Hasta que España no resuelva o al menos encauce adecuadamente su en verdad harto complicado expediente de litigios territoriales, no volverá a ocupar en el concierto de las naciones el lugar que corresponde a la que fue primera potencia a escala planetaria y cofundadora del derecho internacional al más noble de los títulos, la introducción del humanismo en el derecho de gentes.
Tras mi casi clásico frontispicio, si no una ley matemática desde luego que sí diplomática, y dejando para otro momento, tocaba ahora, el Balance sobre los contenciosos diplomáticos españoles, entramos en materia. La crisis general de valores que hipoteca la armonía (hasta con h, como la he escrito alguna vez y puede escribirse) nacional, y en particular aquí lo que denominamos la hipostenia diplomática española, de la que pudiera ser sinopsis paradigmática, sin necesidad de ulteriores elucubraciones, el déficit de nuestros contenciosos en la globalidad, cierto que crónico, como la posición internacional de España, borrada prácticamente de los centros decisorios del poder siendo nada menos que la cuarta/tercera potencia de la UE (“España no representa nada ni interesa en el planeta”; “los fracasos internacionales de España son múltiples”, hiperboliza pero a nuestros efectos, y a otros, resulta citable Araceli Mangas) está alcanzando extremos inéditamente preocupantes, acentuados no ya por la coyuntura sino a causa de la ausencia bastante de respuesta. Con el agravante ya típico de que en materia de controversias territoriales, Madrid prosigue esgrimiendo una táctica pasiva, jugando con las negras en lugar de rentabilizar el empuje de las blancas, dejando a veces que los temas se deterioren hasta extremos de difícil reconducción, lo que en términos operativos aboca a una política exterior insuficiente en tan proceloso tablero.
Parece ser ya momento, son bastantes y en número creciente los convencidos de que España cuya incumbencia en el diferendo saharaui, en el interminable drama, no habrá necesidad de traer a colación, “dé un paso adelante con la debida dignidad” en la tan hipersensible como insoslayable dialéctica principios e intereses. Salga de su recusable papel de poco más que comparsa, recupere el protagonismo que nunca debió de perder sin culminar su misión, como demanda el honor nacional, sublime y quizá un tanto desusado estandarte que yo mismo, muy modestamente claro, me honré en enarbolar ya hace cuarenta y cuatro años, al ocuparme de los compatriotas que habían quedado en el inolvidable Sáhara.
Escribí, conferencié y reiteré hace meses las tesis anteriores, cuando este pasado marzo, harto sorpresivamente, sin comunicárselo a nadie, en un epítome de diplomacia secreta - dejando como un aprendiz al propio Castlereagh, integrante de la triada de maestros de la diplomacia clásica con Metternich y Talleyrand, que según Rojas Paz y otros, redactó en buena parte personalmente, de su puño y letra, el tratado de Chaumont, ultimátum a Napoleón- se produjo la noticia que más relevancia ha tenido ante la ya madura opinión pública nacional en asuntos exteriores en los últimos tiempos y que volvía a lanzar a la palestra al asaz olvidado Sáhara. Madrid daba un giro radical en la tradicional diplomacia y se alineaba con la postura alauita sobre el Sáhara: “Rabat ofrece una autonomía para los saharauis dentro del reino, lo que constituye la base más seria, creíble y realista para resolver el conflicto”. El cerco sobre Ceuta y Melilla alcanzaba extremos atáxicos y Moncloa recuperaba la tesis de Zapatero en el 2007, desencadenando de paso una crisis sin precedentes con el vecino y equilibrante magrebí Argel, en momentos de necesidades energéticas. Diversos tratadistas y políticos reaccionaron y yo mismo lo sinteticé así: la neotérica posición de Madrid no es aceptada ni por la RASD ni por Argelia, parte más que interesada, por contravenir la legalidad internacional y adolecer de su elemento ontológicamente constitutivo, el acuerdo entre las partes.
Ahora, ayer, en el discurso anual en Naciones Unidas, ante la 77 Asamblea General, el presidente del gobierno pide para el Sáhara una solución política, mutuamente aceptable, y en el marco de la Carta de Naciones Unidas y de las resoluciones del Consejo de Seguridad. “Y sin referirse al giro español”, recogen algunos medios. Es cierto que a continuación Sánchez señala que “no podemos seguir manteniendo conflictos del pasado”, pero ello no desvirtúa su petición genérica, básica, correcta, ante la ONU: El acuerdo entre las partes y con la legalidad internacional.
Así las cosas, ante esta prima facie especie de ceremonia de la confusión, en esta tesitura-coyuntura, de la que se impone salir como corresponde, y más allá de las especulaciones que procedan, el approach profesional reclama el anuncio hecho por Madrid de que por fin va a celebrarse, “a ser posible en noviembre”, la en suspenso desde el 2015 Reunión de Alto Nivel, desbloqueada por Rabat ante el apoyo español a sus tesis sobre el Sáhara. Será en verdad -como ya he dicho en anterior ocasión- una operación de alta diplomacia, casi modélica, la que Moncloa, Santa Cruz et alii tendrán que implementar para compatibilizar el objetivo central de revitalizar, y antes de reconducir, los seculares lazos con el añorado vecino del sur, en su polícroma globalidad, la de mayor complejidad de los países limítrofes, con la firmeza en los principios.
Al desear acierto a nuestros negociadores, quisiera añadir las palabras de Castiella en su discurso de ingreso a Morales y Políticas, en 1976, Una batalla diplomática. Después de manifestar que “hay intereses permanentes de España y hay problemas antiguos que aún esperan solución”, mantiene que “la política exterior es asunto serio y requiere por tanto seriedad. Por eso y porque sé que internacionalmente, por un motivo u otro, las batallas de España nunca resultan fáciles, me atrevería a proponer a nuestra Diplomacia que haga suyas las palabras de un gran santo español, Juan de Ribera: la meta muy alta, el camino muy duro, la manera de andar sin que se note”.