Se ha comenzado el curso de Responsabilidad Social Corporativa en la Facultad de Educación y Humanidades de la Universidad de Granada en Ceuta. Es la segunda vez que se imparten este tipo de enseñanzas en un formato similar en nuestra Facultad. La primera que se les considera como una actividad cultural de relevancia por el Consejo de Gobierno de la Universidad y se le concede un valor académico de materia de libre configuración equivalente a tres créditos ECTS (-European Credit Transfer System-, que como se sabe es el sistema europeo de transferencia y acumulación de créditos educativos auspiciado por el Espacio Europeo de Educación Superior, para cuantificar el trabajo del estudiante y convalidar sus asignaturas).
La primera vez que impartí este curso lo hice en Finlandia. Fue la vez que más número de alumnos tuve. Cerca de 50 de más de diez nacionalidades distintas. A pesar de las dificultades con el idioma, entre todos conseguimos entendernos en un inglés sencillo y sin complicaciones. Conservo muy gratos recuerdos de aquél curso y del enorme interés que ponían los estudiantes por descubrir nuevas materias relacionadas con la sostenibilidad y con el respeto a los derechos humanos. Especialmente los alumnos que provenían de países emergentes, en el sentido económico del término. Algunos no se podían explicar por qué en las naciones más desarrolladas teníamos tanta preocupación por el respeto a sus derechos laborales y sociales. De la misma forma, algunos chavales de países desarrollados como Alemania, Francia o Finlandia, se sorprendían cuando les daba los datos de los organismos internacionales y les explicaba que el sistema de vida, tal y como ellos lo conocían, sólo lo disfrutaba un 20% de la población mundial. Pero su mayor sorpresa vino cuando les expliqué que, según los datos que manejaban las Naciones Unidas, para que el otro 80% de la humanidad llegara a nuestros niveles de desarrollo eran necesarios tres planetas como el nuestro. Este fue el punto de inflexión del curso.
Todos habían disfrutado en el curso cuando les hablé de medio ambiente, que algunos identificaban sólo con el hecho de reciclar productos. O cuando hacíamos recuento de los Derechos Humanos reconocidos en las Cartas internacionales. También cuando se les hacía ver la necesidad de que todos los ciudadanos disfrutaran de las maravillas de nuestro planeta y de la obligación que teníamos de preservarlas para las generaciones futuras. Y sobre todo, cuando les explicaba mi concepto de la dignidad humana. Fueron momentos memorables. Era como si al atender a mis explicaciones, se iluminaran sus rostros. De los jóvenes africanos. De los estudiantes chinos. E incluso los de algún que otro letón, o sudamericano. Y por supuesto, era indescriptible la cara de felicidad de los alumnos finlandeses, o alemanes, que se enorgullecían de ver cómo desde la Europa desarrollada se seguían propagando las bellas ideas de libertad, igualdad y fraternidad de la Revolución Francesa. En definitiva nuestra clase era un mosaico representativo de los más importantes países, continentes y razas del mundo globalizado en el que vivimos. Sin embargo, a partir del dato de la tremenda desigualdad en el reparto de la riqueza del planeta, todos comenzaron a mostrar cara de preocupación. Fundamentalmente por el desconcierto que les producía la posibilidad de que no hubiese solución a dicho problema. La misma que mostraron los alumnos del pasado curso en Ceuta, o los del actual, cuando les revelé el dato de que en 2011 las primeras 1.000 empresas de las más de 60.000 que cotizan en bolsa en el mundo, eran responsables de la mitad del valor total del mercado, detentando un poder reservado a las naciones y controlando virtualmente la economía global. Mientras que en 1980 las 1.000 mayores empresas del mundo tenían unos beneficios de 2,64 billones de dólares (6,99 billones de 2010), en 2010 tenían 32 billones de dólares, lo que suponía el 49% del total de capitalización mundial. Sólo la petrolera rusa Rosneft Oil tuvo un beneficio equivalente al PIB de Uruguay.
Pero a pesar de todo hay esperanza. Incluso en plena crisis económica. La Comisión Europea propuso el pasado año como nueva definición de Responsabilidad Social Corporativa, "la responsabilidad de las empresas por su impacto en la sociedad”. Esta sencilla definición, completada con la descripción de lo que las empresas deben hacer para cumplir con esa responsabilidad, ha sido muy bien acogida por amplios sectores sociales, pues supone introducir un nuevo concepto de “creación de valor compartido”, a través del cual las empresas buscan un retorno de la inversión para sus propietarios y accionistas mediante la creación de valor para las otras partes interesadas y para la sociedad en general. De esta forma, la Responsabilidad Social enlaza con la innovación y el reconocimiento explícito a los Derechos Humanos y a las consideraciones éticas, sociales, medioambientales y de los derechos de los consumidores.
Pero todo esto se quedaría en simples palabras si no fuera porque los datos disponibles nos evidencian que la Responsabilidad Social resistió a la crisis. Lejos de ser una moda pasajera, o una mera estrategia de marketing, ha demostrado que es un factor que mejora la competitividad y los beneficios de las empresas. En plena crisis se han incrementado los fondos invertidos con criterios de responsabilidad y también han aumentado notablemente las empresas que publican y elaboran memorias de sostenibilidad.
Es decir, el futuro aún no está perdido. La clave está en que cada vez seamos más los que colaboremos en extender las prácticas responsables en nuestros comportamientos diarios. De esta forma conseguiremos que un solo planeta sea suficiente para atender todas nuestras necesidades. De las presentes y de las futuras generaciones. Mostrar a mis alumnos el camino para llegar a ello es uno de los retos que me he marcado.
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