Para los de mi generación, Álvaro de Laiglesia –director de “La Codorniz” y escritor- es un personaje inolvidable, cuyo sentido del humor influenció notablemente en nuestro modo de mirar la vida. Según él, y cito textualmente, “los pueblos que no ríen, no pueden prosperar” (epílogo de “Te quiero, bestia”, Editorial Planeta, 1961). Salvo en contadas épocas oscuras de nuestra historia, los españoles hemos sido siempre un manantial inagotable de ingenio humorístico. Nos reíamos de casi todo. Mucho me temo que tal espontánea alegría está en una fase de decadencia. Los problemas nos abruman, y predomina el descontento nacional en detrimento de ese remedio infalible que es la risa o, al menos, la sonrisa Es evidente que nuestros caracteres se van agriando poco a poco. Si me dieran la oportunidad de participar en la redacción de un programa electoral, situaría entre los objetivos prioritarios el de recuperar la alegría de vivir para todos y cada uno de los ciudadanos, a cuyo fin, como es lógico, habría que solucionar la dichosa crisis y su dolorosa secuela del paro multitudinario.
Pero como me estoy poniendo serio, y de lo que se trata es de conseguir esa prosperidad que, a sensu contrario, Álvaro de Laiglesia pronosticaba para los pueblos que ríen, paso a rememorar, en busca de alguna sonrisa, varias anécdotas, locales o foráneas, de las que fui testigo, e incluso protagonista.
Aquel prócer ceutí, comerciante, industrial y propietario de inmuebles, que se llamó José Benoliel, presidió durante varios años el club de fútbol por entonces representativo de la ciudad. Tuve la fortuna de contarme entre sus directivos, lo que me permitió conocerlo y apreciarlo. Pues bien, allá en el palco, cuando le metían algún gol al Ceuta y alguien comentaba que había sido imparable, D. José respondía siempre lo siguiente: “¡Pero al portero lo fichamos para que parara eso! ¡Lo parable lo paro yo!”.
Había otro directivo que no sentía demasiado afecto por los árbitros, los cuales vestían siempre por aquel entonces de riguroso luto. Antes de iniciarse los partidos, alguien solía preguntar: “¿Quién arbitra hoy?”, a lo que aquel directivo contestaba de inmediato, señalándolo: “¡Ese c….. de negro!”. El mismo directivo, años más tarde, cuando se estableció la obligatoriedad de poner vallas altas alrededor de los terrenos de juego con el fin de evitar actos vandálicos por parte de forofos exaltados, sostenía –eso sí, con el mismo humor- la teoría de que, en realidad, tales vallas se habían colocado para proteger al público frente a posibles ataques del equipo arbitral.
Allá por los años 60 fui Concejal y Teniente de Alcalde del Ayuntamiento. En esa época, las sesiones de la llamada Comisión Permanente, que presidía el Alcalde y de la que formaban parte todos los Tenientes de Alcalde, se celebraban en el despacho de la Alcaldía sito en la planta baja del Palacio Municipal. Cierto día nos extrañó que a la hora señalada para el inicio de la sesión no hubiera llegado aún Eduardo Hernández Lobillo, también miembro de la Comisión. La reunión comenzó sin él, y en un momento dado, Rafael Pasamar Pereña lo entrevió a través de los visillos y dijo: “Ahí viene Eduardo Hernández”. Yo, por inercia, añadí el segundo apellido: “Lobillo”, a lo que Pasamar replicó inmediatamente: “¡Que va! ¡Lo vi yo!”.
Hace algún tiempo publiqué otra colaboración en la que aludía al ingenio caballa para imponer motes. Evitando en lo posible repetirme, recordaré algunos de mis épocas de estudiante de bachillerato en el mal llamado Instituto Hispano-Marroquí de Ceuta y en las Facultades de Derecho de Sevilla y Madrid. Aquí tuvimos al “Chupito”, al “Viejo Colilla”, al “Petigrís” o al “Bombero”, apodo éste último que, sin querer, le impuso un compañero mío de pupitre el primer día que nos dio clase, al comentar, ignoro por qué: “Este hombre tiene cara de bombero”. En Sevilla teníamos al “Engañalosetas”, un Catedrático cuya curiosa manera de andar sugería que iba a pisar en un determinado sitio, cuando al final lo hacía en otro. En Madrid, la moda era alterar levemente los nombres. Así, D. Mariano era “D. Marrano”, D. Benedicto era “D. Maledicto” y D. Leonardo era “D. Leopardo”.
Allá en mis tiempos del Instituto, un joven Catedrático de Filosofía, José Artigas, avanzado para la época, llamó en cierta ocasión a uno de los alumnos del curso para que dijera la lección. El alumno, sin abandonar su sitio, se puso en pie y confesó que no había estudiado, pues la tarde anterior había salido con una chica. Artigas dijo entonces: “¡Ah, bueno! Si es por eso, estás justificado. Lo que no admito es que me vengan con cuentos”.
Finalmente, uniendo fútbol con Instituto, recuerdo que el Barcelona vino a jugar en Tetuán, cuyo equipo militaba por entonces en Primera. El atractivo principal del encuentro residía sin duda en Kubala, aquel extraordinario jugador húngaro. Por entonces no era tan fácil ir a la capital del Protectorado, y de nuestro curso –que era mixto, algo inusitado por aquel entonces- solo fue una chica, Simi. El lunes siguiente la rodeamos para que nos hablara del partido, y uno de nosotros, queriendo saber cómo había jugado aquel “crack”, preguntó: “¿Y Kubala?”, a lo que Simi respondió, haciendo un claro gesto descriptivo con las manos: “¡Formidable! ¡Tiene unos muslazos así!”. Para aquella inolvidable compañera, ese detalle fue lo más destacable del encuentro.
Si al menos he logrado que aflore alguna sonrisa, me daré por satisfecho.
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