Ceuta parece estar condenada a llegar siempre tarde a todas sus citas. Padecemos una especie de singular anacronía que agudiza considerablemente nuestros problemas. Nunca hemos sabido valorar suficientemente la importancia de la variable tiempo en un proceso de toma de decisiones. Aunque rectificar sea una virtud, la vida es irreversible. No se recupera lo que pudo ser y no fue.
Veinticinco años después, hemos comprendido que el paso del estrecho es un servicio que no reúne los requisitos exigibles para someterlo a las reglas del mercado.
La línea marítima que une Ceuta con Algeciras forma parte indisociable de nuestro modo de vida. Es un cordón umbilical del que no podemos desprendernos. Por ese motivo ha sido, y es, objeto de permanente atención, preocupación, discusión y desesperación. La ciudadanía siempre ha tenido la certeza intuitiva de que este servicio esencial nunca ha funcionado bien. Su elevado precio se ha convertido en una pesadilla recurrente y de origen muy remoto, que reduce sensiblemente la movilidad de las familias ceutíes, a la vez que castra muy severamente las posibilidades de desarrollo económico de Ceuta. No faltan razones para la crítica y el descontento que están plenamente justificados. Sin embargo, la inmensa mayoría de la población ha descargado su ira sobre las compañías navieras, satanizadas con extrema dureza; sin reparar en que la responsabilidad sobre este hecho recae (como casi siempre) en una decisión política.
El debate sobre la travesía del estrecho ha estado contaminado en exceso. Demasiados intereses económicos y políticos (a menudo mezclados) a lo largo de todos estos años han impedido que el conjunto de la ciudadanía tuviera una visión diáfana y rigurosa de esta cuestión y de la viabilidad e idoneidad de cada propuesta. El estrecho ha sido una mina. Ha generado tantísimo dinero que ha sido capaz de callar bocas, comprar voluntades y cambiar realidades. Por eso fallamos en su momento.
El inicio del declive de Ceuta como Ciudad comercial marco el punto álgido de la controversia pública. El estrecho alcanzó el rango de máxima preocupación. Muchos ceutíes estaban convencidos de que las deficiencias y carestía del barco constituían la causa principal de la recesión que ya empezaba a notarse. Se entabló una dura pugna dialéctica de la que salieron triunfantes los empresarios apoyados por el PP y, sorprendentemente como es habitual, por el PSOE. Entre todos lograron imponer la tesis de que la solución ideal era promover la libre competencia entre navieras. Quienes defendíamos reforzar el carácter de servicio público para garantizar precios razonables, frecuencias suficientes y calidad óptima, quedamos en rotunda minoría. Los vencedores basaron su posición en una ecuación equivocada, impregnada de una ingenuidad inevitablemente sospechosa: las diferentes empresas, para captar clientes, reducirían precios y mejorarían calidad en una espiral que terminaría por abaratar el billete muy significativamente. Así hemos funcionado durante más de veinte años. Pagando a precio de oro un servicio público básico, abandonado en manos de unas empresas que se han aprovechado hasta sus últimas consecuencias de unas condiciones obscenamente favorables, que les ha proporcionado el modelo implantado por nuestros gobernantes (PSOE y PP indistintamente). Porque no puede existir libre competencia en un mercado en el que la clientela está cautiva por carecer de alternativas. Los usuarios tienen que pagar el precio que se les imponga. No pueden hacer otra cosa. Las navieras, perfectamente conscientes de esta circunstancia, se instituían en una especie de cártel, pactando implícitamente precios abusivos con los que obtenían enormes beneficios. ¿Quién puede criticar que una empresa privada haga lo más conveniente para sus intereses?
Esto, que era tan evidente, hemos tardado más de dos décadas en descubrirlo. La línea marítima que une las dos orillas del estrecho reúne todos y cada uno de los requisitos que definen un servicio público esencial. Se podría poner como ejemplo en un manual de economía. Y la manera más eficiente de prestarlo es a través de un solo operador. ¿Cuántas compañías de autobuses hay en Madrid?, o ¿Cuántas empresas ferroviarias hay en España? Otra cosa distinta es la discusión sobre el modo de gestión de los servicios públicos. La derecha confía más en las empresas privadas (gestión indirecta). La izquierda piensa, con razón, que en estos casos el interés particular termina entrando en conflicto con los criterios de rentabilidad social (que deben presidir la gestión) y perjudicando los intereses generales, y por ello es preferible la gestión directa. Pero sea de un modo u otro, lo que ya parece que empieza a aceptarse unánimemente es que la solución a la precaria y costosa situación actual pasa por exceptuar la travesía del estrecho del mercado de libre competencia, y que el servicio sea prestado por una sola compañía.
Aún no sabemos si esta iniciativa, de vital importancia, terminará de cuajar. En cualquier caso, siempre quedará la duda de saber cómo habría sido el desarrollo de Ceuta si hace veinticinco años hubiéramos tomado la decisión correcta que ahora se pretende aplicar.