Mi abuelo era zapatero, o como a él le gustaba que lo llamasen, ‘ingeniero técnico de reparación del calzado’. También le gustaba el mar, escribía poesía y hablaba esperanto. Durante muchos años trabajó en la Calle Real, junto a la iglesia de Los Remedios. ‘Muñoz’, rezaba el rótulo de un establecimiento que olía a pegamento y a cuero.
Lo digo yo y coincidien muchos. Era una persona amable, educada y sobre todo humilde. Jamás levantaba la voz y trataba a todos los que pasaban por su zapatería con una atención mayúscula, casi servil, ya fuera una persona distinguida o el más humilde de sus clientes.
Siempre que pasaba a verlo nunca estaba solo. Por eso trabajaba mucho en su casa. Cuando se encontraba en la ‘tienda’, o bien atendía a todo aquel que necesitara un arreglo en su calzado o hacer un ‘apaño’ a un cinturón, o estaba en compañía de una auténtica legión de tertulianos que discutían acaloradamente sobre cualquier tema estrella del momento, con mi abuelo con su constante sonrisa en la cara, ya estuviera de acuerdo o no.
También amaba el mar. Profundamente, como no podía ser de otra forma. Desde sus inicios ya formaba parte del Club Náutico CAS, de los primeros que se lanzó a las costas ceutíes con careta y tubo para investigar los fondos marinos. Patrón de yate por añadidura, más teórico que práctico.
Leía muchísimo. Algunas novelas (aunque Joseph Conrad era uno de sus ídolos, “porque fue marino de verdad”, me explicaba) pero sobre todo enciclopedias, tratados navales y todo lo que uno pueda imaginar. Tenía una respuesta para todo. Autodidacta como pocos, no tenía las paredes llenas de diplomas, pero su cabeza estaba repleta de conocimientos y dispuesto a compartirlos con todo aquel que los solicitara.
Quizás por ser marinero en tierra trataba de ‘matar el gusanillo’ de no poder navegar tanto como quisiera construyendo réplicas de barcos. No quiero hablar de maquetas, ya que me puntualizaba que era “modelista naval”. Tomaba los planos originales de cada navío y buscaba o construía los materiales oportunos, como la punta de un boli ‘bic’ para una campana, por poner sólo un ejemplo.
Como era persona modesta como pocas, para enojo de todos sus familiares que no éramos ciegos a su talento, pocas veces dio su consentimiento para dar a conocer sus ‘creaciones’, aunque sí puso el mayor cuidado para que cada uno de sus hijos y nietos ‘heredase’ su barco como recuerdo.
Yo, el único al que supo transmitir su amor por el mar y todo lo relacionado con el mundo naval, luzco con orgullo en el salón de mi casa una preciosa réplica del crucero ligero alemán ‘SMS Emdem’ (1908/14) que no me canso de contemplar mientras mi cabeza se pierde en nostálgicos recuerdos.
Y como abuelo era ideal. Sí, imagino que para todos el suyo es el mejor. El mío también lo era. Faltaría más.
Paciencia infinita para criar a un ejército de revoltosos nietos que pasaban mucho tiempo en su casa, ejercía de ‘poli bueno’ ante las travesuras de la chiquillada mientras que mi abuela era la encargada de impartir la disciplina, a ‘cachetes’ si era necesario.
Conforme uno se fue haciendo mayor, el bocadillo de la merienda de las tardes fue pasando al vasito de vino y la tapita de queso que siempre me ofrecía cuando iba a visitarlo, hablando de cualquier cosa en grupo y, cuando nos quedábamos solos, centranos en lo nuestro, en las historias del mar.
Mi abuelo Ricardo, ‘Papaíto’ para la familia, nos dejó en la madrugada del viernes de la semana pasada. Tan lúcido como siempre, físicamente estaba demasiado debilitado para continuar con la carga, y desde el domingo sus cenizas acompañan a las de su madre en el cementerio de Santa Catalina.
Quizás este obituario no sea exacto. Sólo son recuerdos sueltos que no hacen justicia a la figura de una de las personas más influyentes de mi vida y que recordaré cade vez que observe las olas “del otro lado del mar”.