Opinión

75 años después de la firma de rendición incondicional de Japón

No es una utopía, es real, todavía están y seguirán estando, quienes opinan que por medio de la violencia se escribe la historia, y que ella es parte ineludible de la naturaleza humana para ocasionar invaluables beneficios y conquistas.
Luego, la ley del más poderoso y el que subsiste, impera inquebrantable desde el umbral de los tiempos, por lo que no hay por qué alterar un contexto donde habitualmente sucumben los más débiles; o los que no consiguen embaucarse en alguno de los emprendimientos belicosos, que tal vez, le confiera la condición de héroe o señor influyente y socialmente reconocido por ser vencedor de la guerra.
Y es que, bajo el señuelo equívoco que da más preeminencia al tener, que al propio ser, o donde poco o nada, se argumentan los medios y métodos empleados para alcanzar sea como sea, los fines deseados.
Es así, como los empedernidos e inexorables años de una conflagración de estas dimensiones, supuso un trauma indeleble en el imaginario colectivo de varias generaciones, cuando por fin se logró la codiciada rúbrica inmortalizada por los objetivos de las cámaras, con la que el Imperio de Japón admitió la Declaración de Potsdam, refrendada por los Estados Unidos de América, Reino Unido, República de China y la Unión Soviética, que daba por concluida la Segunda Guerra Mundial.
Los números catastróficos que resumen este conflicto, realmente son aterradores: oficialmente, la guerra se inició el 1 de septiembre de 1939, cuando Hitler irrumpió en Polonia y finalizó el 2 de septiembre de 1945, con la resignación de Japón.
Durante estos seis interminables años (I-IX-1939/2-IX-1945) de encarnizados enfrentamientos, los ejércitos Aliados conformado por Francia, Polonia, Reino Unido, Unión Soviética, China y Estados Unidos, y las Potencias del Eje aglutinadas por Alemania, el Imperio de Japón y el Reino de Italia, colapsaron brutalmente el planeta en uno de los más peyorativos trances que jamás haya vivido la humanidad.
Si bien, 100 millones de soldados se militarizaron en la contienda, la suma de los decesos se vieron ampliamente entorpecidos por el ocultamiento y el juego de cifras que han sido objeto de estudio. Estimándose, que la cuantificación de finados rondó entre los 55 y 60 millones de personas; elevándose hasta más de 100 millones, la concreción de los más pesimistas y de 40 a 45 millones, con respecto a los más optimistas.
El conjunto de fallecidos lo acomodaron tanto los combatientes, como la población, especialmente, víctimas de la violencia sin límites de los acometimientos. Fundamentalmente, en el transcurso de los bombardeos sobre objetivos civiles o el uso de armas nucleares, entre muchos otros, y como consecuencia de los escenarios coyunturales que reportaron a innumerables violaciones masivas de los derechos humanos que cambiaron el mundo para siempre.
Sin duda, el genocidio del Holocausto obtuvo su máximo exponente, junto con la deportación y reclusión en los campos de concentración, a lo que se unió la indefensión de los millones de refugiados y desplazados, subyugados a la hambruna y a las severidades de las condiciones climatológicas desfavorables.
Sin inmiscuir, las bombas atómicas lanzadas con uso militar no experimental sobre Hiroshima y Nagasaki, que evidenciaron el summum de la mayor destrucción habida y por haber con la incidencia del capitalismo y la contrarrevolución imperialista, donde para vergüenza de la raza humana, el infierno de la radiación atómica confirmó que el poder dañino, apenas incumbía.
Con estos mimbres, en su septuagésimo quinto aniversario, se conmemora el punto y final de un antes y un después, con violentos vaivenes en la orientación de la política internacional, convirtiéndose en la punta de lanza más importante y demoledora del frontispicio de la guerra. Sobraría referirse, como inicialmente se ha expuesto, la expansión descomunal en las operaciones, o en su carácter genérico y la fuerza y elevado nivel tecnológico del armamento empleado, fundamentan la monstruosidad de la hecatombe demográfica y del cataclismo en las infraestructuras que originó.
Alcanzado el momento crucial de esta narración, próximo a los micrófonos estaba el comandante supremo de las fuerzas aliadas, el general Douglas MacArthur (1880-1964), ataviado con un sencillo uniforme caqui, sin condecoraciones, pero sus cinco estrellas labradas en el cuello de la camisa, describían el máximo peldaño en el generalato.
