Steven Spielberg es conocido en todo el mundo del cine como el Rey Midas, y merecido lo tiene alguien que ha contribuido a marcar las futuras pautas de la industria fílmica y ha erigido un imperio a base de constantes taquillazos. Y es que se ha bañado en piscinas de gloria con títulos como La lista de Schindler, Tiburón, Parque Jurásico o E.T. el extraterrestre. Ello no quita una cara más oculta y siniestra que encierra a un creador empalagoso, carca y de eterna moraleja políticamente correcta (en lo más amplio de la palabra). Con todo, nadie es perfecto, que diría el tándem Billy Wilder/ I. A. L. Diamond, y si analizamos que cuando se habla de cine de aventuras en lo estrictamente puro del término, es automático que se piense en ejemplos como Indiana Jones, Hook o Los Goonies, los mayores detractores tienen la obligación de participar en el reconocimiento a la tarea artesana y a la vez colosal de este cineasta.
Es precisamente de esta última de la cinta de la que hoy toca hablar. Aunque no dirigida por el propio Spielberg (el prestigioso Richard Donner está a los mandos), Midas está detrás de producción e historia de Los Goonies, esa aventura de tesoros de piratas en un pueblo en el que nunca pasa nada, de malvados delincuentes que persiguen a los buenos y, sobre todas las cosas, de amistad para toda la vida.
Cuando me refiero a esta película apelo directamente y por motivos que van más allá de lo cinematográfico a mi memoria emocional, y es por ello que la rememoro y revisono cada vez que puedo, y la recomendamos desde aquí como el clásico moderno de su género en el que se ha convertido. Compruébese que la trepidante acción y la química entre el estupendo reparto siguen vigentes, y que la cinta sigue siendo hoy en día igual de divertida y no solo apta para aquellos que en su día fueron niños que asistieron emocionados al evento, sino que todavía es una muy digna obra intergeneracional.
Pero la clave del éxito reside en ser conscientes de que esta es una historia de otra época, hija de la inocencia de soñar con besar a la más guapa de clase, de salir a jugar a la calle con los amigos o de largas tardes veraniegas de cubo de Rubik y televisión en la casa del pueblo. Una época aquella, distinta a esta, con sus cosas mejores y también otras peores, en la que un niño podía meterse en una sala de cine y vivir una de las experiencias de su vida entre gángsteres y piratas.
Por este preciso razonamiento de por qué hay cosas que no encajan ser contadas de otra forma y por el respeto y cariño que desde estas líneas se le profesa a los añorados Goonies, nos acordamos de ella al catalogarla en la sección de favoritas atemporales.
Varios han sido los infructuosos intentos de escribir un guión para la segunda parte de esta historia, que a buen seguro no habría hecho justicia a la original y que los que guardamos esta cinta de aventuras en la memoria nos alegramos de que no haya llegado a perpetrarse. Nos quedamos con ese “Sloh quiere a Gordi” para siempre sin necesidad de más y peor…
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