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Separados por una valla y sin poder volver

En el Tarajal ha disminuido de forma notable el trasiego y apenas quedan unos pocos militares y periodistas. Siguen acercándose personas para intentar volver a Marruecos, aunque son muchas menos. Algunas vinieron a nado durante la semana pasada, entre ellas menores de edad que no quieren permanecer en los recintos habilitados para ellos; otras son aquellas que quedaron atrapadas en Ceuta por el cierre de fronteras en marzo de 2020. Ahmed Boughnaim, marroquí de 57 años, lleva desde entonces buscando la manera de salir de la ciudad autónoma. “Estamos desesperados”, afirma.

Junto a su primo Mustafa, de 51 años, y un amigo, sale despacio al lado del cartel que indica ‘España’ con algunas bolsas grandes cargadas con sus pertenencias y se sientan encima de los bultos, a la sombra, sin saber qué hacer. Vienen desde el lado que controla la gendarmería marroquí. Les han tomado los datos y les han asegurado que tienen una lista con un centenar de personas en su situación que tendrán en cuenta. Las autoridades les han garantizado que primero gestionarán la vuelta de quienes salieron la semana pasada y luego se tramitarán la suya, la de los atrapados.

Ahmed Boughnaim vive cerca del Hotel Ibis, en el extremo norte de Castillejos, un par de kilómetros antes de llegar a Ceuta. Desde 1982, acostumbraba a cruzar todas las semanas para trabajar como albañil en la ciudad autónoma, donde pasaba dos o tres noches hasta que terminaba con sus tareas. Cuando se decretó el primer estado de alarma, cumplía con un encargo para pintar una nave en la que se iba a celebrar una comunión “que al final no se hizo” y lleva desde entonces esperando el día en que pueda reunirse de nuevo con su esposa y sus siete hijos y cinco nietos.

“Estamos hartos, ha muerto familia y la cosa está mal; por la enfermedad [de la covid] y muchas cosas más”, señala en un castellano casi perfecto. Boughnaim añade que al menos ellos no están tan mal, que han contado con trabajos puntuales durante el año y dos meses que ha transcurrido y tienen algunos parientes: “Pero es que es mucho tiempo”.

A Mustafa y el amigo, afincados en Tánger, los esperan sus mujeres y tres hijos a cada uno. “Cada vez que llaman, las esposas empiezan a llorar”, recuerda Ahmed Boughnaim con cierta emoción. Los tres se apuntaron en las listas de la Delegación del Gobierno de España en Ceuta y la Asociación Sidi Embarek, sin éxito.

Miedo también a la vuelta

Son conscientes de que Marruecos no está admitiendo a quienes no entraron a nado. Tampoco a la mayoría de argelinos y subsaharianos. Pero reponen que no se atreven a volver por el agua, una forma de salvar la frontera a la que recurrió Fedlal hace seis meses en sentido inverso, para llegar a Ceuta.

A sus 46 años, natural de un pueblo fronterizo, Fedlal admite que tiene gran parte de su familia en la ciudad autónoma. Varios de sus hermanos incluso nacieron en la barriada de Príncipe Alfonso. Sin embargo, “lo ha pasado mal”, más ahora que su madre, en la zona marroquí, está enferma a su avanzada edad. Porta apenas una bolsa de plástico de supermercado y aduce ante las autoridades que llegó la semana pasada por el mar.

Con un par de agentes de la Policía Nacional cerca del portón del Tarajal y dos regulares a pocos metros —uno de ellos habla árabe—, tiene que transcurrir un buen rato hasta que se junta un número suficiente de personas que quieran acceder. Cada vez que se reúnen diez, los dejan pasar.

Los congregados preguntan a los periodistas de la zona y los policías si se va a tomar registro de las huellas dactilares: tienen miedo de quedar señalados de forma que, cuando vuelvan a abrir la frontera, se les impida la entrada a España. Una mujer con velo islámico se despide con un abrazo sentido de dos jóvenes. También están preocupados; saben de gente que ha sido recibida de vuelta en Marruecos por algunos gendarmes con una somanta de golpes.

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