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Sobre la envidia

Continuando con la tetralogía de temas propuestos por mis alumnos de Psicología de Segundo de Bachillerato, voy a abordar hoy el tema propuesto por Zohaila: la envidia. Se define la envidia como “tristeza o pesar del bien ajeno. Emulación, deseo de algo que no se posee” y se dijo en otro tiempo que era el deporte nacional en España, después del fútbol o quizás, incluso, por delante de él. Quizás todavía lo siga siendo.
¿Qué nos mueve a envidiar al prójimo?. ¿Qué beneficio obtenemos de ello?. Si lo analizamos objetiva y racionalmente, nada, no ganamos nada. Pero el ser humano no se mueve sólo por razones objetivas y racionales, nuestro comportamiento está lleno de casos en los que nos movemos impulsados por motivaciones que a veces ni nosotros mismos conocemos.
Existe un placer morboso en ver cómo los demás no consiguen lo que se proponen, cómo fracasan ante aquello que desean conseguir e, igualmente, nos podemos sentir profundamente doloridos cuando las cosas les van bien, cuando consiguen algo que nosotros no somos capaces de alcanzar. Uno y otro caso son claros ejemplos de envidia.
Es un sentimiento extraño, repito, del cual no obtenemos ningún beneficio pero, como el perro del hortelano, ni come ni deja comer. No sacamos beneficio pero tampoco queremos que lo obtengan los demás.
La envidia puede comprender multitud de temas y motivos; podemos envidiar a los demás por cuestiones que sólo nosotros podemos comprender: por ser más guapos, por tener más dinero, por tener más éxito con el sexo opuesto, por ser más delgados, por ser más gordos, por ser más altos, por ser más bajos, por saber cantar, por saber bailar, por ser más graciosos, por ser más serios, por saber imponer respeto, por tener don de gentes, por ser felices, por tener un buen coche, por tener una buena casa… y así casi hasta el infinito.
Pero como nos sucede con otros muchos ámbitos de nuestra vida, los temas de la envidia cambian con la edad. Así, cuando somos jóvenes nos deslumbran las cosas materiales y solemos envidiar al que posee cosas de este tipo. Después nos suele atraer el poder, la capacidad de influir sobre los demás y, finalmente, como síntoma de la sabiduría con la que llegamos al final de nuestra vida, solemos envidiar la inteligencia, el desprendimiento, la solidaridad, el altruismo… En este último sentido la envidia puede ser buena en cuanto que nos puede impulsar a hacer cosas similares, aunque la mayoría de las veces nos quedamos en la simple admiración por estas obras sin ser capaces de dar el paso que nos lleve a hacer cosas parecidas.
La envidia en sí misma suele llevar aparejada su castigo, su propia condena. Podríamos decir algo así como que en el pecado lleva la penitencia. Lo que sufre el envidioso viendo cómo el prójimo consigue cosas favorables quizás sea sólo comparable con el placer que siente con el mal ajeno.
Sentimiento ruin este de la envidia que, como tantos otros, pienso que es fruto exclusivo de la naturaleza humana pues no me imagino este sentimiento en los animales, ya que aunque algunos comportamientos de determinados primates nos podrían hacer pensar que ellos también desarrollan algo similar a nuestra envidia, por mucho que se nos parezca deben estar a años luz de este lamentable sentimiento humano.
Con frecuencia la envidia también forma parte de otros rasgos humanos: del narcisismo o de la megalomanía. Mediante el primero, el sujeto se idolatra y adora a sí mismo; con el segundo experimenta unos delirios de grandeza material o moral, creyéndose el mejor en todo. Ante este deseo de ser el mejor en todo, a menudo se sienten amenazados por los éxitos o la felicidad de los demás, viven en una competencia constante con todo el mundo y desarrollan unos irreprimibles sentimientos de envidia.
