Colaboraciones

El símbolo de lo insaciable por querer explorar lo desconocido

Hasta no hace mucho, la Luna se había contemplado, tarareado, relatado, reproducido, escudriñado e incluso, coqueteado en los sueños con su argenta luminosidad, pero, en ningún otro tiempo, nadie había conseguido aprisionarla con las huellas de sus pies. Sin duda, el hombre había alcanzado un lugar desconocido, misterioso e incógnito para traspasar la frontera física de la era espacial.
Si de por sí, en lo irresoluto de los tiempos el ser humano de antaño se interrogaba qué habría más allá de la bóveda celeste, desde el instante en que echó un vistazo a la inmensidad y tuvo la curiosidad de saber quién era, de dónde procedía y hacia qué se encaminaba, en tan solo cinco décadas, hemos irrumpido en el espacio con exploradores robóticos y un asentamiento humano permanente, con el que apreciamos el sistema planetario y otros objetos astronómicos que giran directa o indirectamente en una órbita alrededor del Sol.
Algo así, como transitar cuatrocientos mil kilómetros y remontar hasta ahí arriba, al mismo tiempo, que llegar y regresar ante un cambio de paradigma, en un alarde de descubrimiento, proeza y ambición.
Una iniciativa como muy pocas alcanzadas a lo largo y ancho de la Historia Universal, porque no sólo atomizaría el nuevo cuño histórico de su objetivo, sino, que los medios de comunicación de masas difundieron un suceso de exploración espacial sin precedentes, como si propiamente estuviésemos inmersos en un sueño del futuro.
Atrás quedaban gestas tan épicas y gloriosas como la llegada de Cristóbal Colón a tierras americanas en 1492 o la originada hace quinientos años, cuando una expedición bajo la dirección de Fernando de Magallanes se consumaría con Juan Sebastián Elcano, hasta completar la primera circunnavegación al mundo; demostrándonos una vez más, que podíamos hacer posible aquello que humanamente era inalcanzable.
Por consiguiente, nos encontramos ante un hito de aquel día icónico del 16 de julio de 1969 que no ha envejecido, con el que se daba por iniciado un periplo galáctico y del que no se vaticinaría lo que más tarde estaría por llegar. Era algo así, como la inducción de una chispa en la carrera espacial que nadie quiso perderse, al ser retransmitido en directo en aquellos parpadeantes televisores de tubo en blanco y negro, que, según las estimaciones consultadas, seiscientos millones de personas pudieron ver algo jamás visto: ‘la irrupción del hombre a la Luna’.
Un viaje, a lo mejor, atrevido y osado a otro mundo o, según y cómo, una especie de acrobacia al vacío en un territorio extraterrestre sin atmósfera. No pudiendo existir apenas margen de equivocación en las operaciones y al que sólo se sabía con convencimiento, hasta dónde se intentaba llegar o si se retornaría complacientemente a la Tierra, quiénes estaban esperanzados en desafiar una gran aventura.
Lo extraordinario de la misión espacial ‘Apolo XI’ tripulada por Estados Unidos y culminada con el alunizaje de los astronautas Neil Armstrong, Buzz Aldrin y Michael Collins, estribó en saber llevar a los límites la capacidad tecnológica de un país, en la que hubo de improvisar la concepción de miniaturización, ya que aquello llamado a discurrir por el espacio, tenía la premisa de ser ligero y adaptable para que el ser humano lograra caminar por la superficie lunar. "Lo que verdaderamente se dirimió entre los días 11 y el 20 de julio del año 2002, fue algo más que un asunto de soberanía sobre un risco deshabitado de controvertible valor estratégico, que, más bien, se utilizó para regular los efectos que hubiera tenido una hipotética reacción de España, ante la pretensión alauí de las Ciudades Autónomas de Ceuta y Melilla” Donde más se percibió esta realidad, sería en la teoría de la computación, al conseguir suplir las válvulas de vacío por los primeros circuitos electrónicos, aparte, de producirse un gran adelanto en el apartado de las telecomunicaciones.
El reto del presidente estadounidense John Fitzgerald Kennedy junto a miles de ingenieros y operarios de la NASA, se había consumado; una intervención considerada de alto riesgo y con múltiples componentes, que, en definitiva, podía haber convertido aquel encargo en una infausta frustración a nivel internacional.
