Una de esas películas que se emiten en todo tipo de cadenas cada cierto tiempo, se estrenó en 1980 y un servidor pudo verla en una de esas reemisiones posteriores cuando apenas era un niño. La temática bélica trepidante, el factor nostálgico y, sobre todo, el planteamiento original me atrapó, convirtiéndola casi en un placer culpable y ubicándola pese a sus carencias, su sangre falsa, y elementos hoy desfasados, en una de mis películas favoritas de siempre.
El final de la cuenta atrás explora ese sentimiento tan humano de frustración por no poder marcha atrás y corregir errores del pasado, y plantea una historia de ciencia-ficción con dilema moral y una primera media hora altamente intrigante.
La trama nos ubica en la actualidad de la época (1979), al portaaviones USS Nimitz, un buque de guerra equipado con moderno armamento nuclear (para la época, con todo hoy lo sigue pareciendo), que realiza una misión de reconocimiento cerca de Pearl Harbour. En pleno viaje, el buque queda atrapado en una misteriosa tormenta que le transportará al año 1941, dos días antes del ataque japonés al archifamoso enclave.
El capitán del navío (Kirk Douglas, estrella de la cinta y productor de la misma) deberá decidir entre lanzar un ataque contra el inminente ataque japonés o dejar que la historia siga su curso. Entretenimiento garantizado, con aire muy ochentero y las películas de aventuras/acción que marcaban esta década, supone un escenario interesante, incluso con cabida a la reflexión, precisamente tras ese planteamiento completamente atemporal en una ambientación que en su día era la actualidad frente al pasado, y que ahora simplemente son, tanto 1979 como 1941, puntos, uno cercano y otro ya más lejano, del citado pasado de un Mundo que gira más rápido de lo que parece.
Más aire de telefilm que de cine de gran pantalla, pero con presupuesto y escenas a gran escala, esta película deja seguramente el poso de que posee ideas que podrían haber sido explotadas con mayor profundidad que el hecho de tener que plantearse si intentar cambiar los designios de la derrota ante la flota imperial japonesa (algo muy típico de un pueril planteamiento del cine norteamericano eso de darles en la ficción una vuelta a las batallas perdidas para acabar ganándolas) o dejar que las cosas ocurran sin interferencias (“El tiempo es el que es”, que era la máxima de la magnífica serie El ministerio del Tiempo).
Estamos pues ante una película que no pasó a la historia por sus cotas artísticas, ni por sus complejas ideas bien hilvanadas, pero sí por un blockbuster palomitero que el tiempo y el buen sabor de boca en el espectador ha puesto en el cajón de los clásicos imperecederos de su género. Buena opción de casi dos horas de tiempo libre no desperdiciado aún en el siglo XXI.
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