La vehemencia verbal es una forma de expresión donde prima el ímpetu y el apasionamiento, superando el atrevimiento y el brío en detrimento de la razón y de la opinión saneada. La claridad de un argumento pierde la sustancia por caer en modos que desvirtúan un contenido con más o menos mensaje.
El tono visceral y el alto contenido de frenesí pueden llevar a equivoco a aquellos que presencian esa verborrea desenfrenada, sepultando el mensaje, alterando al receptor y buscando una forma de respuesta mucho más efectiva. Quizás, es en la juventud cuando nos aferramos más a la defensa a ultranza de nuestras ideas, comprobando después como nos equivocamos a la hora de exponerla y sufriendo las consecuencias. Es ese momento de nuestras vidas cuando nos abrimos al mundo, momento donde pueden más el entusiasmo y la rebeldía, tiempo de descubrimiento que sin darnos cuenta puede marcar nuestra imagen y ser un silencioso juicio para catalogarnos bajo un cliché determinado el resto de nuestras vidas.
Esa sentencia injusta, otorgada sólo por una serie de hechos circunstanciales, convierte a muchas personas en objeto de las críticas, más allá de su afán por cambiar o de saberse conocedores de su error. La experiencia negativa, acompañada por un puñado de deslices, nos hace girar el rumbo a la hora de proceder, reposando y reflexionado la opinión, eligiendo con mayor certeza a quien recepciona nuestros pensamientos y los canales a utilizar para propagarlos. Pero no siempre sabremos llegar a todos, tornándose imposible la descontextualización de nuestras palabras con un pasado donde no nos llegaron a entender.
Describir el perfil de aquel que nos clasifica y nos califica de una forma concisa es sencillo, porque si perdura en el tiempo su mala interpretación, sin interesarse por otros matices de nuestra personalidad o carácter, delatará un posible transfondo de interés contrario, envidia o rivalidad social. En nuestro caso, una ciudad pequeña donde la determinación a la hora de actuar puede influir en el futuro y ser un lastre, debemos mantener nuestras cartas bien guardadas de esa calaña cercana a las medianías de un status labrado a base de ser oyentes distorsionadores. La fuerza para mantener el equilibrio entre el intelecto y el campo emocional ante tanto infructífero políticamente correcto es una labor compleja, pero condición sine qua non para no quedar retratados delante de individuos sin escrúpulos (personajes que campan a sus anchas en todos los estamentos de nuestra sociedad, aunque ya habrá tiempo para sacar a pasear la más delicada ironía e hilar fino desde mi lado más perifrástico y colmado de puro sarcasmo).
Trazar un camino paralelo, fuera del intrusismo de ingratos y de estómagos agradecidos, es una buena terapia para alejarse de aquellos que se les va el alma en batirse en duelo, aunque por medio se encuentre la prosperidad y el bienestar de una familia. Furtivos del amiguismo con objetivos en el horizonte y despiadados devoradores de la ilusión de otros con tal de escalar. Especie única de los cuales conocerán ustedes un buen ramillete, imperturbables, incapaces de olvidar cualquier desencuentro de por vida… y especialistas en puñaladas por la espalda (desenmascararlos es labor de todos, ánimo y no se escondan ante tanta rodilla sangrante de adular arrogantemente a su propia ignorancia).
Merece la pena seguir soñando y hacer realidad nuestros deseos pese a las trabas, zancadillas y la necesidad de obviar a quien quiera impedírnoslo… “Ad astra per aspera” (a las estrellas por el camino difícil).
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