Literalmente y al pie de la letra expuso: “Estamos aquí los representantes de las principales potencias para concluir un solemne acuerdo encaminado al restablecimiento de la paz. Los problemas y contenidos en este acuerdo, que proceden de ideales o ideologías divergentes, ya han sido solucionados en los campos de batalla del mundo entero, por lo que no nos toca a nosotros discutirlos aquí ahora”.
En aquel preciso instante, las agujas de reloj marcaban las 9:30 horas de aquel domingo 2 de septiembre de 1945, a bordo del acorazado USS Missouri BB-63, fondeado en la Bahía de Tokio y presto a celebrarse la solemne ceremonia que clausuraba la Guerra del Pacífico (7-XII-1941/2-IX-1945).
De cara a MacArthur y al otro lado de la mesa donde yacían dos carpetas con los documentos de la firma de la capitulación, se atinaban los nueve integrantes de la Delegación Japonesa; ineludiblemente, fosilizados por la degradación, la incomodidad del descalabro en el campo de batalla y, obviamente, por la conmoción mental que iba a escenificarse a perpetuidad.
Dicha representación estaba encabezada por el ministro de Asuntos Exteriores, Mamoru Shigemtsu (1887-1957), seguido de dos funcionarios de su gabinete; el general Yoshijiro Umezu (1882-1949); el último jefe del Estado Mayor y de las operaciones de la Marina, almirante Sadatoshi Tomioka (1897-1970) y dos ayudantes militares de cada arma. Los diplomáticos asistieron trajeados de chaqué y chistera, los militares con prendas de diario y distintivos de rango y los cordones de Estado Mayor.
Evidentemente, cada uno de los presentes digería su peculiar razón de ser, para no estar allí. Pero, por encima de todo, encarnaban a Japón en uno de los instantes más agrios y significativos de su existencia. Por el influjo civil, le correspondía acudir al nuevo presidente del Gobierno, el príncipe imperial Higashikuni Naruhiko (1887-1990) que aceptó ese compromiso, tratando de evitar su presencia para una menor deshonra de la Casa Real. Con lo cual, en su lugar, asistió el ministro de Exteriores.
La rebeldía e intransigencia militar de Umezu en la primera línea, rayó en lo ilógico cuando se tuvo conocimiento de las dantescas informaciones de Hiroshima. Para ganar tiempo ante la confirmación de la bomba atómica lanzada, se consignó a uno de sus expertos distinguido como el padre fundador de la investigación en física moderna. Me refiero, al físico Yoshio Nishina (1890-1951), que al día siguiente corroboró lo que a todas luces se conocía: el estrago de la Ciudad era absoluta, los muertos subían a casi la mitad de la urbe y las quemaduras examinadas entre los sobrevivientes, correspondían a los efectos desencadenantes de la radioactividad.
Era obvio, que el emperador Hiroito (1901-1989) ultimase la discusión entre los partidarios de la capitulación y, por el contrario, la resistencia numantina, ante la premura de trasladar las órdenes a las guarniciones distantes y hacerse acatar, certificar la rendición con los aliados y conducir una nación desgarrada. Consecuente de lo dificultoso en hallar una figura curtida en políticas del pasado y someterse a esta carga enojosa, Hiroito, optó por ceder el Gobierno a su tío, el príncipe Naruhiko.
Tras la intentona golpista, el soberano necesitaba tener a su vera gentes decididas y honradas. Por eso, para que no deparase dificultades las capitulaciones con fuerzas contradictorias como las consabidas en China, Malasia, Indochina, Singapur o Corea, se enviaron a los príncipes Asaka, Kanin y Takeda.
De cualquier manera, la disgregación de los japoneses por el Pacífico provocó que muchos no estuvieran al corriente de la derrota, siguiendo en armas durante meses. Según MacArthur, el 15 de octubre de 1945, se había desprovisto de pertrechos y enseres sin descargar un solo disparo, a siete millones de soldados nipones. Asimismo, se constatan casos excepcionales de pequeñas guarniciones que prosiguieron su misión belicosa, desconociendo que la guerra había terminado; o soldados descubiertos en los setenta, o séase, un cuarto de siglo más tarde de la capitulación.
