Y añadió: «Así estaba escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto. Y yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido.
Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto. Después Jesús los llevó hasta las proximidades de Betania y, elevando sus manos, los bendijo. Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo.
Los discípulos, que se habían postrado delante de él, volvieron a Jerusalén con gran alegría, y permanecían continuamente en el Templo alabando a Dios...»
Evangelio según San Lucas 24,46-53.
Nos cuenta el Evangelio la Resurrección y la Ascensión de Jesús a los cielos, que es como decir el camino que nos llevará al otro lado donde se sitúa la frontera de la vida. Y, pareciera que en el mundo que hoy nos toca vivir, sólo nos importara la corta brevedad de la existencia, sin preocuparnos qué pasará después. Y, esa falta de futuro, es a mi modo de ver, como tejer una alfombra para al rato destejerla… Pero, ¿qué sentido habría de tener la vida, si un día nacemos para unos pocos años después dejar la vida en la ausencia definitiva de la no-existencia? No; no nos parece este fin razonable; ni que tuviese una lógica que entendiera nuestra mente de manera natural; más bien al contrario, de manera natural, nuestros corazones nos dicen: «que la vida cambiará y se transmutara en otra existencia diferente y nueva…
Y, aquellos que creen poder con su fe entender la resurrección de Jesús para allegarse al Padre -como el cosmos absoluto, principio y fin de todo-, el alfa y el omega de nuestras existencias.
Y, para aquellos que no creen, y piensan que la vida acaba cuando expiramos nuestro último suspiro, yo les digo, a modo de la sencillez de un gentil: «que no es así, que la vida no se acaba aquí, con nuestro último suspiro, sino que la vida inicia otro camino diferente allende nuestros horizontes y las fronteras de hoy, más allá de donde giran imperturbables y sin tiempo los astros…
En mi niñez, el sábado, con el Santo Entierro, daba término al último de los pasos.
El Cristo yaciente ¡Qué dolor! ¡No quiero verlo!, pero sin embargo es verdad: ¡El Señor está muerto! Pero ya sólo faltan unas horas… Porque a la madrugada del domingo, al tercer día, Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios encarnado, ha resucitado a la vida y ha vencido a la muerte. ¡Oh, Jesús, no nos dejes más en las tinieblas de nuestra soledad! ¡Oh, Jesús, te lo pedimos desde la desesperación, no nos dejes más, por caridad! ¡No, no, por compasión, no nos dejes más…!
Es domingo de Resurrección, ¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya!... los niños del patio y todos los niños de la calle de otros barrios, sin saberse por qué, como obedeciendo una orden que nadie ha dado, hemos ido recogiendo latas, las hemos atado a unos cordeles; y, como poseídos por una alegría sobrenatural, vamos arrastrándolas por todo el callejón del Asilo, hasta llegar al Ayuntamiento y a la plaza de África.
Alguien, al oír toda aquella algarabía de risas, gritos y el retumbe de las latas contra los adoquines, exclama: ¡Ha resucitado Cristo! ¡Dios, ha resucitado…!
Y, como colofón, ahí os dejo, un poema de un gentil, que si bien pareciera que no gustaba de credos, siempre tuvo a bien conversar con Jesús:
LA ASCENCIÓN: Aquí vino/ y se fue./ Vino..., nos marcó nuestra tarea/ y se fue./ Tal vez detrás de aquella nube/ hay alguien que trabaja/ lo mismo que nosotros,/ y tal vez las estrellas/ no son más que ventanas encendidas/ de una fábrica/ donde Dios tiene que repartir/ una labor también./ Aquí vino/ y se fue./ Vino..., llenó nuestra caja de caudales/ con millones de siglos y de siglos,/ nos dejó unas herramientas.../ y se fue./ El, que lo sabe todo,/ sabe que estando solos,/ sin dioses que nos miren,/ trabajamos mejor./ Detrás de ti no hay nadie. Nadie./ Ni un maestro, ni un amo, ni un patrón./ Pero tuyo es el tiempo./ El tiempo y esa gubia/ con que Dios comenzó la creación.
León Felipe
(1884 Tabara-
Ciudad de Méjico 1968)
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