La irrupción en las calles de los autodenominados “indignados”, se ha convertido en el fenómeno de moda. Despierta, lógicamente, opiniones de las más variopintas condiciones. Estamos ante un movimiento extraño, heterogéneo y confuso, cuya propia indefinición es el germen de su extinción. Porque, más allá de la inevitable simpatía que inspiran este tipo de reacciones espontáneas, la mera expresión de descontento, sin explicación ni coincidencia en las causas, y, sobre todo sin un objetivo concreto, no es más que un desahogo estéril condenado de antemano a la irrelevancia. No obstante, del caudaloso torrente de ideas, críticas, propuestas y mensajes, emanado de las múltiples concentraciones surgidas por toda España, hay dos cuestiones que llaman poderosamente la atención.
Primero. Figura como estandarte de la movilización la reivindicación de “democracia real”. Es curioso que se formule esta exigencia sin cuestionar el sistema económico (sólo se apuntan leves cambios y matices al respecto). La democracia real está basada en la participación efectiva de todos y cada uno de los ciudadanos y ciudadanas en la vida política. Y eso significa garantizar la igualdad de oportunidades (que cada individuo, libremente asociado, pueda llevar su mensaje a toda la sociedad en igualdad de condiciones) y el acceso libre a una información objetiva y veraz. Ni una cosa ni la otra son posibles en un sistema capitalista en el que la información, y la política en si misma, son tratadas como meras mercancías controladas, en última instancia, por el poder económico. Capitalismo y democracia real son incompatibles. Hay que optar. Podemos citar aquella oportuna frase de un afamado estadounidense: “La democracia es el mejor de los sistemas posibles, aunque este que tenemos en EEUU tampoco está mal”.
Segundo. Sorprende enormemente la implícita exoneración de responsabilidad de los ciudadanos en la crítica a la degradación de la política. La inobservancia de todo principio ético en la conducta social es indiscutible. Cualquier persona mínimamente decente siente náuseas al comprobar la degeneración que ha sufrido la vida política.
Pero lo que resulta de un cinismo exacerbado, rayando en lo grotesco, es imputar este problema a los partidos políticos como si estos fueran instituciones al margen de la ciudadanía. Los partidos políticos han dejado de dar importancia a la corrupción porque el cuerpo electoral ha dejado de considerar la honradez como un valor esencial. De hecho, los ciudadanos votan masivamente a partidos y personas de los que tienen la absoluta certeza de que son corruptos. Son ellos los culpables de que estos comportamientos calen y se extiendan hasta impregnarlo todo. Idéntica suerte han seguido la sinceridad y la coherencia. Cualidades, otrora apreciadas y practicadas con esmero por las formaciones políticas, y hoy en desuso relegadas al olvido. Los ciudadanos votan a partidos y personas que saben perfectamente que les están mintiendo. Ellos son los culpables de que la mentira sea el recurso dialéctico por excelencia en la actualidad.
Un ejemplo que ilustra con claridad todo esto, lo podemos encontrar en lo que ha sucedido recientemente en nuestra Ciudad, con motivo de la tramitación de la iniciativa legislativa sobre las bonificaciones de las cuotas a la seguridad social.
Desde la campaña electoral del año dos mil cuatro, los dos partidos, PP y PSOE, llevan prometiendo a los ciudadanos la ampliación y extensión de las bonificaciones. ¿Hay alguien que se pueda creer que si esa fuera la voluntad real de ambos, habrían pasado ocho años (y lo que queda) sin que se materializara? Evidentemente, están mintiendo. El PSOE dijo que sí en dos mil cuatro, lo votó a favor en dos mil siete, votó en contra en dos mil diez y ahora ha votado a favor en dos mil once advirtiendo que vota que sí pero que será que no.
El PP votó a favor en dos mil siete, retiró la iniciativa en dos mil diez diciendo que tenía un pacto (nadie sabe en qué consiste el pacto), y ahora ha vuelto a votar lo que antes retiró. En cualquier caso, la legislatura concluirá y la citada ley no llegará ni a tramitarse. Todo, pura mentira. Semejante burla sería inconcebible si la ciudadanía se tuviera un mínimo de respeto a sí misma y les respondieran retirándoles la confianza; pero no es así. Los siguen votando. Por eso les siguen mintiendo. Sin pudor.
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