Pero, sus advertencias no dejaron de lado ninguno de los mecanismos fundamentales de un programa que no era cualquier cosa. Con un objetivo y plazo patentemente delimitados y una realización magistral muy bien resuelta, haría de lo imposible lo posible para que el hombre lograse definitivamente avanzar sobre el plano lunar y volviese sano y salvo a su estancia llamada ‘Tierra’.
Este viaje legendario dispuso del apoyo y control inconmensurable de las tres instalaciones de seguimiento espacial habidas en España; tales, como Fresnedillas y Robledo de Chavela situadas en Madrid y la de Maspalomas, en Gran Canaria. De manera, que técnicos americanos y españoles previnieron e inspeccionaron el estado de estos tres personajes, así como el de sus naves Columbia e Eagle.
La preparación de esta misión se emprendería una década antes, ya que las pruebas a las que hubo de enfrentarse los científicos fueron numerosas: trazar cohetes de lanzamiento más poderosos, ganar mayor maniobrabilidad en las naves, extraer más eficacia en el software y hardware de este tiempo, pero, sobre todo, que los astronautas designados obtuvieran una cantidad significativa de horas en el espacio.
Aquella gran travesía en la Historia de la Humanidad no se habría llevado a cabo, sin el espíritu de superación de los años sesenta y sin la carrera astral que, en todos los ámbitos, se había dado por iniciada entre dos superpotencias. Los doce privilegiados que respectivamente, entre los años 1969 y 1972 entendieron como la mayor parte de los habitantes del momento, que más adelante dispondríamos de viajes cósmicos habituales, bases permanentes en su superficie y vuelos llevados a Marte.
Si bien, esta realidad ha sido muy distinta a la que se predijo.
Mientras tanto, el único satélite natural de la Tierra y el quinto más grande del sistema solar, que gradualmente ha alimentado la cultura popular, como el concepto de comprender el mundo y las suposiciones conspirativas que le han acompañado, continúa exhibiendo su hermosura; haciendo agitar las mareas y apuntalando tanto la órbita como la inclinación del eje en la rotación terrestre. Y es que, ante tal encanto, todo hombre de cualquier raza, lengua, pueblo o nación, seguirá aferrándose a sus hechizos, a pesar, de que hay quién aún se empeña en hacerse dueño de Ella.
Con estos indicios, este pasaje pretende hacer visible el alcance de esta odisea tecnológica, en aquellos inalterables ocho días, tres horas y dieciocho minutos fascinantes que duró este episodio y que alborotó la capacidad técnica de la época retratada, que, como es señalado, se conmemora como la vez primera que un grupo de terrícolas viajó a otro mundo.
Un acontecimiento como el que se narra en estas líneas, que elocuentemente modificó el criterio del espacio vital humano, palpándose que se tenía y se tiene la capacidad de conquistar otros mundos fuera del globo terrestre. Pero, ¿en qué contexto mundial se hilvanaron las piezas del primer viaje a la Luna?
Los inicios de los sesenta fue una etapa de creciente influencia comunista. Estados Unidos estaba obligado a dar un puñetazo en la mesa, para reconquistar el protagonismo tecnológico malogrado, después que la URSS pusiera un satélite como el Sputnik en 1957 y a un cosmonauta en órbita como Yuri Alekséyevich Gagarin en 1961.
Acontecían las circunstancias de la Guerra Fría, una colisión ideológica y económica entre dos bloques totalmente incompatibles. Los americanos manejaban la opinión de quedar cercados por el comunismo, en la que Vietnam del Norte podía convertirse en una de las series de naciones que irían desplomándose. Entre tanto, el presidente Lyndon Baines Johnson había promovido la guerra del Vietnam y el joven Kennedy, elegido en 1960, siguió apoyando al régimen de Vietnam del Sur.
En este entorno de notable incertidumbre, los cohetes creados por americanos y rusos para mutuamente intimidarse con las cabezas nucleares, brindaba la oportunidad de salir más allá de la atmósfera terrestre, o, lo que es lo mismo, apresurarse a la carrera espacial.
Ya en abril de 1961, Estados Unidos había padecido un durísimo revés al pretender ocupar la República de Cuba, con la tentativa fallida de destituir a Fidel Castro Ruz, aliado indiscutible de la Unión Soviética.
