El Estatuto de Cataluña, la posterior sentencia del Tribunal Constitucional (TC) sobre el mismo, más la llamada “inmersión lingüística” y las recientes sentencias del mismo TC en materia de competencias exclusivas que algunas Comunidades Autónomas (CC.AA.) se han arrogado sobre las cuencas de algunos ríos, con las que han originado la llamada “guerra del aguas”, están poniendo de claro manifiesto en nuestro país la voluntad deliberada de algunos poderes del Estado de enterrar a Montesquieu, inspirador del principio que aboga por la separación e independencia de los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial en todo Estado que se tenga mínimamente por democrático y constitucional, entendiendo por tal, la voluntad libremente expresada en las urnas y el sometimiento de todos los ciudadanos y los poderes públicos a la Constitución, al imperio de la ley y al resto del ordenamiento jurídico de que democráticamente se haya dotado un país. Y el intérprete máximo de la Constitución y de que las leyes sean o no constitucionales es el TC. Eso no sólo ocurre en España sino también, en el terreno del Derecho comparado, en todos los países que sean serios y respetuosos con la democracia y con sus propias normas.
Y tan sagradas eran hasta hace pocos años en nuestro país las sentencias del TC, que cada vez que dicho Órgano se pronunciaba sobre cualquier materia que fuese litigiosa o motivo de polémica, los responsables de las distintas formaciones políticas hacían ostentosas declaraciones en el sentido de que “acataban” dichas resoluciones, aunque no las compartieran. De esa forma, el respeto y la sumisión de todos al TC y el prestigio de éste se vinieron manteniendo en niveles óptimos, aun cuando algunos casos no estuvieran exentos de vivas discusiones y polémicos debates, que son perfectamente legítimos en la medida en que la discrepancia es fruto del humano entendimiento y del necesario contraste de opiniones y pareceres, porque incluso hasta es bueno que se den en toda sociedad libre y democrática.
Pero luego vino la politización del TC, mediante la designación de sus miembros en función de la cuota de representación de los partidos. Y es aquí donde comenzó a devaluarse la alta función de dicho Órgano constitucional, además de crearse el problema de la renovación de sus miembros. La prueba de ello se tiene en que, normalmente, sus Magistrados pronto comenzaron a pronunciarse en las sentencias en función de las tesis públicamente sustentadas por los partidos que habían propuesto su designación, dándose las circunstancias, de que en algunos casos los propuestos ni siquiera formaban parte de la carrera judicial, careciendo por ello de la condición de Jueces, que si bien no les resta legitimación alguna, resulta obvio que su formación profesional no ha sido forjada en puros criterios de derecho y justicia.
Pues bien, prescindiendo de toda ideología política ajena a quien escribe y tratando de hacer un análisis exclusivamente jurídico de la cuestión, con pretendida imparcialidad objetiva, es de recordar que la Constitución Española (CE) dispone en su artículo 9 que los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la CE y al resto del ordenamiento jurídico. El 159, que los miembros del TC son independientes e inamovibles. El 161, que el TC tiene jurisdicción en todo el territorio español. El 164, que las sentencias del TC tienen valor de cosa juzgada y no cabe recurso alguno contra ellas; las que declaren la inconstitucionalidad de una ley tienen plenos efectos frente a todos. Y la Ley Orgánica 2/1979, establece en su artículo 1 que el TC es el único en su orden, intérprete supremo de la CE, y que sólo está sometido a ésta y a la Ley de su creación. El 4, que las resoluciones del TC no podrán ser enjuiciadas por ningún órgano jurisdiccional del Estado. Y el 38, que las sentencias del TC vinculan a todos los poderes públicos.
Lo anterior lleva aparejada la plena legitimación del TC, que trae causa de la propia CE, de la voluntad de los constituyentes, del Parlamento nacional y del pueblo español que la ratificó en referéndum. O sea, las sentencias del TC son legítimas, vinculan a todos los poderes públicos y todos los españoles tienen el deber inexcusable de acatarlas y cumplirlas en sus propios términos, digan lo que digan y gusten o disgusten. Y, por lo que respecta a las autoridades e instituciones, tienen, además, el deber de cumplirlas y hacerlas cumplir en sus propios términos a todos los ciudadanos, estamentos y organismos que conforman las distintas Administraciones Públicas. Es decir, son las propias autoridades que ejerzan funciones públicas las que están más obligadas todavía a acatar, cumplir, y hacer cumplir las sentencias del TC. Y ello es así, porque en un Estado de Derecho nadie puede quedar al margen de la Ley ni de la Constitución, que obligan a todos por igual y son el marco de convivencia que los españoles nos hemos dado en “democracia”, que, como dijo Winston Churchil, “es el menos malo de los sistemas políticos”. Y Piero Calamandrei, padre de la Constitución italiana de 1948, que: “La primera condición de un Estado fuerte es la fe del pueblo en la Constitución y en la Justicia”.
