápice de solución en el horizonte.

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