Lo menos que podemos exigir en la sociedad actual, en la que tanto alardeamos de “lo políticamente correcto”, es que respetemos los valores de las “cosas sagradas” en el sentido en el que lo utiliza Durkheim y que encontramos de muchas formas en la vida cotidiana. Tengamos en cuenta que lo “sagrado” no se limita al ámbito religioso, sino que aparece también y de manera permanente, en el mundo secular de todos los tiempos.
Sagrados son esas series de valores en los que, solidariamente, nos sentimos vitalmente adheridos y, por lo tanto, identificados: son partes vitales de nuestra existencia humana personal, familiar y colectiva. Sagrados son los rasgos que constituyen y fortalecen nuestra identidad personal y social, sagrados son los caracteres que nos hacen ser nosotros mismos y que, por lo tanto, deben ser reconocidos y respetados. Sagrados son nuestro origen y nuestra historia común que, como es obvio, no dependen de nosotros, pero que generan unos vínculos y unos compromisos de respeto y colaboración mutua.
Esta reflexión tan elemental se me ha ocurrido al tener noticias de la polvareda agresiva que ha levantado la confesión verdadera o falsa –es lo mismo- de un personaje que se declaraba “gay”. En mi opinión, los que han reaccionado con rabia o con humor –“mal humor”- contra la condición social, familiar o personal de ese hipotético ciudadano han mostrado exclusivamente su incontenible y canallesca agresividad y sus maneras ilusorias de se sentirse fuertes para abusar de los seres que ellos erróneamente consideran débiles o inferiores. Mofarse de los homosexuales, de las mujeres o de los negros, por ejemplo, con la intención de ridiculizarlos, humillarlos, escarnecerlos o menospreciarlos, es intentar desposeerlos de su dignidad, el bien más valioso y más sagrado que poseemos los seres humanos. Esas agresiones, por muy “graciosas” que a algunos puedan parecerles, es simplemente la demostración de la propia indignidad.