En tanto, lo más embarazoso de asimilar entre los protocolos y las ceremonias, confluía en el reconocimiento de la entrega. Desde el 14 al 16 de agosto se ocasionaron múltiples disparates: restos de escuadrillas kamikazes se arrojaron en una última y despechada acción contra naves estadounidenses en aguas de Okinawa; otros, se precipitaron con sus aparatos en la Bahía de Tokio.
Es más, un grupo de oficiales malheridos se inmolaron ante el Palacio Imperial.
Ya, el 22 de agosto, varios estudiantes transitaron las vías más céntricas de Tokio entonando cánticos patrióticos, cientos de individuos les acompañaron en su itinerario a la colina de Atago, próxima de la embajada americana. Una vez allí, corearon el himno nacional y gritaron los tres vivas rituales al emperador e hicieron detonar las granadas que transportaban.
Progresivamente, en la base aeronaval de Atsugi, ubicada en Yamato y Ayase en la Prefectura de Kanagawa, en Japón, aviones de la 11ª División USA Aerotransportada comenzaron a tomar tierra. En tres jornadas, 800 cuatrimotores descargaron 20.000 hombres y equipos, incluyendo blindados, cañones, camiones, etc.
La operación fastuosa sobresalió teatralmente con la recalada de MacArthur de un Boeing B-29 Superfortress, apodado ‘Bataan’, en memoria a la resistencia norteamericana en las Filipinas. La ruta hasta Yokohama, a unos 25 kilómetros aproximadamente, la flanquearon 30.000 soldados japoneses que en posición de firmes acogieron la marcha del cortejo.
Surgía así, la leyenda de MacArthur, como el genuino virrey de Japón.
En las primeras cuarenta y ocho horas presidió la celebración, pero ésta, cómo preliminarmente se ha indicado, alcanzó su protagonismo en el USS Missouri BB-63 y, en representación de los Estados Unidos, estamparía su firma el almirante y comandante en jefe de los submarinos de guerra, Chester William Nimitz (1885-1966).
El aprieto de los vencidos era lo inverso: nadie deseaba beber de aquel jarabe amargo de la capitulación y, mucho menos, refrendarla. El general Umezu, incondicional a su resistencia y encubridor golpista en la noche del 14 de agosto, era quien hubiera pretendido esquivar lo que ya era irrevocable. Precedentemente, había deseado quitarse la vida como otros tantos de sus cómplices, pero carecía de libertad.
De hecho, se lo imploró a Hiroito y éste tajantemente se lo impidió, porque para él personificaba un sacrificio mayor: servir a su país en la capitulación. Por eso, Umezu, en la mañana del 2 de septiembre de 1945 estaba asediado por los jefes aliados, escuchando con mortificación la elocuencia de MacArthur.
Posteriormente, los japoneses fueron dirigidos junto a una mesa y frente a ellos, se ordenaron en cinco ajustadas filas los componentes militares triunfantes; la totalidad, en uniforme de modalidad diario de verano, sin condecoraciones y únicamente con las distinciones de graduación.
Los destronados, con un nudo en la garganta aguardaban acongojados, afrentados y deseosos que aquello cuanto antes se consumase.
Repentinamente, en la megafonía del buque sonó “The Star-Spangled Barner”, el himno nacional norteamericano y con él la aparición del general MacArthur, asistido por los almirantes Nimitz y William Frederick Halsey (1882-1959), máximos encargados de la Marina de Guerra.
En pocos segundos, la máxima autoridad estadounidense se dirigió a los micrófonos y pronunció una breve alocución: “Todos, vencedores y vencidos, debemos esforzarnos por alcanzar aquella elevada dignidad que es imprescindible para conseguir los sagrados fines que nos esperan, comprometiéndonos todos, sin reservas, a cumplir fielmente los compromisos que vamos a asumir. Mi más fervorosa esperanza -y la esperanza de toda la humanidad-, es que de este solemne acto, sobre la sangre y matanzas del pasado, surja un mundo mejor fundado sobre la fe y la comprensión; un mundo consagrado a la dignidad del hombre y el cumplimiento de sus más profundos anhelos: la libertad, la tolerancia y la justicia”.

Entretanto, los japoneses dejaron sus firmas en aquellas hojas, ahora más desconcertados por las frases de MacArthur. Aguardando una lluvia de condenas, acaso de ironías, recibieron para su sorpresa un recado de libertad, comprensión y entereza. Una vez que Japón y Estados Unidos estamparon su rúbrica en el acta, el resto de potencias aliadas sellaron lo que significaba la rendición nipona.
