Mientras el mundo se moviliza con las vacunas y los gobiernos demandan a las multinacionales la liberación de las patentes, la humanidad sigue pendiente de este preciado elixir que nos libere de una muerte anunciada.
¿Cómo conseguiremos la inmunidad? ¿Estamos preparados para las nuevas cepas, las posibles mutaciones y los anunciados efectos secundarios?
Yo no soy científico, no pertenezco a ese apasionante universo de la investigación. Mi oficio es la docencia, impartir clases de Filosofía en intentar inocular el virus de la curiosidad, de la admiración, del inconformismo y de la crítica, poner en duda los planteamientos que siempre hemos aceptado para entrar en ellos y analizar su coherencia.
En las clases de Valores Éticos debatimos sobre la vacuna posicionándonos al respecto: ¿Debemos vacunar nos? ¿Quién se prestaría para hacer de cobaya humana? ¿Debería ser obligatoria para todos?
Las respuestas ya nos las podemos imaginar.
Recurrir a Sócrates es un antídoto. El padre de la Filosofía predicó en un tiempo lleno de sofistas, en una época en la que leyes y la justicia estaban al albur de lo que convenía en cada momento.
El maestro fue acusado de corromper a la juventud y condenado a beber la Cicuta. Defendió la ley y abogó por cambiarla si no favorecía a la sociedad.
Sembró, Sócrates, un jardín de dudas desde las que tenemos que llegar a conquistar los valores que nos hacen ciudanos de la Polis.
En las conclusiones de los chavales encuentro respuestas poco solidarias y plagadas de bulos y chascarrillos: que se vacunen todos y luego yo decido, no existe el virus, quieren vender mascarillas, nos introducirán un chip para controlarnos, etcétera, etcétera.
¿Qué haría Sócrates mientras miles de muertos llenan las estadísticas? ¿Cómo convencería a los negacionistas sobre la certeza de lo que está ocurriendo? ¿De qué modo confiaría en la ciencia como progreso de las sociedades? ¿Qué objeciones defendería frente a los que hacen de la solidaridad un pañuelo de usar y tirar?
"Solo sé que no sé nada". Este era su lema, su bandera. Se empeño en destruir cárceles y hacer escuelas y revolucionó la Historia de la Ética hasta dejarse la vida con la idea de que no existen hombres malos, sino ignorantes.
Mientras Ceuta se desmorona por la pandemia, deberíamos reunirnos en el Ágora e intentar exponer nuestros miedos y esperanzas. En ese diálogo sería posible diseñar un fármaco que sanara el peor de todos los males; la ignorancia y el desconocimiento.
Somos capaces de creer en Dios, pero dudamos de la Astrazeneca; son paradojas de la vida.
Y para más INRI, nos desayunamos en el Telediario que la consejera de Educación de la comunidad Murciana aconseja que nadie se someta a la fatal inyección del maligno.
*Carlos Antón Torregrosa es profesor de Filosofía del IES Luís de Camoens.
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