No se puede olvidar que la CE es como un pacto en derecho, un acuerdo sobre reglas iguales para todos y para ser por todos respetadas. La igualdad fuera de la Constitución, como decía Plutarco, “es la tiranía”, de la que Aristóteles aseveró que “es el peor de los regímenes posibles, porque no tiene Constitución”. Por eso, no acatar las sentencias del TC, que trae causa de la CE, sería tanto como romper las reglas del juego de la convivencia de todos los españoles, que es en los que está residenciada la “soberanía nacional”. Y traigo lo anterior a colación, porque se ha dicho por relevantes políticos tanto centrales como autonómicos, y se nos pretende hacer así ver, que lo que vaya a ser aprobado por el pueblo en referéndum por algunas CC.AA. - concretamente se ha dicho en Cataluña - no debería ya poder ser recortado por el TC. Y eso, tal vez pueda parecerse algo a una especie de ensayo político con “química” incluida, pero, desde luego, es no tener ni idea de lo que significa una Constitución ni de lo que supone la seguridad jurídica en un Estado de derecho. Es también, ignorar que el TC, al que así se pretende obviar, emana y encuentra su más amplio respaldo y legitimación jurídica y popular en la propia CE, que fue aprobada en referéndum nacional por 17.706.078 votos a favor (el 87, 87 %), porque un referéndum sobre una parte de España nunca puede prevalecer sobre otro referéndum aprobado por todos los españoles.
Y, siendo eso así, tenemos que el Estatuto de Cataluña, que es el que a toda costa se pretende hacer imperar sobre la CE y el TC bajo cierto disfraz, fue aprobado sólo por 1.881.765 de votos favorables (73, 9 %), pero habiendo votado sólo el 49, 4 % del censo electoral, o sea, ni siquiera la mitad. Más, si se tiene en cuenta que en 2006 que se celebró el referéndum del Estatuto catalán el censo electoral de Cataluña era de 5.199.430 electores, de ellos, hubo luego 2.630.162 de “abstenciones”, más 528.472 que votaron “no”, más 135.998 “en blanco”, más otros 23.033 “votos nulos”. Todos suman 3.317.665 votantes que no dijeron sí al Estatuto, frente a sólo 1.881.765 que votaron a su favor. Es decir el Estatuto fue aprobado sólo por el 36,17 % del electorado catalán. Y de todo ello no cabe sino concluir que dicho Estatuto catalán nada les importó a la gran mayoría del 63,83 % restante de los electores en Cataluña. Razón por la que en modo alguno se puede ahora invocar la voluntad del pueblo formada por sólo 1.881.765 votos, frente a los 3.317,665 que ni les importó el Estatuto, y frente a la voluntad emanada del referéndum nacional que aprobó la CE por 17.706.078 ciudadanos que lo votaron favorablemente.
Más, quienes presentaron e impulsaron el Estatuto en el Parlamento de Cataluña, sabían demás que podía ser contrario a la Constitución, porque su propio Consejo Consultivo informó que al menos 19 de sus artículos los consideraba inconstitucionales, y otros 39 le ofrecían serías dudas. Y parecido criterio mantuvo el Consejo de Estado, que invocando la doctrina general del TC dijo que: “Desde un Estatuto de Autonomía no se puede modificar una Constitución”. Es decir, la posible inconstitucionalidad de buena parte del Estatuto se conocía antes de aprobarlo y, no obstante, se impulsó y se hizo prosperar a sabiendas, por estar previamente más que advertidos de su más que posible inconstitucionalidad. No obstante, desde el poder central se llamó, in extremis, al Parlamento Catalán cuando ya éste daba por descartado el Estatuto en los términos que había sido concebido para prometerles que “lo que llegara de Cataluña sería aprobado en Madrid”. Y manifestando después de la sentencia que “No se pueden acallar los sentimientos ni las identidades. Vamos a hacer que el Estatut no quede un recuerdo negativo por la sentencia. Nos vamos a emplear nos cueste lo que nos cueste”.
(Continuará el próximo lunes).
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