Circunspecto y como complemento a lo declarado, MacArthur, concluyó mencionando textualmente: “Oremos todos para que se restaure la paz en todo el mundo y para que Dios la conserve para siempre. Se levanta la sesión”.
Inmediatamente el documento sería remitido al trigésimo tercer presidente estadounidense Harry S. Truman (1884-1972), quien lo recibió de manos del coronel Bernard Theilen, en una recepción desarrollada el 7 de septiembre. Poniéndose el punto y final a una complejidad monstruosa y mortífera y, por ende, a las secuelas del raciocinio retorcido del hombre.
Todo se había finiquitado en escasos veinte minutos: los japoneses se despidieron con una inclinación de cabeza y cuando se disponían a marcharse, MacArthur, con un aspaviento les contuvo y enfocando su mirada al almirante Halsey, le dijo: “¡Por Dios, Bill! ¿Adónde han ido a parar los malditos aviones?” De pronto, un ruido ensordecedor en la lejanía le facilitó la respuesta: el cielo se tapizó de miles de aeronaves provenientes de las bases ubicadas a menos de 3.000 kilómetros y portaviones cercanos.
Otro episodio grandilocuente con un despliegue de poder, sin precedentes.
El refrendo de la rendición japonesa dispuso que esta nación cancelase cualquier muestra bélica; además, de la puesta en libertad de los prisioneros y otros en servidumbre, hasta cumplimentar los términos fijados. Del mismo modo, punteó el estreno de una etapa de ocupación estadounidense de siete años, culminada en abril de 1952 con el Tratado de Paz de San Francisco. Lo que permitió a Japón reintegrarse en la comunidad internacional.
El Jefe del Mando Supremo de las Fuerzas Aliadas del Pacífico, MacArthur, ya era conocido por sus rasgos, expresiones y actitudes desde la fecha reseñada, pero su resonancia se agrandaría. Sucintamente, apuntaló las bases del vencedor y el derrotado, e impuso al emperador que le correspondiese visitándolo en su Cuartel General: el trato lo hizo con corrección y sutileza.
De peor complacencia resultó su recibimiento en el Palacio Imperial, vestido informalmente con pantalones militares cortos o sus caminatas provocadoras por Tokio, que quedaron en meras anécdotas. Por lo demás, MacArthur hubo de afrontar las muchas contrariedades de un territorio deprimido por el fiasco de la guerra y cubierto de luto por el exceso de óbitos, más el añadido del millón de maltrechos y agraviados. Recuérdese, los 200.000 afectados por las radiaciones atómicas; o las ciudades devastadas con 2.100.000 viviendas calcinadas.
Idénticamente, ocurrió con su economía: véase, el 58% del volumen en el refinado de petróleo; o el 30% de la capacidad industrial; al igual, que el 30% de su producción eléctrica y el 80% de la marina mercante.
Mismamente, la superficie se redujo a 368.480 km², el 56% del que ostentaba y habitado por 78 millones de ciudadanos; de éstos, un número apreciable repatriados de anteriores establecimientos, como las Islas de Taiwán, Formosa, Kuriles, Sahalín y Okinawa, lo que intensificó la superpoblación y las carencias de las destrucciones.
Como subrayaría Edwin Oldfather Reischauer (1910-1990), estudioso destacado de la historia y cultura de Japón y Asia Oriental: “Desaparecida la población de las ciudades, destruida la industria, esterilizada la agricultura a causa de la prolongada falta de abonos y equipamientos. Un pueblo agotado que gastó sus fuerzas y su energía hasta la última gota en la guerra, convencido hasta el fin que sus jefes triunfarían y que el viento divino soplaría como desde siempre sobre Japón”.
A día de hoy, el Estado del Japón ha debido de esperar más de dos décadas para regularizar sus vínculos diplomáticos con algunos contendientes del ayer: ejemplo de ello, es Corea del Sur y China, allanada la enemistad en 1965 y 1972, respectivamente, aunque ciertas disensiones se prolongan con algunos de sus vecinos. Tampoco ha suscrito un tratado de paz con Rusia, fruto de las discrepancias terrestres.
Este es a groso modo, el credencial de un país que quedó desahuciado en la batalla más aciaga de todos los tiempos.

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