La brisa del levante se adormecía en la bahía y en la playa de la Victoria de Cádiz, o tal vez fue en la Ribera, el Chorrillo, el Tarajal, Calamocarro o Benzú; o, bien las playas desoladas de mar y arenas amarillas de los Lances y Bolonia en Tarifa … No; no puedo recordar ahora en que playa saltó el levante, porque la memoria es frágil en los detalles, en los nombres y, sin embargo, se agiganta para sustraer aquellos acaecimientos que se agostan en la penumbra del olvido, y que han marcado las horas ausentes que se guardan para siempre en el alma de las cosas pretéritas de una azul mañana o de una cárdena tarde del estío… El mar se copiaba como un espejo del celeste del cielo, pero le añadía un tono azul más intenso. Agosto se acostaba en la tarde dejando en el aire su naturaleza más clásica sin apenas dejarnos un instante para defendernos de su dominio: sol, sol ardiente como una mano de fuego que te quemara hasta el aliento. Sol de abandono, de olvido… Sol de destellos, cuando en un descuido cruzas la mirada y los ojos se siegan de tanto luz… Y de pronto, sin que sepamos por qué, la brisa se inflama como una vela y arrecia su fuerza rompiendo la indolencia de la tarde. Todo cambia, y el sosiego se torna premura, tránsito, movimiento; y la línea de agua azul, se desdibuja y se parte en mil pedazos de un color obscuro, de barro, casi irreconocible. Y el mar, antes azul, azul intenso, ahora, haciendo un guiño al horizonte, también se tiñe del mismo color de barro en cada extensión de mar que cada cabalgata de olas eleva presurosa, para luego caer rotas, vencidas de espumas sobre la orilla… El levante reina y es dueño del espacio y del tiempo; no obstante, a pocos metros de mis pies, unas niñas, desatendiendo su autoridad, han emprendido una tarea ardua, yo diría, imposible. Ellas, con sus manitas, han ido, poco a poco, retirando la arena hasta realizar un agujero algo profundo, luego, con sus pequeños cubos los rebosan de agua y los arrojan sobre el mismo agujero, esperando que éste se anegue. Bien es verdad, que en los primeros instantes se colma, pero pasados unos instantes, el agua se filtra por la arena, dejando el pequeño pozo sin apenas agua. Y vuelta a empezar, más cubos y más agua para el pequeño pozo abierto; y como no puede ser menos, el agua traída con tanto empeño, busca de nuevo el ancho cauce del mar… Este trajín de arena, cubos, agua y pozo, no sólo es de hoy, ni de ayer, viene de más lejos, diríase que viene de antaño, que arrastra siglos de antigüedad, pongamos por poner un ejemplo, a San Agustín* -obispo de Hipona-, cuando hallándose paseando por una playa de Cartago, al preguntarse por el misterio “Trinitario”, encontróse con un niño -luego se reveló un ángel- que pretendía meter en un pequeño pozo hecho con su propias manos la inmensidad del mar… -¡Menester imposible! -sentencio con voz grave y segura al niño. -Pues así también es imposible -le apuntó el niño-, tratar de entender el misterio de la Santísima Trinidad en la brevedad de la vida que Dios nos entrega. Cayó San Agustín en arrobo tras estas palabras y, cuando comprendiera su significado, volviese para el niño para preguntarle por la sabiduría de sus palabras, pero no pudo encontrarlo por más que lo buscase… Y, entendió el de Hipona, que no podemos ir más allá de los misterios que se allegan de la existencia, porque la limitación de nuestra mente, no puede alcanzar la inteligencia inabarcable de Dios. Y podríamos poner más ejemplos y contar algunas historias que nos han contado, o algunas vicisitudes que nos han acaecido; sin embargo, los niños, sí, los niños que estaban a mis pies, los niños que han pasado algunas horas jugando a llenar con agua del mar un pequeño pozo, ya lo han abandonado y huyen por la ribera chapoteando entre las olas jugando a otro juego… Ya no queda nada del pequeño pozo, ni del agua, ni los niños juegan a este juego de ir y volver con los cubos llenos, la marea en reflujo ha ido borrando todas las huellas; ni siquiera nos queda el tiempo, las horas, en que hemos pretendido soñar, pretenciosos, el mismo sueño, quizás el mismo juego, de arena, cubos, agua y pozo de esos niños... Es verdad, ya nada queda del pequeño pozo, ni del agua, ni de los niños, ni de aquellas horas perdidas cuando principiaba a levantar sus alas el viento de levante; pero también hemos de decir que los recuerdos que rozan con sus dedos nuestros sentimientos, nunca se extinguen al modo de una llama perezosa de encender el cielo; sino que prevalecen en nuestros sueños más allá del tiempo acordado por los dioses en otras horas diferentes, donde la existencia se nos presentara como atemporal, como esparcida por la noche iluminada por el titileo de las estrellas… (*) San Agustín es doctor de la Iglesia, y el más grande de los Padres de la Iglesia, escribió muchos libros de gran valor para la Iglesia y el mundo. Aurelius Augustinus nació el 13 de noviembre del año 354, en el norte de África. Su madre fue Santa Mónica. Su padre era un hombre pagano de carácter violento. Santa Mónica había enseñado a su hijo a orar y lo había instruido en la fe. San Agustín cayó gravemente enfermo y pidió que le dieran el Bautismo, pero luego se curó y no se llegó a bautizar. A los estudios se entregó apasionadamente pero, poco a poco, se dejó arrastrar por una vida desordenada. A los 17 años se unió a una mujer y con ella tuvo un hijo, al que llamaron Adeodato. Estudió retórica y filosofía. Compartió la corriente del Maniqueísmo, la cual sostiene que el espíritu es el principio de todo bien y la materia, el principio de todo mal. Diez años después, abandonó este pensamiento. En Milán, obtuvo la Cátedra de Retórica y fue muy bien recibido por San Ambrosio, el Obispo de la ciudad. Agustín, al comenzar a escuchar sus sermones, cambió la opinión que tenía acerca de la Iglesia, de la fe, y de la imagen de Dios. Deseoso de ser útil a la Iglesia, regresó a África. Ahí vivió casi tres años sirviendo a Dios con el ayuno, la oración y las buenas obras. Instruía a sus prójimos con sus discursos y escritos. En el año 391, fue ordenado sacerdote y comenzó a predicar. Cinco años más tarde, se le consagró Obispo de Hipona. Escribió más de 60 obras muy importantes para la Iglesia como “Confesiones” y “Sobre la Ciudad de Dios”. Los últimos años de la vida de San Agustín se vieron turbados por la guerra. El norte de África atravesó momentos difíciles, ya que los vándalos la invadieron destruyéndolo todo a su paso. A los tres meses, San Agustín cayó enfermo de fiebre y comprendió que ya era el final de su vida. En esta época escribió: “Quien ama a Cristo, no puede tener miedo de encontrarse con Él”. Murió a los 76 años, 40 de los cuales vivió consagrado al servicio de Dios. Con él se lega a la posteridad el pensamiento filosófico-teológico más influyente de la historia. Murió el año 430. NOTA: Agradecemos a María Inmaculada Jiménez Ross -fotógrafa de cuidadas vistas de Ceuta- la cesión de sus extraordinarias imágenes para ilustrar el texto del artículo.