En todas las naciones existen símbolos y señas de identidad propios, que les imprimen carácter. Los símbolos son su bandera y su himno, y de entre las variadas señas de identidad destacan por su relevancia el idioma común, la historia y la religión. Lo que es normal, lógico y sensato, lo que suele suceder en cualquier país del mundo, es que tales símbolos y señas sean objeto del afecto y el respeto de todos sus hijos, siempre dispuestos a defenderlos. No podemos imaginarnos a un ciudadano de los Estados Unidos de América, o de Francia, o de cualquier otra nación, mofándose de su bandera o despreciando su himno. El cine y la televisión nos han dado pruebas más que suficientes al respecto. Y si excepcionalmente sucede lo contrario, como ocurrió en cierto encuentro internacional de fútbol entre las selecciones de Francia y de un país norteafricano, en el que, en presencia del Presidente de la República, determinados ciudadanos franceses de origen magrebí silbaron su himno nacional, la “Marsellesa”, las autoridades reaccionan de modo inmediato adoptando severísimas medidas para que aquello no vuelva a pasar.
España, sin embargo, es diferente, como decía aquel slogan turístico introducido por Fraga. En este aspecto, lo es por desgracia. Aquí, en nuestra Patria, se quema la bandera nacional impunemente, aquí se saca en cualquier manifestación que se precie la tricolor de origen republicano, que no es la bandera consagrada por nuestra Constitución, sin que pase nada (aunque si la que se exhibe es la del águila mal llamada “franquista”, entonces hay protestas y, en ocasiones –lo he presenciado en directo- las fuerzas del orden la retiran). Aquí hay zonas del territorio nacional donde se incumple ostensiblemente el mandato legal de que la enseña nacional ondee en los edificios oficiales. Aquí se abuchea, también impunemente, el himno nacional, ante el propio Rey de España, a quien asimismo se le silba. Aquí, el idioma común, el castellano -el español-, es objeto, en determinadas zonas del territorio nacional, de una intolerable marginación, en franca desobediencia a las leyes y a las reiteradas resoluciones dictadas por los tribunales del mayor rango. Otra seña de identidad, la de la unidad nacional, viene siendo puesta en solfa de manera continuada en las comunidades autónomas donde, desde hace treinta años, se adoctrina a los alumnos en el desamor –o en el odio, lo que aún es peor- a la Patria única e indivisible en que se fundamenta la Constitución. Una unidad sometida a repetidas amenazas sin que sus autores -con la relativa salvedad de los que usaron el terror como medio- hayan encontrado hasta el momento la horma de su zapato.
Por lo que respecta a la historia y a la religión, que forman parte esencial de la identidad de España, más de lo mismo. La historia, nuestra Historia con mayúsculas, llena de gestas heroicas, está siendo tergiversada, prostituida, falseada. Ahora resulta que tenemos que repudiar, avergonzarnos y hasta pedir perdón por hechos tan trascendentales como la Reconquista o la expansión en el Nuevo Mundo descubierto por España, que llevó hasta allí el idioma y la Cruz. Ahora resulta que la Guerra de Sucesión, en la cual, a principios del siglo XVIII, se dilucidaba qué persona de sangre real había de heredar el trono hispano, era la Guerra de “Secesión” en Cataluña, cuando la realidad es que dicha región apoyaba al pretendiente cuyas aspiraciones no prosperaron. Lo mismo y por similar motivo sucede con las Guerras Carlistas del siglo XIX, disfrazadas a estas alturas en las “ikastolas” como una especie de lucha por la libertad del País Vasco. ¡Cuanta mentira!
En lo que atañe a la religión, hace ya quince siglos que el Rey visigodo Recaredo (Hispaniarum Rex se titulaba) abjuró del arrianismo para convertirse al catolicismo, declarándolo religión oficial del reino. Hoy, como entonces, es la fe profesada por una gran mayoría del pueblo español. Sin embargo, está siendo ridiculizada, ofendida, menospreciada y vejada de un modo inclemente. Su jerarquía es objeto de burla en medios informativos de gran penetración, su doctrina sometida a escarnio público, sus practicantes no somos más que “carcas” anclados en el pasado. Así de retorcidas andan las cosas.
Lamentablemente, España debe ser la única nación del mundo en la que se producen, y además de manera simultánea, tales desprecios y tamaños despropósitos, que constituyen gravísimas ofensas a las más valiosas esencias de cualquier país que se precie de serlo.
Por fortuna, vivimos en una ciudad donde, entre los demás valores, se respetan el himno y la bandera, la cual, cada jueves, es objeto de un sencillo y, a la vez, solemne y emotivo homenaje en el que se refleja la secular simbiosis entre Ejército y sociedad civil que caracteriza a Ceuta. Una ciudad, en fin, cuyos habitantes, según la última encuesta del CIS, dan el más claro y elevado ejemplo de patriotismo, cuando más de un 97% de los aquí encuestados, sin distinción de etnias o religiones, se declaran orgullosos de ser españoles. El mayor porcentaje de España.
Merece la pena seguir luchando por esta tierra, sin dejarse caer en el desaliento. Desde luego, no seré yo quien tire la toalla.