Este mismo año, el presidente Kennedy diseñó una propuesta para reivindicarse y rescatar parte del poder hegemónico como nación, firmando unas instrucciones para proceder a un alunizaje conducido. Era así, como finalmente nacería el ‘Proyecto Apolo’, que continuaría su marcha a pesar de ser asesinado en 1963, donde tras una década y diecisiete misiones lograría poner a doce astronautas en nuestro satélite.
Con el precedente de materializarse diez misiones del Apolo, se había conseguido romper numerosas barreras hasta el momento infranqueables, pero la llegada de una sonda rusa a la superficie lunar, iba a acelerar el deseo de ganar esta competición.
Inicialmente, se apuntaló el tipo de perfil en el vuelo, al que le siguió la estrategia de probar sistemas y componentes tanto en la Tierra como en vuelos alrededor de la misma; instaurándose de inmediato un Comité Asesor de Ciencia y Tecnología para confirmar que se sumaban al Programa Apolo los mejores conocimientos científicos de la ocasión.
Recuérdese, que al no existir posibilidad que naves no tripuladas realizasen este cometido por control remoto, una de las labores de Amstrong residió en reunir muestras de arena y fragmentos de rocas lunares, a los que le siguió la instalación de un reflector de rayos láser para calcular con precisión la distancia entre la Tierra y la Luna; un sismógrafo para rastrear terremotos lunares y, por último, una pantalla para medir la intensidad del viento solar. Amstrong y Aldrin definieron literalmente el olor del polvo lunar como el de “cenizas mojadas después de un incendio o de pólvora”. Comentario que pudo deberse a que la humedad habida en sus uniformes y en el interior del módulo, probablemente produciría algún tipo de reacción de combustión con la capa de materiales no consolidados y los depósitos superficiales que descansan sobre las rocas de la Luna.
Posteriormente, los estudios quimicofísicos y cristalográficos desenmascararon que se trataba de materiales similares a los que se aprecian en las rocas ígneas, provenientes de fusiones y en los meteoros. Al no hallarse ningún elemento biológico, se ratificó la ausencia de cualquier signo de vida remota o actual.
La obtención de datos extraídos de distintas comparaciones, prueban que este satélite igualmente que la Tierra hace unos cuatro mil quinientos millones de años, posee una constitución en estratos y que durante un período determinado estuvo en estado fluido.
Otra cuestión de especial calado hace referencia a los cálculos previstos para alunizar, adquiriendo un margen de error que los trasladó lejos de la zona designada, de ahí que la maniobra se rematase de forma manual, posándose en el límite, cuando tan sólo restaban cinco segundos de vuelo antes que se apurase el combustible.
Los instantes más tensos se sucedieron en la bajada a la extensión lunar, cuando el ordenador del módulo que dirigían Amstrong y Aldrin sufrió una sobrecarga, lo que hizo saltar las dudas. Inmediatamente, los astronautas solicitaron a Houston si debían dar por frustrada la empresa y el centro de control que se demoró en un interminable y atormentado minuto, por fin contestó que se daba por desechada la alarma. Fue, cuando Amstrong detectó que se había alejado y que se encaminaba a un enorme cráter, que podría dañar las patas de la nave y ponerles en dificultades para salir de allí.
El alunizaje, como inicialmente se ha mencionado, se emitió por televisión, haciéndose constar, que no todas las gentes disponían de este medio en sus casas, por ello los vecinos o amigos se reunían para no perderse estas imágenes para la posteridad.
Hubo cafeterías, establecimientos y cervecerías que no cerraron hasta de madrugada, para que este hecho tan significativo sirviese de pretexto y empujase a consumidores, interesados y público en general; además, de los hoteles que lo televisaron en sus halls.
Nadie estaba dispuesto a omitir aquella estampa tintineante que se sublimaría y que poco más o menos, se transformó en un ceremonial de hospitalidad, al consentir que otros tuviesen la oportunidad de verlo detallado con realce. Obviamente, las fotos de la pisada sobre el polvo lunar o la de aquellos seres saltando, quedarían para siempre en la memoria.
