Hace algunos años leí un pensamiento de Lewis Mumford que, desde entonces, siempre me ha acompañado. Pertenece a la introducción de su obra “La condición del hombre” (1994), perteneciente a su serie “La renovación de la vida”. Dice así sobre la importancia del conocimiento histórico: “si no tenemos tiempo para comprender el pasado no tendremos lo visión para dominar el futuro, porque el pasado no nos deja nunca y el futuro está a las puertas”.
Este pasado está más presente de lo que somos consciente. Al no reflexionar sobre la inercia del pasado carecemos de la capacidad suficiente para sacudirnos de las parcialidades y relatividades de nuestra propia sociedad. Esta falta de perspectiva histórica resulta crucial para la perpetuación del orden existente. La ignorancia general sobre nuestro devenir histórico, acompañado de un imparable proceso de estupidización de los ciudadanos, sirven al objetivo del sostenimiento de unos ideales sociales, económicos y políticos alejados de la ética, la justicia, la bondad, la verdad y el autocultivo personal.
El sistema capitalista se ha ido consolidando con el paso de los siglos, tanto que hasta los partidos tradicionales de izquierda, como el PSOE, asumen este modelo económico como el único viable. A lo único que aspiran es a suavizar sus costes sociales. Existe dentro de la izquierda grupos anticapitalistas, algunos integrados en coaliciones más amplias, como Podemos; o en la esfera del independentismo, véase el caso de la CUP. Sin embargo, no han sido capaces de ofrecer una ruta clara para salir de la prisión creada por el capitalismo.
Desde luego han sido muy hábiles los diseñadores de esta cárcel al no dejar ninguna vía fácil de escapatoria. Tal y como explicó de manera magistral Karl Polanyi en su obra “La gran transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo” (1944, FCE), todo comenzó en Inglaterra con la eliminación de los tierras comunales y el consiguiente desarraigo de las gentes de su tierra.
Sin terrenos para cultivar, el campesinado no tuvo más remedio que acudir en masa a las ciudades, donde las incipientes industrias manufactureras requerían abundante mano de obra barata. Pasaron de una económica de autosuficiencia y de mercado local a convertirse, de la noche a la mañana, en asalariados hacinados en improvisados barrios obreros carentes de infraestructuras básicas y de unas adecuadas condiciones de habitabilidad. Los alimentos que antes obtenían de la propia tierra ahora tenían de comprarlo en mercados abastecidos con mercancías de pésima calidad.
Las fértiles tierras que rodeaban a las ciudades, como las de Paris, fueron transformadas en polígonos industriales que contaminaron en poco tiempo los suelos y los cauces naturales de agua. Es lo que tiene el capitalismo, va a borrando a su paso el camino de retorno a tiempos precedentes. Un camino que sí pudieron recorrer algunas familias romanas durante la crisis del bajoimperio.
Quienes tuvieron suficiente visión sobre los acontecimientos venideros regresaron al campo y construyeron villas en la que pudieron mantener algunos de los avances logrados durante la etapa floreciente del imperio, al mismo tiempo que se aseguraban los recursos necesarios para la subsistencia. Fue un largo proceso de regreso a la tierra y de renacimiento de las ciudades que se extendió hasta el siglo XV, momento en el que los cimientos ideológicos del capitalismo empezaron a excavarse y, sobre ellos, a construirse el vigente modelo económico.
En estos momentos de la historia parece difícil que ante una crisis civilizatoria como la que estamos viviendo sea posible emprender un proceso de regreso a la tierra. La naturaleza ha sido en buena parte esquilmada y, sobre todo, hemos perdido los conocimientos y habilidades imprescindibles para ganarnos con nuestras propias manos el sustento diario. La calidad del sujeto, como explica en sus estudios Félix Rodrigo Mora, no ha ido más que degradándose con el paso del tiempo.
Hemos perdido los lazos que nos unían a la naturaleza. Buena parte de la existencia de la mayoría de la gente tiene como escenario cuatro paredes y la muchedumbre de las grandes ciudades. La carencia de experiencias significativas es notable, a la vez que se impone lo artificial sobre lo natural. Ya lo advirtió Patrick Geddes hace más de un siglo, “unas cuantas postales bien escogidas producirán más efecto en el espíritu de la gente que la visión directa de la belleza natural y monumental”.
Ahora las “postales” nos llegan a diario a través de redes sociales como Facebook, Twitter o Instagram, mientras cada día somos más ciegos a la belleza de nuestros paisajes y los mejores elementos de la vida y herencia de nuestras ciudades. Lo mismo nos ha ocurrido respecto a sus aspectos lamentables. La miseria rodea los ostentosos núcleos urbanos sin que a muchos se les despierte la conciencia y los sentimientos. A nosotros, y me consta que a muchos otros ceutíes, se les revuelve a las bilis cuando asistimos a la eliminación de aceras y mobiliario urbano, en perfecto estado, en la Gran Vía y aledaños, cuando hay familias que el camino que unen sus casas es de tierra batida.
Más pronto que tarde toda esta farsa se va a acabar y tendremos que enfrentarnos a la cruda realidad de una crisis multidimensional que está trayendo, y seguirá haciéndolo, mucha pobreza, tristeza, desesperación y violencia. Como los romanos de la crisis del s.IV d.C., haremos nuestro su lema “¡sauve qui peut!.
Nuestra sociedad se está muriendo, como la suya, y los síntomas son los mismos. Cada vez vivimos más esclavizados por las deudas y la economía muestra claros indicios de estancamiento, aunque nos quieren hacer creer lo contrario las clases dominantes. Unos poderes que, como los gobernantes romanos, descuidan sus deberes públicos o directamente se benefician de sus puestos para el enriquecimiento personal. En general, la amplia mayoría de la sociedad busca la seguridad y nadie quiere aceptar responsabilidades, en especial las cívicas. Prefieren lo malo, o malísimo conocido, a lo bueno por conocer. Presas de la cultura del confort se rehúye de cualquier tipo de esfuerzo que no sirva a un interés particular. El egocentrismo es el estandarte de nuestro tiempo.
La oscuridad que se cierne sobre el mundo está siendo aprovechada para encender sus hogueras de destrucción los movimientos totalitarios, tanto de signo político como religioso. Hemos perdido el vigor y la fuerza necesaria para defender los preciados logros de la libertad, la justicia, la ciencia o la cultura. Todo parece indicar que nos enfrentamos a un panorama similar al del bajoimperio caracterizado por la barbarie, la degradación de las ciudades y la desesperada huida en búsqueda de un lugar en el que refugiarse.
En aquellos tiempos muchos se retiraron acompañados de su fe religiosa y mantuvieron encendida la llamada del pensamiento en los monasterios diseminados por Europa mientras que la luz regresaba al mundo. Tardo varios siglos en regresar la luz de la razón. Esperemos que esta luz no se apague del todo y que podamos mantener cierta dosis de esperanza en un futuro más halagüeño
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