Se han escrito unas cuantas líneas que pocos habrán leído. Pasa mucho, en este Planeta no se lee nada de corrido. Supongo que es el origen de la sensación de vacío que tengo cada vez que escribo. Debió ser la misma de Alberto cuando supo que se quedaba en la calle.
Me impactó su muerte como el chasquido sordo que dio su cuerpo contra el asfalto. Nunca fue otra cosa que un personaje más de un barrio de protección oficial. No quiso nada de Servicios sociales, ni de albergues, tampoco de confesiones a ritmo de cafés con los amiguetes de toda la vida. Nadie sabía que se iba porque lo hacía sin equipaje.
Ahora, esos rotativos que nos dan la vida a los que amamos las letras impresas, a él le han dado la puntilla sacando a relucir su pasado quinquero y drogatilla. No lo era en verdad, sino un pícaro del XXI que también los hay. De poca monta, todo hay que decirlo, porque quedarte con los adelantos del chapú para materiales que te dan para un bocadillo y un café, no tiene nada que ver con los Botines, ni los grandes de España.
Pero está claro que si pobreas con la miseria, te besa en la cara. En caso de estafar o mentir hay que hacerlo a lo grande con muertes a mansalva y blasones sanguinolentos y te casarás en altares mayores dándote una reverencia el Quilin del momento.
La Historia la cuentan los vencedores y desde Heródoto no ha habido nadie ni tan listo, ni tan riguroso. Miren sino a Homero con sus héroes a cal y canto y sus mujeres calladas y quietas mientras las violaban. Miren para otro lado y sientan como un ciego ve más allá de la Política y de cómo salvar los Estados.
Alberto ha muerto como vivió, en barrio obrero de mala muerte donde la droga se despachaba por impedimento vital. Su madre tenía un contrato en regla de por vida, así que lo recogió de igual modo que lo parió, con generosidad absoluta. Madre sé es hasta que una se muere con hijos descarriados o no, a los que alojar bajo tu techo a la mínima que necesiten. Pero no pudo la mujer alargar su existencia, ni dejar de ver que ese hijo del que tiraba el destino trágico se quedaba a su fallecimiento, descompuesto. Servicios sociales le quiso buscar un apañedero, pero él prefirió persignarse de muerte en vida saltando por un balcón. Inquilino hasta la muerte. Pero no fue sino un salto de fe a un mundo mejor, más allá de la sangre coagulada, el barrendero con agua derramada sobre ella y los vecinos retornando a sus vidas donde solo será una mueca en la memoria colectiva.
Nada cambiará, porque nunca cambia sino el azul del cielo o las borrascas matutinas. Solo el medio ambiente sabe que todos estamos en un balcón esperando la hecatombe final para darnos la voz de salida.
Alberto estaba desahuciado de la vida mucho antes de poner la silla que lo elevaría por los cielos. Destinado a ello como creía mi profesor de literatura don Antonio, que dejó los hábitos por amor y retornó al colegio de monjas para ganarse la vida. Deletreaba tan bien el latín que nos dio el texto del examen con pelos y señales, pero las muy tontas que nunca estudian, estropearon el milagro de que aprobásemos la clase entera por no saber hacer ni un mínimo de sintaxis. Muchas veces me pregunto que habrá sido de todas ellas. Y si alguna habrá saltado de un balcón con la vida extinguida en llamas.
Nunca sabemos qué nos espera en esta vida. Fíjense que Don Antonio creía que yo escribiría. Así que imagínense las múltiples posibilidades que tendremos cada uno de nosotros.
No es difícil escribir sobre el suicidio de alguien que nació muerto, lo es dejar de oír el chasquido de su columna vertebral estrellándose contra el frío suelo, las voces quedas de sus amigos justificando que era una buena persona o ese olor a rancio que destila la pobreza.
No es bueno ser pobre, ni estar desesperado, ni es la picaresca, épica. Y sin embargo, Alberto me recuerda a los héroes troyanos condenados a la tragedia, porque los dioses del Olimpo tiraban los dados del destino, mientras a sus mujeres las violaba el enemigo y ellos perdían sus cabezas.
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