No es sólo que se sientan insatisfechos porque los demás tienen cosas que ellos no tienen; es que ellos desean precisamente lo que tienen los demás y por eso sufren. Y ese sufrimiento condiciona su estilo de vida, su personalidad y su felicidad.
Podríamos decir que en la envidia vale todo, es como la “ley de la selva” o el “sálvese quien pueda”. Para hacer daño a la persona que es objeto de su envidia, el envidioso no duda en difamar, calumniar, insultar o acusar falsamente y, cuando ya no le quedan más argumentos en contra de la otra persona, transforma la mentira en verdad y devalúa la verdad para hacer creer que el otro no vale nada.
La envidia afecta a todos los ámbitos pero dicen los entendidos en este tema que en ningún otro oficio como el arte y  la política es tan evidente la envidia. Reza el dicho: “tu colega es tu peor enemigo”, pues abundan quienes conspiran a espaldas de los que ejercen la misma profesión.
Hace unos años mi colega Doctora en Psicología Elena Ochoa, tenía un programa en televisión que se titulaba “Hablemos de sexo”. Programa que en cierto modo fue bastante polémico porque era la primera vez que se hablaba sin tapujos de ese tema tabú, desde un punto de vista médico y psicológico bien fundamentado.
Pues bien, respecto al tema de la envidia la Doctora Ochoa dice lo siguiente: “cuando alguien como nosotros logra con éxito lo que habíamos depositado en el baúl de los sueños, cuando otro consigue aquello a lo que habíamos renunciado, nuestro ego a veces no puede soportarlo, sobre todo si ese alguien, ese otro está cerca en el tiempo, en el espacio, en edad, en reputación, en nacimiento”.
Con frecuencia el envidioso se disfraza de amigo, como el lobo de oveja, pues suele ser astuto y, aunque mediocre, se ufana de ser sabio y experto. Por eso dicen que lo mejor que se puede hacer cuando detectamos que tenemos a un envidioso cerca es permanecer siempre con los ojos bien abiertos y los oídos tapados, para no caer en las trampas que nos irá poniendo ni escuchar los falsos cantos de sirena que irá interpretando.
Afortunadamente, hay un tipo bueno de envidia: la sana envidia. La que no se queda sólo en la secreción de jugos gástricos corrosivos sino que ve el éxito de los demás como acicate para que nosotros también nos esforcemos en conseguir logros similares. Pero, por desgracia, es la menos frecuente.
A veces, cuando estoy en la sala de espera de la consulta de un médico, me pongo a escribir. La poesía no ha sido nunca un género que yo haga cultivado con predilección, pero hubo un tiempo en que me dio por escribir sonetos. No sé por qué precisamente sonetos pero siempre que trato de escribir una poesía me sale, sin querer, un soneto.
Pues bien, hace ya tiempo en la sala de espera de la consulta de un médico escribí un soneto sobre la envidia. Voy a terminar con él este artículo, el cual espero que haya satisfecho la petición de Zohaila.
No lo olviden, cuidado con los envidiosos, eviten serlo ustedes mismos por su propio bien pues sufrirían mucho si lo fueran.

Envidia
Qué frecuente, por desgracia,
es tu presencia
Proliferas en pudientes
y en menguantes
En países muy cercanos
y en distantes
No distingues ni de lenguas
ni banderas.

Amistades a menudo
has quebrantado
Pero es bueno que se
sepa quién es quién
Si el amigo nos despacha
con desdén
No quisiera yo tenerlo
a nuestro lado.

Es lo bueno de tu ser tan malicioso
Destapar las esencias
que hay adentro
Aunque dejen desolado
y quejumbroso.

Pues tu influjo al
inocente torna presto
Mudando su inocencia, doloroso,
Recogiendo por cosecha
su lamento.

P.D. A partir de esta semana, si algún lector-a (si es que hay alguno-a) me quiere transmitir algún comentario o sugerencia sobre estos artículos o relatos (según los casos) dominicales, me los puede hacer llegar a  
jose61eloy@yahoo.es. En la medida que el tiempo me lo permita, procuraré contestar.

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