Junto a la bandera de Estados Unidos, los astronautas quisieron inmortalizar su presencia en la Luna con numerosos objetos, entre ellos, una placa conmemorativa en la que se podía ver: “Aquí hombres del planeta Tierra pusieron por primera vez un pie en la Luna en julio de 1969. Vinimos en son de paz representando a toda la humanidad”. Sin obviarse, que durante la misión se reunieron alrededor de veintidós kilos de muestras minerales.
En resumidas cuentas, el control del espacio concedía una mejora en la capacidad geoestratégica, ahora, era evidente la trascendencia en la vigilancia, las comunicaciones, la guía de misiles o el atrevimiento para pilotar a ciegas. Por consiguiente, la URSS claudicaba en el socialismo y se lanzaba en la lucha espacial contra la potencia triunfadora de la Segunda Guerra Mundial.
Militarmente, la capacidad nuclear se fraguaba en el lanzamiento de misiles balísticos intercontinentales, que Estados Unidos y la Unión Soviética habían adquirido de los conocimientos técnicos impulsados por el físico Hermann Julius Oberth y el equipo del ingeniero mecánico y aeroespacial Wernher Magnus Maximilian Freiherr von Braun en la Alemania nazi, donde su cohete Saturno V promovió los viajes Apolo.
Era manifiesto, que, en la década recién estrenada, las potencias mundiales no estaban dispuestas a dar un brazo a torcer en la batalla por el espacio.
La inversión indispensable para soportar el juego por la hegemonía espacial, implicaba tolerar un costoso programa. En esta situación, la meta de alcanzar la Luna, convenía incorporar a toda una población como la norteamericana en torno al esfuerzo común, que significaba sustraer los miles de millones irremediables en otros campos.
Un celo titánico del que los actores potenciales adquirirían importantes progresos tecnológicos, sin inmiscuir que debían ser capaces de transferir a sus monopolios industriales, suministrándoles patentes y avances para que ocupasen la primera línea en las ramas de la producción.
También, era un modo de adquirir capacidad de atracción a los ojos de todos, y que sucesivamente proporcionó la alineación de todas las naciones con una u otra superpotencia.
En consecuencia, si la era espacial empezó con una serenata de hazañas rusas que avivaron la fascinación, ante idéntica preeminencia tecnológica y en el delicado marco de los efectos derivados de la guerra, Estados Unidos y su rutilante agencia espacial de la NASA, persiguieron ser contundentes en su accionar que moderara las fichas del tablero mundial con la llegada del hombre a la Luna.
Actualmente, en unas condiciones internacionales demasiado complejas, Estados Unidos, Rusia, China, Japón, India y el continente europeo invierten anualmente en su totalidad, algo así como treinta mil millones de dólares en sus programas espaciales. Incidiendo, que cada uno lo hace en la fabricación de cohetes y cápsulas distintas.
Es de presentir, que el orgullo nacional hace interpretar esta corriente irrazonable.
Los elevadísimos precios computados y las miras e intereses constatados, requieren, como se justificó a partir de 1998 con la Estación Espacial Internacional, que esta apuesta ha de interpretarse como un designio de todos y no como otro golpe de mano terrestre.
El peso e influjo que la Guerra Fría sostuvo en el cumplimiento del proyecto Apolo, debería enseñarnos que el futuro de la Tierra es un encargo generalizado y que la investigación espacial de la que antes o después puede incumbir ese hipotético mañana, debería de encontrarse por encima de los antagonismos y enemistades nacionales.
Inexcusablemente, la misión del Apolo XI no podía disfrazar la evidencia de ostentación de Estados Unidos, empecinado en la pugna particular con la Unión Soviética, ambicionando solapadamente allanar el camino para su triunfo en esta cabalgada espacial.
Con todo, la estela de Armstrong, Aldrin y Collins, como las del resto de hombres que le siguieron en las consecutivas misiones del Apolo, de suponer, estaban condenadas a desvanecerse como siluetas virtuales en la esfera celeste, pero, indudablemente, otras nuevas se dejarán ver y, por seguro, aflorarán. Según y cómo, en pocos años reapareceremos con más jugadores implicados en esta partida espacial; siendo la mujer, quien consiga el techo de cristal para llegar hasta Marte, como el gran objetivo y el siguiente confín espacial.
¿Pero, cuál será el próximo capítulo del hombre en su viaje a la toma de nuevos mundos? Quizás, la respuesta resida en la capacidad, disposición y aptitud por adentrarse en lo inexplorado.

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