Colaboraciones

Sobre Ceuta y el racismo

Ceuta es, de por sí, racista”. Esta frase, pronunciada por la Vicepresidenta Segunda de la Asamblea (concejala del PSOE) en el transcurso de un lamentable programa de televisión (carente por completo de seriedad y rigor), emitido por una cadena caracterizada por su burdo sensacionalismo (Tele 5); ha ocasionado una fuerte convulsión en el espacio público de opinión local. Poniendo de manifiesto dos hechos. La incongruente inmadurez de la sociedad ceutí. Y la insufrible inconsistencia de los partidos políticos que configuran nuestro mapa representativo. Porque esta es una cuestión de importancia capital en Ceuta que ya debería estar suficientemente analizada, debatida e interiorizada como para saber de qué modo y en qué dirección debemos gestionarla. Y sin embargo, cada vez que surge, reaccionamos fingiendo sorpresa, estupefacción o indignación en un intento tan vano como ridículo de esquivar un fenómeno social de insondable profundidad que condiciona de manera determinante el propio concepto de vida en común de Ceuta.
El racismo está presente en todos los rincones de nuestra Ciudad durante cada instante de nuestra existencia. Es un sentimiento que todo lo impregna y todo lo mediatiza. Esta es una realidad de la que es imposible escapar. Una verdad desagradablemente viscosa con la que tenemos que aprender a convivir. No es necesario aportar muchos argumentos para avalar esta afirmación. Todos los ceutíes sabemos perfectamente que en cualquier conversación cotidiana, sobre cualquier asunto, aparece explícita o implícitamente la división categórica entre el “ellos” y el “nosotros” (utilizado indistintamente según la adscripción étnica del orador), que refleja de manera indiscutible la coexistencia de dos colectivos con tendencia al hermetismo con muy escasos ámbitos de confluencia. Sobre la relación socialmente jerárquica entre ambas comunidades, tampoco es preciso esmerarse en encontrar pruebas. Cualquier estadística oficial al respecto resulta concluyente (educación, empleo, vivienda, pobreza…).
Sin embargo, detenernos en esta (simple) constatación resulta claramente insuficiente. La complejidad del racismo es de tal magnitud que resulta estéril intentar acotarla con un término único y preciso. El racismo (como sucede con el machismo) es, además de una actitud individual, un estado psicológico y una conducta inducida; una pauta de comportamiento colectivo, un componente esencial de la dinámica social y, sobre todo, una estructura de poder. Esta circunstancia es la que explica que las discusiones sobre racismo sean tan ásperas y encendidas. Habitualmente quienes se enzarzan en estos combates dialécticos utilizan las mismas palabras para nombrar conceptos diferentes. Este es el motivo por el que buenas personas, que tienen (con razón) un buen concepto de sí mismas, se sienten agredidas o insultadas cuando se les advierte de que mantienen comportamientos racistas.
Existe un racismo consciente, beligerante y agresivo, practicado por (malas) personas que asumen la discriminación racial como un fenómeno consustancial de la especie humana que debe tener su reflejo en la configuración de la sociedad. Afortunadamente, se trata de una corriente (aun) muy minoritaria (en Ceuta también) que es preciso erradicar políticamente, entre otras razones porque entra en contradicción con los principios constitucionales y los valores democráticos. Si en algún momento esta forma de pensar creciera significativamente, la convivencia sería un infierno. Pero existe otro tipo de racismo. Oculto. Instalado en el subconsciente y que se expresa de manera intangible, con gestos, acciones y actitudes (no con palabras) de diversa notoriedad e intensidad (a veces casi imperceptibles). Este modo de racismo, muy pródigo en Ceuta, no pone en peligro la convivencia pacífica; pero no es inofensivo, porque la propia inconsciencia de sus practicantes lo convierte en un método muy eficaz para perpetuar la estructura de poder (racista) invisible que subyace en el fondo de nuestra arquitectura social, contaminando, cuando no imposibilitando, el desarrollo de una sociedad plenamente igualitaria. Este tipo de racismo se suele detectar con facilidad a través del típico “pero” (yo no soy racista, pero…); de la habitual imputación exculpatoria (“ellos” también son racistas…); o culpabilizando a las víctimas de las consecuencias del racismo (“estas cosas suceden porque ellos se lo buscan…)
Asumir que en Ceuta el racismo subconsciente está muy extendido no debe suponer una tragedia. Lo que sí es un drama es negarlo. Ceuta debe aprender a conocerse y reconocerse. Con nuestros defectos y virtudes; con nuestros éxitos y nuestros fracasos; con nuestros problemas y nuestros logros. El racismo es uno de nuestros grandes problemas (acaso el mayor). Es una enfermedad del alma. Y como tal tiene solución. Pero sólo a través de un proceso largo, lento y difícil. Como sucede con todo aquello que se gesta en lo más recóndito de nuestro ser como fruto de una educación secular. Este es el gran desafío de la Ceuta del siglo veintiuno. Iniciar juntos, desde la concordia, la comprensión y la tolerancia, un apasionante camino hacia la interculturalidad. Siendo conscientes de que necesitamos tiempo, paciencia, generosidad, empatía y afecto mutuo.
Por eso no puedo entender que haya partidos políticos, que dicen trabajar por y para Ceuta, y que antepongan otros intereses (por legítimos e importantes que sean) a ese gran sueño de construir la Ceuta de todos y todas libre de racismo y división. Por eso no puedo entender cómo van cayendo derrotadas en el Pleno de nuestra Asamblea, una tras otra, propuestas tales como: Aprobar un Proyecto Educativo de Ciudad, crear el Observatorio de la Convivencia, reconocer institucionalmente el Árabe ceutí; ofertar religión islámica en secundaria en los mismos términos que la religión católica; dotar a las aulas de infantil de auxiliares de conversación para facilitar la comunicación entre profesorado y alumnado con dificultades en el manejo del idioma; o considerar fiesta local del día de culminación del Ramadán.
Está muy bien indignarse ante un diagnóstico de racismo; pero estaría infinitamente mejor emplear esa energía en combatirlo de verdad.

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